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Authors: Chuck Palahnouk

Asfixia (22 page)

La guardia escoltó a Denny hasta las puertas del Dunsboro colonial, dos hileras de hombres con armas desfilando con Denny entre ellos. Cruzaron las puertas, cruzaron el aparcamiento e hicieron desfilar a Denny hasta la parada de autobús en los límites del siglo XXI.

—Eh, tío —le grité desde las puertas de la colonia—, ahora que has muerto, ¿qué vas a hacer con todo tu tiempo libre?

—Más bien qué
no
voy a hacer —dijo Denny—. Estoy puñeteramente seguro de que no voy a portarme mal.

Eso quería decir recoger piedras en vez de cascársela. Permanecer siempre tan ocupado, hambriento, cansado y pobre que no le quedara ninguna energía para buscar pornografía y darle al manubrio.

La noche después de ser desterrado, Denny se presentó en casa de mi madre con una piedra en los brazos y un policía detrás. Denny se secó la nariz con la mano.

El poli dijo:

—Perdone, ¿conoce a este hombre?

Luego el poli dijo:

—¿Victor? ¿Victor Mancini? Eh, Victor, ¿cómo te va? O sea, ¿cómo te va la vida? —Y levantó una mano con la palma lisa y enorme en dirección a mí.

Me imaginé que el poli quería que chocara los cinco con él, y lo hice, pero era tan alto que tuve que dar un saltito. Con todo, mi mano no acertó a darle a la suya. Luego le dije:

—Sí, es Denny. No pasa nada. Vive aquí.

El poli se dirigió a Denny y dijo:

—Fíjate: le salvo la vida a un tío y ni siquiera se acuerda de mí.

Claro.

—¡Aquella vez que estuve a punto de asfixiarme! —dije.

Y el poli dijo:

—¡Te acuerdas!

—Bueno —dije—, gracias por traer al bueno de Denny a casa sano y salvo. —Empujé a Denny adentro y me dispuse a cerrar la puerta.

Y el poli dijo:

—¿Va todo bien, Victor? ¿Necesitas algo?

Fui a la mesa del comedor y escribí un nombre en un trozo de papel. Se lo di al poli y le dije:

—¿Puedes conseguir que la vida de este tío sea un puto infierno? A lo mejor puedes mover unos cuantos hilos y conseguir que le hagan un registro de la cavidad rectal.

El nombre escrito en el papel era su alteza lord Charlie, el gobernador colonial.

¿Qué NO haría Jesucristo?

Y el poli sonrió y dijo:

—Veré lo que puedo hacer.

Y le cerré la puerta en las narices.

Ahora Denny deja la piedra en el suelo y me pregunta si me sobran un par de pavos. Ha encontrado un sillar de granito en una cantera. Es piedra de calidad para la construcción, tiene una buena fuerza de compresión y se vende por toneladas, pero Denny cree que puede conseguir esa roca por solo diez pavos.

—Una piedra es una piedra —dice—, pero una piedra cuadrada es una bendición.

La sala de estar parece haber quedado cegada por una avalancha. Primero las piedras rodeaban la parte inferior del sofá. Luego las mesillas quedaron enterradas y solamente las lamparillas sobresalían por encima de las piedras. Granito y arenisca. Piedras grises y azules y negras y marrones. En algunas habitaciones caminamos con la cabeza gacha para no dar con el techo.

Le pregunto qué quiere construir.

Y Denny dice:

—Dame los diez pavos —dice— y te dejaré ayudar.

—Toda esta estupidez de las piedras —le digo—, ¿Cuál es tu meta?

—No se trata de hacer nada —dice Denny—, es el hecho de hacer, ya sabes, el proceso.

—Pero ¿qué vas a hacer con todas estas piedras?

Y Denny dice:

—No lo sabré hasta que haya recogido bastantes.

—Pero ¿cuántas son bastantes? —le digo.

—No lo sé, tío —dice Denny—. Solamente quiero que mi vida sirva para algo.

Así como todos los días de tu vida, así como la vida puede desaparecer delante de la televisión, Denny dice que quiere poder mostrar una piedra por cada día. Algo tangible. Una sola cosa. Un pequeño monumento que señale el final de cada día. De cada día que no pase cascándosela.

«Lápida» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

—De esa forma, así tal vez mi vida tenga un sentido —dice—. Algo que pueda durar.

Le digo que tendría que haber un programa de doce pasos para adictos a las piedras.

Y Denny dice:

—¿Y de qué iba a servir? —dice—, ¿Cuándo fue la última vez que pensaste en tu cuarto paso?

30

La mamaíta y el capullín del niño estúpido pararon una vez en un zoo. Era un zoo tan famoso que estaba rodeado de acres enteros de aparcamientos. Era una ciudad a la que se podía llegar en coche, y había una fila de niños y madres esperando para entrar con su dinero.

Aquello fue después de la falsa alarma en la comisaría, cuando los detectives dejaron que el niño fuera solo al lavabo y resultó que la mamaíta había aparcado en la acera y le dijo:

—¿Quieres ayudarme a liberar a los animales?

