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Authors: Chuck Palahnouk

Asfixia (6 page)

Todo por sugerencia de mi madre.

A la semana siguiente, empiezo apuntarme cosas para no olvidar quién soy de una semana a la siguiente. Los Hastings siempre vamos a pasar las vacaciones a Robson Lake, apunto. Pescamos truchas de lago. Queremos que ganen los Packers. Nunca comemos ostras. Estamos comprando tierras. Todos los sábados me siento antes en la sala de estar y estudio mis apuntes mientras la enfermera va a ver si mi madre está despierta.

Siempre que entro en su habitación y me presento como Fred Hastings, apaga el televisor con el mando a distancia.

No está mal plantar boj alrededor de una casa, pero está mejor el ligustro.

Y yo me lo apunto.

La gente como es debido bebe whisky escocés, me dice. Tiene usted que limpiar los canalones en octubre y otra vez en noviembre, me dice. Envuelva el filtro de aire de su coche en papel higiénico y así le durará más. Pode los árboles de hoja perenne solamente después de la primera helada. Y la madera de fresno es la mejor para hacer leña.

Me lo apunto todo. Hago inventario de lo que queda de ella, de las manchas, las arrugas, el pellejo hinchado o vacío, las descamaciones y los sarpullidos, y me lo apunto a modo de recordatorio.

Todos los días: llevar protección solar.

Cubrirme las canas.

No volverme loco.

Comer menos grasas y azúcar.

Hacer más abdominales.

No empezar a olvidarme de las cosas.

Cortarme los pelos de las orejas.

Tomar calcio.

Hidratarme la piel. Todos los días.

Detener el tiempo para quedarse siempre igual.

No volverme un viejo de mierda.

—¿Sabe usted algo de mi hijo Victor? —me dice—. ¿Se acuerda de él?

Me detengo. Noto una punzada en el corazón, pero me he olvidado de lo que significa esa sensación.

Victor, dice mi madre, nunca viene a visitarme, y cuando lo hace nunca escucha. Victor está siempre ocupado y distraído y no le importa nada. Ha dejado la facultad de medicina y está convirtiendo su vida en un desastre.

Se pone a arrancar las pelusas de su manta:

—Tiene un trabajo como guía turístico o algo así ganando el salario mínimo —dice. Suspira y sus espantosas manos amarillentas encuentran el mando a distancia.

Yo le pregunto si acaso Victor no se está haciendo cargo de ella. Si no tiene derecho a vivir su vida. Le digo que a lo mejor Victor está tan ocupado porque está fuera todas las noches, matándose literalmente a trabajar para pagar las facturas de sus cuidados hospitalarios. Son tres mil dólares cada mes solamente para empezar. A lo mejor es por eso que Victor ha dejado la facultad. Le digo, solamente por discutir un poco, que a lo mejor Victor está haciendo lo que puede.

Le digo que a lo mejor Victor hace mucho más de lo que nadie le reconoce.

Y mi madre sonríe y dice:

—Oh, Fred, sigue siendo usted el defensor de los culpables recalcitrantes.

Mi madre enciende el televisor y una mujer hermosa con un vestido de noche resplandeciente golpea a otra joven mujer hermosa en la cabeza con una botella. El botellazo ni siquiera le deshace el peinado, pero le provoca amnesia.

A lo mejor Victor tiene sus propios problemas que afrontar, le digo.

La mujer hermosa reprograma a la mujer amnésica para que piense que es un robot asesino que tiene que hacer lo que a ella se le antoje. El robot asesino acepta su nueva identidad con tanta facilidad que uno se pregunta si no estará fingiendo la amnesia y si no será que siempre ha buscado una buena razón para provocar una matanza.

Después de hablar con mi madre, mi rabia y mi resentimiento se van disolviendo mientras vemos la tele.

Mi madre servía huevos revueltos con raspaduras negras del recubrimiento antiadherente de la sartén. Cocinaba con cazos de aluminio y bebíamos limonada en tazones de aluminio refinado chupando sus bordes blandos y fríos. Usábamos desodorante para las axilas fabricado con sales de aluminio. Está claro que podríamos haber llegado a esta situación de un millón de maneras.

Durante un anuncio, mi madre me pide que le diga una sola cosa buena de la vida de Victor. ¿Qué hace para divertirse? ¿Dónde se ve dentro de un año? ¿Dentro de un mes? ¿Y de una semana?

De momento no tengo ni idea.

—¿Y qué coño quiere usted decir —me pregunta— con eso de que Victor se mata todas las noches?

7

Después de que se haya marchado el camarero, cojo con el tenedor la mitad de mi filete de solomillo, me dispongo a metérmelo todo en la boca y Denny me dice:

—No lo hagas aquí, tío.

Estamos rodeados de comensales elegantes. Con velas y vajillas de cristal. Con un montón de tenedores especiales. Nadie sospecha nada.

