Authors: Chuck Palahnouk
Una voz de fondo dice:
—¿Paige?
Una voz de hombre.
—Escuche —dice ella—. Ha llegado mi marido, así que, ¿podría Victor Mancini pasar a verme, por favor, lo antes posible a Saint Anthony?
La voz del hombre dice:
—¿Paige? ¿Qué estás haciendo? ¿Y por qué hablas en voz baja...?
La comunicación se corta.
Así pues, el sábado toca visitar a mi madre.
En el vestíbulo de Saint Anthony, le digo a la chica del mostrador de entrada que soy Victor Mancini y que he venido a ver a mi madre, Ida Mancini.
Le digo:
—A menos, claro, que se haya muerto.
La chica del mostrador de entrada me mira de esa forma, bajando la barbilla y mirándome como si lo sintiera mucho, pero mucho, por mí. Se trata de inclinar la cabeza de forma que tengas que mirar hacia arriba para ver a la persona que tienes delante. Esa mirada de sumisión. Acercando las cejas al cuero cabelludo cuando miras hacia arriba. Esa mirada de compasión infinita. Frunce la boca hacia abajo con la cara ceñuda y sabrás exactamente cómo me está mirando la chica del mostrador de entrada.
Y luego dice:
—Por supuesto que su madre sigue con nosotros.
Y yo digo:
—No me entienda mal, pero en cierta manera desearía que no fuera así.
Su cara se olvida durante un segundo de cuánto lo siente y sus labios se retraen para mostrar los dientes. La forma de hacer que la mayor parte de las mujeres dejen de mirarte a los ojos es pasarte la lengua por los labios. Si no apartan la mirada, va en serio, bingo.
Vaya al fondo, me dice, la señora Mancini sigue en el primer piso.
Es señorita, le digo. Mi madre no está casada, a menos que piense en mí de esa repulsiva forma edípica.
Le pregunto si está Paige Marshall.
—Por supuesto que está —dice la chica del mostrador de entrada, ahora con la cara ligeramente apartada, mirándome con el rabillo del ojo. La mirada de desconfianza.
Al otro lado de las puertas de seguridad, todas las viejas Irmas y Lavernes locas, todas las Violets y Olives inician su lenta migración de andadores y sillas de ruedas hacia mí. Todas las exhibicionistas crónicas, todas las abuelitas abandonadas y las ardillas con los bolsillos llenos de comida masticada, las que se han olvidado de cómo tragar y tienen los pulmones llenos de comida y bebida.
Todas sonriéndome. Mirando. Todas llevando esas pulseras de plástico que mantienen las puertas cerradas, pero a pesar de todo, si hay que juzgar por su aspecto, están mejor que yo.
En la sala de estar común, el olor a rosas, limones y pino. El mundo pequeño y ruidoso que suplica atención desde dentro de la televisión. Los puzzles desperdigados. Nadie ha trasladado todavía a mi madre a la tercera planta, la planta de la muerte, y en su habitación me encuentro a Paige Marshall sentada en una silla abatible de tweed, leyendo con las gafas puestas las hojas que lleva en el sujetapapeles. Cuando me ve, me dice:
—Mírese —dice—. Su madre no es la única que necesita una sonda de estómago.
Le digo que ya he entendido el mensaje.
Mi madre sí que está. Está en la cama. Durmiendo. Su estómago es un montículo inflado debajo de las sábanas. Los huesos son lo único que le queda en los brazos y las piernas. Tiene la cabeza hundida en la almohada y los ojos cerrados con fuerza. Las comisuras de la boca se le hinchan cuando aprieta los dientes durante un instante y frunce la cara entera para tragar saliva.
Se le abren los ojos y extiende los dedos de color gris verdoso hacia mí con un movimiento extraño, como si estuviera bajo el agua, una especie de brazada de natación a cámara lenta, temblando igual que tiembla la luz en el fondo de una piscina cuando eres pequeño y te quedas a pasar la noche en un motel de carretera. Con la pulsera de plástico colgando de la muñeca, me dice:
—Fred.
Traga saliva una vez más, con la cara entera contraída por el esfuerzo, y dice:
—Fred Hastings.
Su mirada se desvía a un lado y sonríe en dirección a Paige:
—Tammy —dice—, Fred y Tammy Hastings.
Su antiguo abogado defensor y esposa.
Me he dejado en casa mis apuntes para ser Fred Hastings. No me acuerdo de si tengo un Ford o un Dodge. De cuántos niños se supone que tengo. Ni de qué color pintamos finalmente el comedor. No me acuerdo de un solo detalle acerca de cómo se supone que vivo la vida.
Me acerco a Paige, que sigue sentada en la silla abatible, le pongo una mano en el hombro de la bata y le digo a mi madre:
—¿Cómo se siente, señora Mancini?
Mi madre levanta su mano espantosa de color gris verdoso y la balancea de un lado a otro, lo cual en el lenguaje internacional de signos quiere decir «Así, así». Luego cierra los ojos, sonríe y dice:
—Confiaba en que fueras Victor.