Era la cuarta o quinta vez que regresaba a buscarlo.

Fue el episodio que los tribunales llamarían más tarde «malos tratos recalcitrantes a la propiedad municipal».

Aquel día, la cara de la mamaíta era idéntica a la de esos perros a los que el rabillo de los ojos se les cae hacia abajo y el exceso de piel hace que sus miradas parezcan soñolientas.

—Un puto san bernardo —dijo mirándose en el retrovisor.

Tenía una camiseta blanca que había empezado a llevar en algún momento y que decía
Camorrista.
Era nueva, pero ya tenía un poco de sangre de la nariz en la manga.

El resto de madres y niños hablaban entre ellos.

La cola era muy, pero que muy larga. No había ningún policía a la vista.

Mientras esperaban, la mamaíta le dijo que si alguna vez quería ser la primera persona en subir a un avión o si quería viajar con su mascota, podía hacer ambas cosas con facilidad. Las compañías aéreas tienen que permitir a las personas desequilibradas llevar sus animales en el regazo. Lo dice el gobierno.

Más información importante para la vida.

Mientras esperaban en la cola, ella le dio unos cuantos sobres y etiquetas con direcciones para pegar. Luego le dio unos cupones y cartas para doblar y meter dentro.

—Puedes llamar a la gente de las compañías aéreas —le dijo— y decirles que tienes que llevar a tu «animal tranquilizador».

Así es como las líneas aéreas los llaman, de verdad. Puede ser un perro, un mono o un conejo, pero nunca un gato. El gobierno no considera que un gato pueda tranquilizar a nadie.

La compañía aérea no puede pedirte que demuestres que estás loco, dijo la mamaíta. Sería discriminación. No se puede pedir a un ciego que demuestre que es ciego.

—Cuando estás loco —dijo ella— tu aspecto o tu comportamiento no son culpa tuya.

Los cupones decían: «Vale por una comida gratis en el Clover Inn».

Ella le dijo que los locos y los inválidos pueden elegir asiento en los aviones, así que tú y tu mono podéis ir delante del todo sin importar cuánta gente llegue antes que vosotros. Torció la boca a un lado y esnifó con fuerza por el orificio nasal de ese lado, luego la torció al otro lado y volvió a esnifar. Siempre tenía una mano en la nariz y se la estaba tocando y frotando. Se pellizcó la punta. Olisqueó por debajo de sus uñas postizas nuevas. Miró al cielo y se sorbió una gota de sangre de vuelta al interior de la nariz. Los locos, dijo, tienen todo el poder.

Le dio sellos para lamer y pegar en los sobres.

La cola se iba moviendo poco a poco y en la ventanilla la mamaíta dijo:

—¿Me podría dar un pañuelo de papel, por favor? —Dejó los sobres con los sellos en la ventanilla y dijo—: ¿Le importaría echarnos esto al buzón?

Dentro del zoo habían animales detrás de barrotes, detrás de plástico de seguridad, al otro lado de anchas zanjas llenas de agua, y todos ellos se dedicaban básicamente a despatarrarse en el suelo y sacudirse la entrepierna.

—Por el amor de Dios —dijo la mamaíta muy alto—. Le das a un animal salvaje un sitio seguro donde vivir, le das un montón de comida sana —dijo—, y así es como te lo agradece.

Las otras madres se inclinaron para hablar con sus niños, luego se alejaron para ir a ver otros animales.

Delante de ellos los monos se la sacudían y lanzaban chorros de porquería blanca. La porquería se escurría por el interior de las ventanas de plástico. Ya había restos de porquería blanca antigua, adherida a las ventanas y tan seca que ya casi era transparente.

—Eliminas su lucha por la supervivencia y esto es lo que obtienes a cambio —dijo la mamaíta.

¿Sabes cómo se alivian los puercoespines? Se follan un palo de madera. Igual las brujas cabalgan en escobas, los puercoespines se frotan con un palo hasta dejarlo pringoso y pegajoso con su orina y con los jugos de sus glándulas. Cuando ya apesta lo suficiente, nunca lo abandonan por otro palo.

Sin dejar de mirar cómo el puercoespín se lo montaba con su palo, la mamaíta dijo:

—Qué metáfora tan sutil.

El niño se imaginó que soltaban a todos los animales. Se imaginó a los tigres y los pingüinos peleándose. A los leopardos y los rinocerontes mordiéndose entre sí. Al cabroncete le ponía la idea.

—Lo único que nos separa de los animales —dijo ella— es que nosotros tenemos pornografía. —Y le contó que se trataba de más símbolos. No estaba segura de si aquello nos hacía mejores o peores que los animales.

Los elefantes, dijo la mamaíta, pueden usar la trompa.

Los monos araña pueden usar la cola.

El niño tenía ganas de ver cómo algo peligroso se salía de madre.

—La masturbación —dijo la mamaíta— es su única vía de escape.

Hasta llegar nosotros, pensó el niño.

Aquellos animales tristes y extasiados, todos aquellos osos, gorilas y nutrias bizqueando y encogidos sobre sí mismos, con los ojos vidriosos casi cerrados, casi sin respirar. Tenían las patitas cansadas y pringosas. Los ojos llenos de legañas.