Los labios se me agrietan al intentar abarcar todo el trozo de filete. La carne está salada y rezuma grasa y pimienta molida. Mi lengua se retira para hacer más sitio y la boca se me encharca de saliva. Por la barbilla me caen jugo caliente y babas.

La gente que dice que la carne roja mata no sabe de qué está hablando.

Denny echa un vistazo rápido a su alrededor y dice entre dientes:

—Te estás volviendo codicioso, amigo. —Niega con la cabeza—. Tío, no puedes engañar a la gente para que te quiera.

A nuestro lado una pareja casada con anillos de boda y pelo canoso come sin levantar la mirada, los dos con la cabeza gacha, como si estuvieran leyendo el programa de una obra o de un concierto. Cuando a la mujer se le termina el vino, coge la botella y se llena el vaso. No llena el de su marido. El marido lleva un grueso reloj de pulsera de oro.

Denny me ve observar a la pareja madura y me dice:

—Los voy a avisar. Te lo juro.

Mira en busca de camareros que puedan saber de nosotros. Me observa proyectando los dientes de abajo hacia Hiera.

El trozo de filete es tan grande que no puedo juntar las mandíbulas. Tengo los carrillos hinchados. Los labios fruncidos intentan unirse y tengo que respirar por la nariz mientras intento masticar.

Los camareros con sus chaquetas negras, cada uno con su paño blanco doblado sobre el brazo. La música de violines. La plata y la porcelana. Este no es la clase de sitio donde solemos hacer esto, pero se nos están acabando los restaurantes. Hay un número limitado de lugares para comer en una ciudad y es obvio que esta no es la clase de número que uno puede repetir en el mismo sitio.

Bebo un poco de vino.

En otra mesa cercana, una pareja joven se coge de la mano mientras comen.

A lo mejor esta noche les toca a ellos.

En otra mesa, un hombre con traje come mirando al vacío.

A lo mejor él va a ser el héroe de la noche.

Bebo un poco de vino e intento tragar, pero el filete es demasiado grande. Se me queda en el fondo de la garganta. Dejo de respirar.

Al instante siguiente, mi pierna da un latigazo tan brusco que la silla sale volando detrás de mí. Me llevo las manos a la garganta. Me pongo de pie, con la boca abierta hacia el techo y los ojos en blanco. La barbilla me sobresale de la cara.

Denny extiende un brazo sobre la mesa, me roba mi brécol con su tenedor y me dice:

—Tío, estás sobreactuando a saco.

No sé si será ese ayudante de camarero de dieciocho años o el tipo vestido de pana con jersey de cuello alto, pero entre toda esta gente alguien me va a recordar con cariño durante el resto de su vida.

La mitad de la gente ya se ha levantado de sus sillas.

A lo mejor es la mujer con el ramillete prendido en la muñeca.

A lo mejor el hombre del cuello largo y las gafas con montura metálica.

Este mes he recibido tres felicitaciones de cumpleaños y ni siquiera es día quince. El mes pasado recibí cuatro. El mes anterior recibí seis felicitaciones de cumpleaños. No me acuerdo de la mayor parte de la gente que las envió. Que Dios los bendiga, pero ellos nunca me olvidarán a mí.

Se me hinchan las venas del cuello de no respirar. La cara se me pone roja y me empieza a arder. La frente se me inunda de sudor. El sudor me hace un manchón en la espalda de la camisa. Me agarro el cuello con las manos, lo cual en el lenguaje universal de signos quiere decir que me estoy muriendo de asfixia. Todavía hoy sigo recibiendo felicitaciones de cumpleaños de gente que no habla inglés.

Durante los primeros segundos todo el mundo espera a que otro se adelante y sea el héroe.

Denny extiende el brazo para robarme la otra mitad del filete.

Sin dejar de cogerme el cuello con las manos, voy dando tumbos y le doy una patada en la pierna.

Me arranco la corbata con las manos.

Me desabrocho el botón del cuello de la camisa.

—Eh, tío, me has hecho daño —dice Denny.

El ayudante de camarero retrocede. No le va el heroísmo.

El violinista y el sumiller vienen en mi dirección, hombro con hombro.

Por otro lado, una mujer con un vestido corto y negro se abre paso entre la multitud. Viene en mi rescate.

Por otro lado, un hombre se quita la chaqueta del esmoquin y echa a correr. En alguna otra parte, una mujer grita.

Esto nunca se prolonga mucho. Toda la escena suele durar un minuto o dos como mucho. Eso es bueno, porque es lo máximo que puedo aguantar la respiración con un trozo de comida en la boca.

Mi primera opción es el viejo del reloj de oro enorme, alguien que nos saque del apuro y pague la cuenta de nuestra cena. Mi opción personal es la tía del vestidito negro porque tiene buenas tetas.

Aunque tengamos que pagarnos la cena, supongo que uno tiene que invertir dinero para conseguir dinero.

Sin parar de engullir, Denny dice:

—¿Por qué haces esto? Es completamente infantil.