Paige se quita de encima mi mano con un movimiento del hombro.
Y yo le digo:
—Pensaba que te caía mejor.
Digo:
—Victor no le cae muy bien a nadie.
Mi madre extiende los dedos hacia Paige y dice:
—¿Lo ama usted?
Paige me mira.
—A Fred —dice mi madre—. ¿Lo ama usted?
Paige empieza a hacer clic a toda velocidad con el botón del bolígrafo. Sin mirarme, mirando el sujetapapeles que tiene en el regazo, dice:
—Sí, lo amo.
Mi madre sonríe. Y extendiendo los dedos hacia mí, me dice:
—¿Y usted la ama a ella?
Tal vez de la misma forma que un puercoespín piensa en su palo apestoso, si es que eso se puede llamar amor.
Tal vez de la forma en que un delfín ama las paredes lisas de su piscina.
Y digo:
—Supongo que sí.
Mi madre hunde la barbilla en el cuello en ángulo oblicuo, mirándome de arriba a abajo, y dice:
—Fred.
Y yo digo:
—Vale, sí —le digo—. La amo.
Ella deja que sus dedos espantosos de color gris verdoso descansen sobre el montículo de su vientre y dice:
—Ustedes son dos personas afortunadas. —Cierra los ojos y dice—: A Victor no se le da muy bien querer a la gente.
Y dice:
—Lo que más miedo me da es que cuando yo me vaya no quedará nadie en el mundo que quiera a Victor.
Estos putos vejestorios. Estas ruinas humanas.
El amor es una chorrada. Las emociones son una chorrada. Soy una piedra. Un gilipollas. Soy un cabrón sin sentimientos y estoy orgulloso de serlo.
¿Qué NO haría Jesucristo?
Si se plantea la opción entre que no te quiera nadie o bien ser vulnerable, sensible y emocional, entonces quedaos vuestro amor.
No sé si lo que acabo de decir acerca de que amo a Paige es mentira o es un juramento. Pero es un truco. No son más que más vulgares chorradas. El alma humana no existe y estoy absolutamente convencido de que no voy a llorar.
Los ojos de mi madre permanecen cerrados y su pecho se infla y se desinfla en ciclos largos y profundos.
Inspire. Espire. Imagine un peso encima de su cuerpo, hundiendo cada vez más su cabeza y sus brazos.
Y está dormida.
Paige se levanta de la silla abatible y dice:
—¿Quiere ir a la capilla?
La verdad, no estoy de humor.
—Para hablar —dice.
Le digo que vale. Camino a su lado y le digo:
—Gracias por lo que ha hecho. Por mentir.
Y Paige dice:
—¿Quién dice que estaba mintiendo?
¿Quiere eso decir que me quiere? Es imposible.
—Vale —dice—, A lo mejor dije una mentirijilla. Pero me gusta. Un poco.
Inspire. Espire.
Una vez en la capilla, Paige cierra la puerta detrás de nosotros y dice:
—Toque. —Lleva mi mano a su vientre plano y dice—: Me he tomado la temperatura. Y tengo un retraso.
Con la carga acumulándose ya en alguna parte de mis tripas, le digo:
—¿Sí? —digo—. Bueno, a lo mejor me adelanto a usted.
Tanya y sus bolas de goma.
Paige se gira, se aleja de mí lentamente y sin mirarme me dice:
—No sé cómo hablarle de esto.
El sol a través de las vidrieras, toda una pared desplegando un centenar de matices del dorado. La cruz de madera dorada. Símbolos. El altar y la barandilla de la comunión, todo está aquí. Paige va a sentarse en uno de los bancos y suspira. Con una mano sujeta la parte superior del sujetapapeles y con la otra mano levanta algunas hojas de papel revelando algo rojo que hay debajo.
El diario de mi madre.
Me da el diario y dice:
—Puede comprobar los hechos por usted mismo. Le recomiendo que lo haga. Aunque sea para quedarse en paz.
Cojo el libro, sigue siendo un galimatías. Bueno, un galimatías italiano.
Y Paige dice:
—Lo único bueno es que no hay garantía absoluta de que el material genético que usaron perteneciera a la figura histórica auténtica.
Todo lo demás cuadra, dice. Las fechas, las clínicas, los especialistas. Incluso la gente de la Iglesia con quienes he hablado han insistido en que el material robado, el tejido que la clínica cultivó, era el único prepucio autentificado. Dice que este asunto ha destapado la caja de los truenos política en Roma.
—La única otra cosa buena —dice—, es que no le he dicho a nadie quién es usted.
Jesucristo, digo yo.
—No, me refiero a quién es usted
ahora
—dice.
Me siento como si me estuvieran notificando los resultados adversos de una biopsia. Ella señala con la cabeza el diario que tengo en la mano y dice:
—A menos que quiera arruinar su vida, le recomiendo que queme eso.
