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Authors: Chuck Palahnouk

Asfixia (8 page)

Todo su cuerpo se inclina hacia delante y su dedo raquítico me señala temblando en el aire.

Al carajo.

Ya tiene un pie en el altar para casarse con la muerte.

—Sí, Eva —le digo—. Te la hincaba. —Y bostezo—. Sí. Cada vez que tenía ocasión, te la metía y te echaba un polvazo.

A esto lo llaman psicodrama. También se puede considerar otra modalidad de abandono de abuelita.

Su dedo retorcido se encoge y su espalda se apoya de nuevo entre los brazos de la silla de ruedas.

—Así que por fin lo admites —dice.

—Pues sí, coño —digo yo—. Tienes un polvazo, hermanita.

Ella se queda mirando un punto ciego del suelo de linóleo y dice:

—Después de tantos años, lo admite.

Estamos haciendo terapia de rol, lo que pasa es que Eva no sabe que es real.

Su cabeza sigue balanceándose en círculos, pero sus ojos se vuelven hacia mí:

—¿Y no estás arrepentido? —dice.

En fin, si Jesucristo pudiera efectivamente morir por mis pecados, supongo que podría encajar unas cuantas en honor de los demás. Todos tendríamos la oportunidad de hacer de chivo expiatorio. De asumir la culpa.

El martirio de san Yo.

Los pecados de todos los hombres de la Historia aterrizando sobre mis hombros.

—Eva —le digo—, cariño, vida mía, hermanita, amor de mi vida, por supuesto que lo siento. Fui un cerdo —le digo mirándome el reloj—. Lo que pasa es que estabas tan potente que yo no podía controlarme.

Como si me hiciera falta aguantar esta mierda. Eva se me queda mirando con sus ojos hipertiroideos hasta que un lagrimón le brota del ojo y le resbala por la superficie empolvada de su mejilla arrugada.

Yo pongo los ojos en blanco y le digo:

—Muy bien, te hice daño en el chichi, pero hace ochenta puñeteros años de eso, así que supéralo de una vez. Sigue con tu vida.

Entonces levanta sus manos horribles, demacradas y llenas de venas como raíces de árbol o zanahorias mustias, y se tapa la cara:

—Oh, Colin —dice desde detrás de las manos—. Oh, Colin. —Aparta las manos y revela una cara empapada de lagrimones—. Oh, Colin —susurra—. Te perdono. —Deja caer la barbilla sobre el pecho, respirando de forma entrecortada y sollozando, y sus manos espantosas usan el borde del babero para secarse los ojos.

Nos quedamos ahí sentados. Joder, ojalá tuviera un chicle. Mi reloj dice que son las doce y treinta y cinco.

Ella se seca los ojos, se sorbe la nariz y levanta un poco la vista:

—Colin —me dice—, ¿todavía me quieres?

Estos vejestorios de mierda. Joder.

Y por si te lo estás preguntando, no soy ningún monstruo.

Y como si fuera un puto personaje de novela, voy y le digo en serio:

—Sí, Eva —le digo—. Claro que sí. Supongo que todavía puedo quererte.

Eva solloza con la cabeza gacha y todo el cuerpo meciéndose.

—Me alegro mucho —dice con los ojos lagrimeando y una sustancia gris goleándole de la nariz y cayéndole en las manos vacías—. Me alegro mucho —repite, sin dejar de llorar, y puedo oler los trozos masticados de carne picada que se ha guardado como una ardilla en el zapato y el pollo con champiñones que lleva en el bolsillo de la bata. Y además la puñetera enfermera no va a traer nunca a mi madre de vuelta de la ducha, y yo tengo que volver a trabajar en el siglo XVIII a la una en punto.

Ya es bastante duro rememorar mi pasado para poder terminar el cuarto paso de mi terapia. Ahora además se está mezclando con el pasado de toda esta gente. Hoy ya ni me acuerdo de qué abogado soy. Me miro las uñas. Le pregunto a Eva:

—¿Sabes si está por aquí la doctora Marshall? ¿Sabes si está casada?

La verdad sobre mí mismo, quién soy realmente y lo de mi padre. Si mi madre lo sabe, está demasiado bloqueada por los remordimientos para decírmelo.

—¿No podrías llorar en otra parte? —le pregunto a Eva.

Pero ya es demasiado tarde. La urraca empieza a cantar.

Y no hay forma de que Eva se calle. Sigue llorando y meciéndose, con la cara tapada por el babero, con la pulsera de plástico temblando en la muñeca y diciendo todo el tiempo:

—Te perdono, Colin. Te perdono. Te perdono. Oh, Colin, te perdono...

9

El niño estúpido y su madre adoptiva estaban pasando la tarde en un centro comercial cuando oyeron el aviso. Era verano y estaban haciendo las compras para volver a la escuela, el año que él tenía que hacer quinto de primaria. Ese año que tienes que llevar camisas a rayas para integrarte. De aquello hace un montón de años. Aquella era la primera de sus madres adoptivas.

Rayas verticales, le estaba explicando el niño a la madre adoptiva cuando lo oyeron.