Los delfines y las ballenas se frotan contra las paredes lisas de sus piscinas, dijo la mamaíta.

Los ciervos se frotan la cornamenta en la hierba, le dijo, hasta que tienen un orgasmo.

Justo enfrente de ellos, un oso malayo eyaculó su carga diminuta sobre las piedras. Luego se echó hacia atrás despatarrado con los ojos cerrados. Su charquito se quedó secándose al sol.

El niño preguntó en voz baja si aquello era triste.

—Peor aún —dijo la mamaíta.

Le habló de una famosa ballena asesina que salía en una película y a la que luego trasladaron a un acuario nuevo y lujoso, pero no paraba de ensuciar su piscina. Sus cuidadores estaban avergonzados. Aquello había durado tanto tiempo que ahora estaban intentando dejarla en libertad.

—Se ganó la libertad a base de masturbarse —dijo la mamaíta—, A Michel Foucault le habría encantado.

Le contó que cuando un perro chico y un perro chica copulan, el glande del chico se infla y los músculos vaginales de la chica se contraen. Incluso acabado el sexo, los dos perros permanecen entrelazados, impotentes y tristes durante un periodo breve de tiempo.

La mamaíta dijo que aquella misma situación describía a la mayor parte de los matrimonios.

Para entonces, las últimas madres que quedaban se habían llevado a sus hijos. Cuando los dos se quedaron solos, el niño preguntó en voz baja cómo podían conseguir las llaves para soltar a todos los animales.

Y la mamaíta dijo:

—Las tengo aquí.

Enfrente de la jaula de los monos, la mamaíta rebuscó en su bolso y sacó un montón de pastillas, unas pastillitas redondas de color púrpura. Las echó entre los barrotes y las pastillas salieron rodando y se desperdigaron. Algunos monos fueron a mirar de qué se trataba.

Durante un momento de terror, sin bajar la voz, el niño dijo:

—¿Es veneno?

Y la mamaíta se rió:

—Menuda
idea —dijo—. No, cariño. No queremos liberar
demasiado
a los monitos.

Los monos se estaban agolpando y comiéndose las pastillas.

Y la mamaíta dijo:

—Relájate, chaval. —Hurgó en su bolso y sacó el tubito blanco, el tricloroetano—. ¿Esto? —dijo ella, y le puso una de las pastillas púrpura en la lengua—. Esto es LSD del de toda la vida.

Luego se metió el tubo de tricloroetano por un orificio nasal. O a lo mejor no lo hizo. A lo mejor no fue de este modo en absoluto.

31

Denny ya está sentado en primera fila a oscuras, dibujando en el bloc amarillo que tiene sobre el regazo, con tres botellas de cerveza vacías y una a medias en la mesa a su lado. No levanta la vista para mirar a la bailarina, una morena con el pelo liso y negro que está a cuatro patas. Sacude la cabeza a un lado y a otro para azotar el escenario con el pelo y su pelo parece púrpura bajo la luz roja. Con las manos se aparta el pelo de la cara y gatea hasta el borde del escenario.

La música es tecno de baile muy alto mezclado con sampleados de perros ladrando, alarmas de coches y mítines de Hitler a las juventudes nazis. Se oyen ruidos de cristales rotos y tiroteos. Se oyen mujeres gritando y sirenas de bomberos en la música.

—Eh, Picasso —dice la bailarina, y menea el pie delante de Denny.

Sin levantar la vista del bloc, Denny se saca un dólar del bolsillo de los pantalones y se lo pone a la bailarina entre los dedos del pie. En la silla junto a la suya hay otra piedra envuelta en la manta rosa.

En serio, el mundo se ha vuelto loco si bailamos al son de alarmas de incendios. Las alarmas de incendios ya no indican incendios.

Si hubiera un incendio de verdad, se limitarían a hacer que alguien con voz agradable anunciara: «Camioneta Buick con matrícula BRK 773, tiene las luces encendidas». En caso de un ataque nuclear real, se limitarían a gritar: «Llamada telefónica en el bar para Austin Letterman. Llamada para Austin Letterman».

El mundo no se va a terminar con una explosión ni con un gemido, sino con un anuncio discreto y de buen gusto por megafonía: «Bill Rivervale, llamada en espera en la línea dos». Luego, la nada.

Con una mano, la bailarina se coge el dinero de Denny de entre los dedos del pie. Se tumba boca abajo, con los codos apoyados en el borde del escenario, apretando los pechos juntos, y dice:

—A ver cómo te sale.

Denny traza un par de líneas rápidas y gira el bloc para que ella lo vea.

Ella dice:

—¿Se supone que esa soy yo?

—No —dice Denny, y gira otra vez el bloc para examinarlo—. Se supone que es una columna de orden compuesto como las que hacían los romanos —dice, y señala algo con el dedo manchado de carbonilla—. Fíjate en que los romanos combinaban las volutas del orden jónico con las hojas de acanto del orden corintio, pero mantenían las proporciones intactas.

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