Le pregunto cómo nos afecta todo esto a ella y a mí.
—No tenemos que volver a vernos —dice ella—, si se refiere a eso.
Le pregunto si se cree de verdad todas esas memeces.
Y Paige dice:
—Lo he visto a usted con las pacientes de aquí, he visto la forma en que alcanzan la paz después de hablar con usted. —Sentada ahí, se inclina hacia delante con los codos apoyados en las rodillas y la barbilla en la mano y dice—: Simplemente no puedo aceptar la posibilidad de que su madre tenga razón. No puede ser que todo el mundo con quien hablé en Italia sufra alucinaciones. O sea, ¿qué pasaría si usted fuera el hermoso y divino hijo de Dios?
La bendita y perfecta manifestación mortal de Dios.
Me sube un eructo del bloqueo intestinal y noto un sabor ácido en la boca.
«Náuseas matinales» no es la expresión correcta, pero es la primera expresión que viene a la mente.
—¿Lo que trata de decirme es que usted solamente se acuesta con mortales? —le digo.
Paige se inclina hacia delante y me dirige esa mirada de compasión, la que la chica del mostrador de entrada sabe hacer tan bien hundiendo la barbilla en el pecho y acercando las cejas al cuero cabelludo, y dice:
—Siento haberme inmiscuido. Le prometo que no se lo diré a nadie.
¿Y qué pasa con mi madre?
Paige suspira y se encoge de hombros.
—Eso es fácil. Delira. Nadie la creería.
No, quiero decir que si se va a morir pronto.
—Probablemente —dice Paige—, A menos que haya un milagro.
Ursula se detiene para recobrar el aliento y me mira. Sacude los dedos de una mano, se oprime la muñeca con la otra mano y dice:
—Si fueras una mantequera, ya hace media hora que tendríamos mantequilla.
Le digo que lo siento.
Ella se escupe en la mano, la cierra en torno a mi rabo y dice:
—Esto no es propio de ti.
Ya ni siquiera pretendo saber cómo soy.
Hoy es otro día tranquilo de 1734, así que nos hemos tumbado en un montón de heno en el establo. Yo con los brazos cruzados detrás de la cabeza y Ursula acurrucada encima de mí. No nos movemos mucho para que el heno no nos pinche a través de la ropa. Los dos miramos hacia el techo, hacia las vigas de madera y la parte inferior entretejida del techo de paja. Las arañas cuelgan de los filamentos de sus telas.
Ursula empieza a machacármela y dice:
—¿Has visto a Denny en la televisión?
¿Cuándo?
—Anoche.
¿Por qué?
Ursula niega con la cabeza.
—Por construir algo. La gente se ha quejado. La gente cree que es una especie de iglesia y él no quiere decir de qué clase.
Es patético que no podamos vivir con las cosas que no entendemos. Que necesitemos que todo esté etiquetado y explicado y deconstruido. Aunque sea del todo inexplicable. Aunque sea Dios.
«Desactivado» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.
Le digo que no es una iglesia. Me echo el fular hacia atrás por encima del hombro y me saco la parte delantera de la camisa de las calzas.
Y Ursula dice:
—En la tele creen que es una iglesia.
Con las yemas de los dedos de la mano me aprieto en torno al ombligo, el umbilicus, pero la palpación digital no ofrece conclusiones seguras. Doy unos golpecitos y escucho en busca de cambios en el ruido que pueden indicar una masa sólida, pero la percusión es un método poco concluyente.
Al enorme músculo que hace de trampilla y mantiene la mierda en tu interior los médicos lo denominan
balda rectal,
y si metes algo más grande que esa balda está claro que no saldrá sin un montón de ayuda. En las salas de urgencias de los hospitales a esa clase de ayuda la llaman
manejo de cuerpos extraños colorrectales.
A Ursula le pregunto si puede ponerme la oreja sobre el vientre desnudo y decirme si oye algo.
—Denny nunca ha estado muy bien de la azotea —dice, y se inclina para apoyar la oreja caliente en mi ombligo. Mi centro. Mi umbilicus, como lo llaman los médicos.
Un paciente típico con problemas de cuerpos extraños colorrectales es un varón de entre cuarenta y cincuenta años. El cuerpo extraño es casi siempre lo que los médicos llaman
autoadministrado.
Y Ursula dice:
—¿Qué tengo que oír?
Ruidos intestinales positivos.
—Gorgoteos, ruidos de tripas, ronroneos, lo que sea —le digo. Cualquier cosa que indique que en algún momento voy a tener un movimiento de tripas y que la deposición no se está acumulando detrás de alguna obstrucción.
Como entidad clínica, la incidencia de cuerpos extraños colorrectales aumenta cada año de forma dramática. Hay informes de cuerpos extraños que han permanecido en el mismo lugar durante años sin perforar el intestino ni causar complicaciones de salud importantes. Aunque Ursula oyera algo, no sería una prueba concluyente. En realidad harían falta un roentgenograma y una proctosigmoidoscopia.