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Authors: Chuck Palahnouk

Asfixia (27 page)

—En serio —me dice.

Noto un sabor extraño en la boca y le miro fijamente los labios. Sus labios y mi rabo son del mismo color morado. Le digo:

—Tú no haces esas cosas, ¿verdad?

El pomo de la puerta traquetea y los dos echamos un vistazo rápido para asegurarnos de que está pasado el pestillo.

Esta es esa primera vez a la que toda adicción se retrotrae. Esa primera vez de la cual no está a la altura ninguna vez posterior.

No hay nada peor que cuando un niño abre la puerta. La siguiente cosa peor es cuando un hombre abre la puerta y no entiende qué está pasando. Aunque todavía no estés con nadie, cuando un niño abre la puerta lo que tienes que hacer es cerrar deprisa las piernas. Fingir que es un accidente. Un adulto cerrará de un portazo y a lo mejor grita:

—La próxima vez pasa el pestillo, imbécil.

Pero él es el único que se ruboriza.

Después de eso, dice Tracy, lo peor es ser una de esas mujeres que el
Kama Sutra
llama mujeres elefante. Sobre todo si estás con lo que se llama un hombre liebre.

El rollo de los animales se refiere al tamaño de los genitales.

Luego dice:

—No quería que pareciera una indirecta.

Si la persona incorrecta abre la puerta, vas a aparecer en sus pesadillas durante una semana.

Tu mejor defensa es que, a menos que te encuentres con alguien dispuesto, no importa quién abra la puerta y te vea allí sentado, siempre dan por hecho que el error es de ellos. Que es culpa suya.

Yo siempre lo di por hecho. Siempre abría la puerta y me encontraba hombres o mujeres montados en el retrete de los trenes, en los autobuses Greyhound o en esos lavabos de restaurante con una sola taza donde tienes que elegir tu género. Abría la puerta y me encontraba a una extraña sentada, una rubia todo ojos azules y dientes con un anillo en el ombligo y zapatos de tacón alto, con el tanga bajado a la altura de las rodillas y el resto de la ropa y el sujetador doblado en la pequeña encimera del lavabo. Cada vez que esto me pasaba yo me preguntaba,
¿por qué coño la gente no se molesta en pasar el pestillo?

Como si aquello pasara por accidente.

En el circuito nunca pasa nada por accidente.

Puede pasar que en el tren yendo del trabajo a casa abras la puerta de un lavabo y te encuentres a una morena con el pelo recogido y solamente unos pendientes largos temblando junto a su cuello liso y blanco, y que esté sentada dentro con la ropa de la cintura para abajo en el suelo. La blusa abierta sin nada debajo más que las manos sujetando los pechos. Las uñas de las manos, los labios y los pezones del mismo tono entre marrón y rojo. Las piernas tan blancas como el cuello y lisas como un coche que podrías conducir a doscientos cincuenta por hora, y su pelo igual de moreno en todas partes. Y ella se lame los labios.

Cierras de un portazo y dices:

—Lo siento.

Y del interior sale una voz que dice:

—No lo sientas.

Y ella continúa sin pasar el pestillo. El letrerito sigue diciendo: «Libre».

Pues sucedió que yo solía volar de vuelta de la Costa Este a Los Ángeles cuando todavía estaba en la facultad de medicina de la USC. Durante las vacaciones del curso escolar. Seis veces seguidas abrí la puerta y las seis veces me encuentro a la misma pelirroja haciendo yoga y desnuda de cintura para abajo, sentada en el retrete con las piernas delgadas cruzadas, limándose las uñas con la lija de una caja de cerillas, como si estuviera intentando encenderse a sí misma, vestida únicamente con una blusa de seda anudada por encima de los pechos, y las seis veces ella se mira el cuerpo rosáceo y pecoso rodeado por la alfombra del mismo color naranja que la ropa de los trabajadores de carreteras, luego levanta la vista hacia mí con unos ojos del mismo tono de gris que la hojalata y siempre me dice lo mismo:

—Si no le importa —dice—, está ocupado.

Y las seis veces le cierro la puerta en las narices.

Lo único que se me ocurre decir es:

—¿Es que no habla inglés?

Seis veces.

Todo esto no dura más que un momento. No hay tiempo para pensar.

Pero cada vez pasa más a menudo.

En algún otro viaje, tal vez yendo a altitud de crucero entre Los Ángeles y Seattle, abres la puerta y te encuentras a un surfista rubio con las dos manos bronceadas agarrándose el enorme rabo morado entre las piernas. Y entonces el señor Chachi se sacude el pelo greñudo de delante de la cara, se señala el rabo, que está todo mojado y constreñido dentro de un condón reluciente, te señala a ti con el miembro y dice:

—Eh, tío, cierra de una vez...

Llega un punto en que cada vez que vas al lavabo el letrerito dice que está vacío, pero siempre hay alguien.

Otra mujer, con dos nudillos metidos y el resto de la mano desapareciendo en su interior.