El aviso:

—Doctor Paul Ward —le dijo la voz a todo el mundo—, por favor, reúnase con su mujer en el departamento de cosméticos de Woolworth’s.

Aquella fue la primera vez que su madre fue a buscarlo.

—Doctor Ward, por favor, reúnase con su mujer en el departamento de cosméticos de Woolworth’s.

Aquella era la señal secreta.

De forma que el niño mintió y dijo que tenía que ir al baño, pero en cambio fue a Woolworth’s, y allí, abriendo cajas de tinte para el pelo, estaba su madre. Llevaba una peluca amarilla enorme que hacía que su cara pareciera demasiado pequeña y olía a cigarrillos. Estaba abriendo una caja de tinte usando las uñas y sacando la botella de color marrón oscuro. Luego abrió otra caja y sacó la otra botella. Puso la botella en la primera caja y la devolvió a la estantería. Luego abrió otra caja.

—Esta es guapa —dijo la madre mirando la foto de una mujer sonriente que había en la caja. Cambió la botella de dentro por otra. Todas las botellas eran del mismo color marrón oscuro.

Abrió otra caja y preguntó:

—¿No crees que es guapa?

Y el niño era tan estúpido que dijo:

—¿Quién?

—Ya sabes quién —dijo la madre—. Además, es joven. Os he estado viendo mientras mirabais ropa. Le estabas cogiendo la mano, así que no mientas.

Y el niño fue tan estúpido que no supo reaccionar y marcharse corriendo. Tampoco se le ocurrió pensar en los términos concretos de la libertad bajo fianza de su madre ni en la orden de no acercarse a su hijo, ni en por qué había pasado los últimos tres meses en la cárcel.

Y mientras metía las botellas de tinte rubio en las cajas de tinte para pelirrojas y las botellas de tinte negro en las cajas para rubias, la madre le dijo:

—Entonces, ¿te gusta o no?

—¿Te refieres a la señora Jenkins? —dijo el niño.

Sin acabar de cerrarlas perfectamente, la madre volvía a colocar las cajas en la estantería de forma un poco descuidada, un poco apresurada. Y dijo:

—¿Te gusta?

Y como si aquello fuera a servir de algo, el pequeño bufón dijo:

—No es más que una madre adoptiva.

Y sin mirar al niño, mirando todavía a la mujer sonriente de la caja que tenía en la mano, la madre dijo:

—Te he preguntado si te gusta.

Un carro de la compra pasó traqueteando por el pasillo junto a ellos y una señora rubia extendió el brazo y cogió una caja con la foto de una rubia pero con una botella de otro color dentro. La señora metió la caja en el carro y siguió su camino.

—Esa se cree que es rubia —dijo la madre—. Lo que tenemos que hacer es confundir los paradigmas de identidad de la gente.

Era lo que la madre llamaba «terrorismo contra la industria cosmética».

El niño se quedó mirando a la señora hasta que estuvo demasiado lejos para hacer nada.

—Ya me tienes a mí —dijo la madre—, ¿Cómo llamas entonces a esa madre adoptiva?

Señora Jenkins.

—¿Y te cae bien? —dijo la madre, y se giró para mirarlo por primera vez.

Y el niño fingió que se lo pensaba y dijo:

—No.

—¿La quieres?

—No.

—¿La odias?

Y aquella sabandija cobarde dijo:

—Sí.

Y la madre dijo:

—Haces bien. —Se inclinó para mirar al niño a los ojos y le dijo—: ¿Cuánto odias a la señora Jenkins?

Y el pequeño gilipollas dijo:

—Un montón.

—Un montón y otro montón y otro montón —dijo la mamaíta. Le ofreció la mano para que se la cogiera y dijo—: Tenemos que darnos prisa. Tenemos que coger un tren.

Luego lo llevó por los pasillos, tirando de su brazo blandengue hacia la luz del día que brillaba al otro lado de las puertas de cristal, y le dijo:

—Eres mío. Mío. Ahora y siempre, y que no se te olvide nunca. —Y tirando de él a través de las puertas, le dijo—: Y por si la policía o alguien te lo pregunta en algún momento, te voy a contar todas las cosas guarras e inmundas que esa supuesta madre adoptiva te hace cada vez que te tiene a solas.

10

En el sitio donde vivo ahora, en la vieja casa de mi madre, me dedico a inspeccionar los papeles de mi madre, sus boletines de notas, sus hazañas, sus declaraciones, su contabilidad. Las transcripciones de sus declaraciones judiciales. Su diario, todavía cerrado con llave. Su vida entera.

Durante la semana siguiente soy el señor Benning, el que la defendió de la acusación de secuestro después del incidente con el autobús de la escuela. La otra semana soy el abogado de oficio Thomas Welton, que consiguió negociar su sentencia hasta dejarla en seis meses después de que la acusaran de atacar a los animales del zoo. Después me convierto en el abogado especialista en libertades civiles que la representó cuando la acusaron de agravio malicioso después de su irrupción en el ballet.