Me tambaleo y le doy otra patada.

Si hago esto es para devolver la aventura a las vidas de la gente
.

Si hago esto es para crear héroes. Para poner a prueba a la gente.

Soy hijo de mi madre.

Si hago esto es para conseguir dinero.

Si alguien te salva la vida te va a querer siempre. Es como si te convirtieras en su hijo. Durante el resto de sus vidas esa persona me escribirá. Me enviará tarjetas en los aniversarios. Felicitaciones de cumpleaños. Es deprimente ver a cuánta gente se le ocurre la misma idea. Te llaman por teléfono. Para saber si estás bien. Para ver si tal vez necesitas que te animen. O si te hace falta dinero.

No me gasto el dinero llamando a chicas de compañía. Tener a mi madre en la Residencia Asistida Saint Anthony cuesta tres mil pavos al mes. Todos esos buenos samaritanos me mantienen a mí. Yo la mantengo a ella. Así de fácil.

Uno obtiene poder fingiendo ser débil. De esa manera, haces que la gente se sienta fuerte. Uno salva a la gente dejándose salvar por ellos.

Lo único que tienes que hacer es ser frágil y mostrarte agradecido. Mantente siempre desamparado.

La gente necesita de verdad a alguien con quien sentirse superior. Mantente siempre oprimido.

«Caridad» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

Eres la prueba de su valor. La prueba de que han sido héroes. El testimonio de su éxito. Si hago esto es porque todo el mundo quiere salvar una vida humana con cien personas delante.

Con la punta afilada de su cuchillo para la carne, Denny está dibujando sobre el mantel blanco. Dibuja la arquitectura de la sala, las cornisas y los paneles, los frontones partidos que hay encima de las puertas, todo sin dejar de masticar. Se lleva el plato directamente a la boca y engulle la comida.

Para practicar una traqueotomía, hay que localizar un punto justo debajo de la nuez y justo por encima del cricoides. Con un cuchillo para la carne, se hace una incisión horizontal de un centímetro, luego se pellizca esa incisión y se inserta el dedo para abrirla. Hay que introducir un «tubo tráquea»; una pajita para refresco o medio bolígrafo es lo que va mejor.

No puedo ser un gran médico y salvar a centenares de pacientes, pero soy un gran paciente que crea centenares de médicos en potencia.

Se acerca a toda velocidad un hombre con esmoquin, esquivando a los curiosos, provisto de su cuchillo para la carne y su bolígrafo.

Asfixiándote, te conviertes en una leyenda en sus vidas que esa gente va a atesorar y repetir hasta que se mueran. Creerán que te han dado la vida. Puedes ser su único buen acto, el recuerdo que justifique toda su existencia en su lecho de muerte.

Así pues, sé la víctima agresiva, el gran perdedor. Un fracasado profesional.

La gente te comerá en la mano si los haces sentirse como dioses.

Es el martirio de san Yo.

Denny coloca mi plato encima del suyo y sigue llevándose comida a la boca.

El sumiller ha llegado. La del vestidito negro está conmigo. Y el hombre de reloj de oro enorme.

Dentro de un minuto alguien me estará abrazando desde detrás. Algún extraño me apretará fuerte con los brazos, me golpeará con los puños debajo de la caja torácica y me susurrará en el oído: «No pasa nada».

Me susurrará en el oído:

—Se pondrá bien.

Un par de brazos te rodearán, tal vez incluso te levanten del suelo, y un extraño te susurrará:

—¡Respire! ¡Respire, joder!

Alguien te golpeará en la espalda igual que un médico da golpecitos a un recién nacido y tú soltarás tu bocado de fílele masticado. Al cabo de un segundo los dos estaréis desplomados en el suelo. Tú estarás sollozando y esa persona te dirá que todo va bien. Que te ha salvado. Que has estado a punto de morir. Se llevará tu cabeza al pecho y te arrullará mientras dice:

—Échense todos hacia atrás. Hagan un poco de espacio. El espectáculo ha terminado.

Ya te habrás convertido en su hijo. Le pertenecerás.

Alguien te pondrá un vaso de agua en los labios y te dirá:

—Relájese. No hable. Ya se ha terminado.

Silencio.

En los años por venir, esa persona te llamará y te escribirá. Recibirás cartas y a lo mejor cheques.

Sea quien sea, esa persona te querrá.

Sea quien sea, estará orgulloso. Por mucho que tus propios padres no lo estén. Esa persona estará orgullosa de ti porque tú le haces estar orgullosa de sí misma.

Darás un sorbo de agua y toserás para que el héroe te pueda limpiar la barbilla con una servilleta.

Haz cualquier cosa para reforzar ese nuevo vínculo. Esa adopción. Acuérdate de añadir detalles. Mánchale la ropa de mocos para que pueda reírse y perdonarte. Intenta agarrarte a él. Llora de verdad para que te pueda secar los ojos.

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