Un hombre distinto con sus diez centímetros bailando entre el índice y el pulgar, preparado para expulsar a los soldaditos blancos.

Uno empieza a preguntarse qué quieren decir con lo de
libre.

Incluso en el lavabo vacío notas el olor a espuma espermicida. Las toallas de papel siempre están gastadas. Te encuentras la huella de un pie descalzo en el espejo del baño, a un metro ochenta de altura, en la parte superior del espejo, la huella pequeña y arqueada del pie de una mujer, las cinco manchitas redondas dejadas por los dedos, y te preguntas:
¿qué ha pasado aquí?

Como en los anuncios públicos codificados, el vals
El Danubio azul o
la enfermera Flamingo, uno se pregunta:
¿Qué está sucediendo?

Uno ve una mancha de pintalabios en la pared, casi a la altura del suelo, y únicamente puede imaginarse lo que ha estado sucediendo. Ves las hileras blancas del momento final de alivio en que el rabo de alguien ha lanzado sus soldaditos blancos contra las paredes de plástico.

En algunos vuelos las paredes todavía están húmedas y el espejo empañado. La alfombra pegajosa. El lavabo está atascado y el agujero del desagüe taponado con pelos púbicos de todos los colores. En la encimera, al lado del lavabo, queda la huella perfectamente redonda del diafragma que alguien ha dejado allí, trazada con gelatina anticonceptiva y secreciones vaginales. En algunos vuelos hay huellas perfectamente redondas de dos o tres tamaños distintos.

Esta es la versión doméstica de los vuelos más largos, los vuelos transpacíficos o los que sobrevuelan el polo. Los vuelos de diez a dieciséis horas. Los vuelos directos de Los Ángeles a París. O de cualquier parte a Sydney.

En mi séptimo viaje a Los Ángeles, la yogui pelirroja recoge su falda del suelo y sale corriendo detrás de mí. Todavía abrochándose la cremallera de atrás, me sigue hasta mi asiento, se sienta a mi lado y me dice:

—Si lo que se proponía era herir mis sentimientos, podría usted dar lecciones.

Tiene un peinado reluciente como los de las telenovelas. Ahora tiene la blusa abrochada con un lazo enorme y desmadejado en la parte de delante, sujeto con un broche de joyería.

Yo vuelvo a decir:

—Lo siento.

Vamos hacia el oeste, estamos en algún lugar al norte— noroeste por encima de Atlanta.

—Escuche —dice—, trabajo demasiado duro para que me traten así, ¿me oye?

Yo digo:

—Lo siento.

—Viajo durante tres semanas de cada mes —dice—. Estoy pagando una casa que no veo nunca... Las colonias de fútbol para mis niños... Solamente el precio de la residencia donde tengo a mi padre es increíble. ¿No me merezco algo? No soy fea. Lo menos que puede hacer usted es no cerrarme la puerta en las narices.

En serio, eso es lo que ella dice.

Ella inclina la cabeza y la interpone entre mi cuerpo y la revista que estoy fingiendo leer.

—No finja que no lo sabe —dice ella—. El sexo no es ningún secreto.

Y yo digo:

—¿El sexo?

Y ella se tapa la boca con la mano y se reclina en su asiento.

Ella dice:

—Oh, cielos, lo siento mucho. Creí... —Y extiende la mano para pulsar el botón rojo que llama a la azafata.

Una azafata pasa a nuestro lado y la pelirroja le pide dos bourbons dobles.

Yo le digo:

—Espero que tenga intención de beberse los dos.

Y ella dice:

—En realidad son los dos para usted.

Aquella fue mi primera vez. Esa primera vez de la que nunca están a la altura todas las veces posteriores.

—No nos peleemos —me dice, y me ofrece su mano blanca y fresca—. Soy Tracy.

Un sitio más apropiado para que esto sucediera sería el Lockheed TriStar 500 con su complejo de cinco baños enormes aislados al fondo de la cabina de clase turista. Espaciosos. Insonorizados. A espaldas de todo el mundo, donde nadie puede ver quién va y quién viene.

En comparación, hay que preguntarse qué clase de animal diseñó el Boeing 747-400, donde parece que todas las puertas de los baños dan a los asientos. Para conseguir cierta discreción hay que ir hasta los baños del fondo de la cabina de clase turista. Olvídate del lavabo lateral que hay en
business class,
a menos que quieras que todo el mundo sepa lo que estás haciendo.

Es simple.

Si eres un tío, lo que haces es sentarte en el baño con tu tío Charlie fuera, ya sabes, el gran panda rojo, y lo hinchas para que llame la atención, ya sabes, lo pones en posición de firmes, luego solamente hay que sentarse en el cuartito de plástico y esperar que haya suerte.

Piensa que es como ir a pescar.

Si eres católico, es la misma sensación que sentarse en un confesionario. La espera, el alivio, la redención.

Piensa en ello como en pescar y dejar escapar a la presa. Lo que la gente llama «pesca deportiva».