Hay un fenómeno opuesto al
déjà vu.
Lo llaman
jamais vu.
Es cuando uno se encuentra con la misma gente o visita un sitio una y otra vez pero siempre es como la primera vez. Todo el mundo es siempre extraño. Nunca hay nada familiar.

—¿Cómo le va a Victor? —me pregunta mi madre en mi siguiente visita.

No importa quién sea yo. El abogado de oficio que toque ese día.

¿Qué Victor?, me dan ganas de preguntar.

—Mejor que no lo sepa —le digo. Le rompería el corazón. Y le pregunto—: ¿Cómo era Victor de niño? ¿Qué quería del mundo? ¿Tenía alguna meta fabulosa con la que soñaba?

Llegado este punto, empieza a darme la impresión de que mi vida es como actuar en una telenovela vista por los personajes de una telenovela vista por los personajes de una telenovela vista por gente real en alguna parte. Cada vez que vengo de visita, inspecciono los pasillos en busca de otra oportunidad de hablar con la doctora del peinado en forma de cerebro, las orejas y las gafas.

La doctora Paige Marshall con su sujetapapeles y su actitud. Y sus sueños aterradores de ayudar a mi madre a vivir otros diez o veinte años.

La doctora Paige Marshall, otra dosis en potencia de anestesia sexual.

Véase también: Nico.

Véase también: Tanya.

Véase también: Leeza.

Cada vez más tengo la impresión de estar haciendo una imitación barata de mí mismo.

Mi vida tiene tanto sentido como un koan zen.

Se oye cantar a un chochín, pero no estoy seguro de si es un pájaro de verdad o es que son las cuatro en punto.

—Mi memoria ya no funciona bien —dice mi madre. Se frota las sienes con el índice y el pulgar de una mano y dice—: Me pregunto si tendría que contarle a Victor la verdad sobre él. —Apoyada en el montón de almohadas, dice—: Antes de que sea demasiado tarde, me pregunto si Victor tiene derecho a saber quién es realmente.

—Pues cuénteselo —le digo. Le he llevado comida, un cuenco de pudín de chocolate, y estoy intentando meterle la cuchara en la boca—. Puedo ir a llamarlo —le digo— y Victor vendrá en un par de minutos.

El pudín es de un color marrón claro y su olor me llega por debajo de una capa fría de color marrón oscuro.

—Pero es que no puedo —me dice—. La culpa es tan fuerte que no puedo afrontar hablar con él. Ni siquiera sé cómo va a reaccionar.

Me dice:

—Tal vez sea mejor que Victor no se entere nunca.

—Pues dígamelo a mí —le digo—. Sáquese ese peso de encima —le digo, y le prometo no decírselo a Victor a menos que ella me lo diga.

Ella me mira con los ojos entrecerrados, con todo el pellejo tirante alrededor de los ojos. Con las arrugas de los lados de la boca todas llenas de pudín de chocolate, me pregunta:

—Pero ¿cómo sé que puedo confiar en usted? Ni siquiera estoy segura de quién es.

Yo sonrío y le digo:

—Claro que puede confiar en mí.

Y le hinco la cuchara en la boca. El pudín oscuro se le queda en la lengua. Es mejor que una sonda de estómago. Bueno, vale, es más barato.

Pongo el mando a distancia fuera de su alcance y le digo:

—Trague.

Luego le digo:

—Tiene que escucharme. Tiene que confiar en mí.

Le digo:

—Soy yo. Soy el padre de Victor.

Me mira con los ojos vidriosos muy abiertos mientras el resto de su cara, sus arrugas y su pellejo, parecen hundirse en el cuello de su camisón. Se santigua con una de sus espantosas manos amarillentas y abre la boca hasta que la barbilla le toca el pecho:

—Oh, sois vos y habéis vuelto —dice—. Oh, padre bendito. Oh, padre sagrado —dice—. Perdonadme, os lo ruego.

11

Estoy hablando otra vez con Denny, encerrándolo de nuevo en el cepo, esta vez por llevar en el dorso de la mano el sello de una discoteca, y le digo:

—Tío.

Le digo:

—Es muy raro.

Denny ya tiene las dos manos colocadas para que se las sujete con el cepo. Tiene la camisa bien metida dentro de las calzas. Ha aprendido a doblar un poco las rodillas para aligerar la tensión de la espalda. Se acuerda de visitar el baño antes de que lo metan en el cepo. Nuestro Denny se ha convertido en todo un experto en ser castigado. En el viejo Dunsboro colonial, el masoquismo sigue siendo una habilidad valiosa.

Como en la mayor parte de los trabajos.

Ayer en Saint Anthony, le digo, era todo igual que en aquella película antigua en la que hay un tío y un cuadro, y el tío vive a lo grande y se lo monta para vivir cien años y nunca cambia de aspecto. Pero el cuadro que es su retrato no para de volverse cada vez más feo y demacrado por culpa del alcohol y la nariz se le acaba cayendo de sífilis en fase secundaria y gonorrea.

Ahora todas las internas de Saint Anthony cierran los ojos y están radiantes. Todo el mundo sonríe y se siente honrado.

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