La otra forma de hacerlo es dejar la puerta abierta hasta que encuentras a alguien que te gusta. Es lo mismo que aquel viejo concurso en que eligieras la puerta que eligieras, aquel era el premio que te llevabas a casa. Es lo mismo que aquella fábula oriental de la dama y el tigre.

Detrás de algunas puertas hay mujeres elegantes venidas de primera clase para visitar los barrios bajos, un pequeño cambio de cabina en busca de tipos rudos. Y menos probabilidades de encontrar a alguien conocido. Detrás de otras puertas te encuentras a tipos maduros con la corbata marrón echada por encima del hombro, las rodillas peludas abiertas hasta tocar las paredes, acariciando su serpiente muerta de cuero y diciendo:

—Lo siento, amigo, no es nada personal.

En esos momentos te sientes demasiado revuelto incluso para decir:

—Estás de broma.

O:

—En tus sueños, amigo.

Con todo, la tasa de éxito es lo bastante alta como que uno siga probando suerte.

El espacio diminuto, el retrete y doscientos extraños a pocos centímetros de distancia, todo resulta rematadamente excitante. Con la falta de sitio para moverse, va bien tener articulaciones dobles. Usa la imaginación. Un poco de creatividad y unos cuantos ejercicios de estiramiento y pronto puedes estar llamando a las puertas del cielo. Te asombraría lo rápido que pasa el tiempo.

La mitad de la excitación la proporciona el desafío. El peligro y el riesgo.

No es la Conquista del Oeste Americano ni la carrera al Polo Sur ni el primer hombre que pisa la Luna.

Es una clase distinta de exploración espacial.

Estás descubriendo una clase distinta de páramo. Tu enorme paisaje interior.

Es la última frontera a conquistar, gente nueva, extraños, la selva de sus brazos y piernas, de su pelo y su piel, los olores y los gemidos de todo el mundo que no te has tirado. Esos grandes desconocidos. Los últimos bosques a arrasar. Aquí está todo lo que solamente habías imaginado.

Eres Cristóbal Colón sobrevolando el horizonte.

Eres el primer troglodita que se arriesga a comerse una ostra. Tal vez esta ostra en concreto no sea nueva, pero sí lo es para ti.

Suspendido en medio de la nada, a medio camino en el trayecto de catorce horas entre Heathrow y Johannesburgo, uno puede vivir diez aventuras reales. Doce si la peli es mala. Más si el vuelo va lleno, menos si hay turbulencias. Más si no te importa que sea la boca de un tío la que haga el trabajo, menos si regresas a tu asiento cuando sirven la comida.

Lo que no es tan divertido de esa primera vez es que cuando estoy borracho y estoy siendo follado por la pelirroja, por Tracy, sucede que damos con una bolsa de aire. Agarrado al retrete, yo desciendo junto con el avión, pero ella sale despedida hacia arriba, el champán sale de mí con el condón todavía dentro de ella y el cabello de ella golpea el techo de plástico. Yo me corro en ese mismo instante y mi semen queda flotando en el aire: una legión de soldaditos blancos en animación suspendida a medio camino entre ella, que está pegada al techo, y yo, que sigo en la taza. Luego, plaf, nos volvemos a juntar, ella, el condón, mi semen y yo, y todo me cae otra vez encima, el semen ensamblado en forma de collar de cuentas y los cincuenta y pico kilos que pesa ella.

Después de unos buenos tiempos como aquellos, es una maravilla que no tenga que llevar braguero.

Y Tracy se ríe y dice:

—¡Me encanta cuando pasa esto!

Después ya solamente hay turbulencias normales que me mandan su pelo a la cara y sus pezones a la boca. Que hacen rebotar las perlas de su collar. La cadena de oro en torno a mi cuello. Que hacen que mis pelotas salten dentro del escroto extendido sobre la taza vacía.

De vez en cuando uno aprende trucos para hacerlo mejor. Aquellos viejos súper Caravelles franceses, por ejemplo, los de las ventanillas triangulares y las cortinas de verdad, no tienen baño de primera clase, sino solo dos al fondo de clase turista, así que es mejor no intentar nada sofisticado. La postura básica tántrica funciona bien. Los dos de pie uno mirando al otro, la mujer levanta una pierna a la altura de tu muslo. Luego seguís igual que en «partir la caña» o la postura clásica de flanco. Escribe tu propio
Kama Sutra.
Invéntate las cosas.

Venga. Sabes que lo estás deseando.

Esto dando por sentado que los dos sois de la misma estatura. En caso contrario, no me responsabilizo de lo que pase.

Y no esperes que te lo den todo masticado. Doy por sentado que tienes algunos conocimientos propios.

Por mucho que estés metido en un Boeing 757-200, por mucho que estés en el diminuto lavabo delantero, aun así puedes apañar una posición china modificada en la que tú estés sentado en el retrete y la mujer esté sentada encima de ti mirando en dirección contraria.

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