Authors: Chuck Palahnouk
Ser Jesucristo comporta ser sincero.
Y Beth dice:
—No pasa nada. Nunca me ha importado lo que pensaras tú. Solamente me importa Denny. —Agita el termómetro y me lo vuelve a poner debajo de la lengua.
Denny rebobina la cinta y vuelvo a aparecer yo.
Esta noche me duelen los brazos y tengo las manos despellejadas de trabajar con la cal en el mortero. Le pregunto a Denny qué se siente al ser famoso.
Detrás de mí en la pantalla, las paredes de piedra ascienden y se extienden formando la base de una torre. En el interior del amplio portal se ve una escalera ancha que sube. En otras direcciones arrancan más paredes, sugiriendo los cimientos de otras alas, otras torres, otros claustros, columnatas, estanques elevados y patios hundidos.
La voz del reportero pregunta:
—¿Esta estructura que están construyendo es una casa?
Le digo que no lo sabemos.
—¿Es alguna clase de iglesia?
No lo sabemos.
El reportero entra en el plano, es un tipo con el pelo castaño peinado en una onda rígida por encima de la frente. Me acerca el micrófono de mano a la boca y pregunta:
—Entonces, ¿qué están construyendo?
No lo sabremos hasta que hayamos puesto la última piedra.
—¿Y cuándo será eso?
No lo sabemos.
Después de tanto tiempo viviendo solo, es agradable poder hablar en plural.
Denny me observa mientras digo esto por la tele, me señala y dice:
—Perfecto.
Denny dice que cuanto más tiempo podamos aguantar construyendo, más podremos permanecer creando y más cosas serán posibles. Más tiempo podremos soportar el hecho de ser incompletos. Postergar la recompensa.
Imagina la idea de una Arquitectura Tántrica.
En la tele, le digo al reportero:
—Lo importante es el proceso. No se trata de terminar nada.
Lo gracioso es que realmente creo estar ayudando a Denny.
Cada piedra es un día que Denny no desperdicia. El granito liso de río. Los bloques de basalto negro. Cada piedra es una pequeña lápida, un pequeño monumento a cada día en que el trabajo de la mayor parte de la gente simplemente se evapora o expira o caduca instantáneamente en el momento de hacerse. No le menciono estas cosas al reportero ni le pregunto qué pasa con su trabajo en el momento en que está en el aire. En el aire. Es emitido. Se evapora. Queda borrado. En un mundo donde trabajamos por escrito, donde hacemos ejercicio con máquinas, donde el tiempo, el esfuerzo y el dinero pasan por nuestras manos sin que podamos conservar casi nada, el hecho de que Denny ensamble piedras parece normal.
No le cuento todo esto al reportero.
Ahí estoy yo, saludando con la mano y diciendo que nos hacen falta más piedras. Si la gente nos trae piedras se lo agradeceremos. Con el pelo rígido y pringado de sudor y la barriga hinchada en la parte delantera de las calzas, explico que lo único que no sabemos es lo que acabará siendo. Y además, no lo queremos saber.
Beth entra en la cocina americana para hacer palomitas.
Me muero de hambre, pero no me atrevo a comer.
En la tele aparece un último plano de los muros, las bases para una larga columnata que algún día soportarán un techo. Pedestales de estatuas. Pilones de fuentes. Las paredes se levantan trazando perfiles de contrafuertes, gabletes, chapiteles y cúpulas. Se levantan arcos que algún día soportarán bóvedas. Torretas. Algún día. Ya están creciendo algunos de los matorrales y los árboles que algún día esconderán y sepultarán nuestra construcción. Las ramas penetran por las ventanas. La hierba y los matojos crecen hasta la altura de la cintura en algunas salas. Todo esto aparece ante la cámara, he ahí los cimientos de algo que tal vez no veamos terminado en toda la vida.
Eso no se lo digo al reportero.
Desde fuera de plano se oye gritar al cámara:
—¡Eh, Victor! ¿Te acuerdas de mí? ¿Del Chez Buffet? Aquella vez que estuviste a punto de asfixiarte...
El teléfono suena y Beth va a cogerlo.
—Tío —dice Denny, y vuelve a rebobinar la cinta—, lo que les has dicho va a volver loca a alguna gente.
Y Beth dice:
—Victor, son los del hospital de tu madre. Han estado buscándote.
Yo grito:
—Un minuto.
Le digo a Denny que vuelva a pasar la cinta. Ya estoy casi listo para hablar con mi madre.
Para mi siguiente milagro compro pudín. Pudín de chocolate, vainilla y pistachos, pudín de caramelo de mantequilla, todo ello lleno de grasa y azúcar y conservantes y sellado dentro de envases de plástico. Solamente hay que levantar la tapa y meter la cucharilla.
Los conservantes son lo que ella necesita. Cuantos más conservantes, mejor.
Con una bolsa llena de pudín en las manos, voy a Saint Anthony.
Es tan temprano que la chica del mostrador de entrada no ha llegado.
Sepultada en la cama, mi madre levanta la vista y dice:
—¿Quién es?
Soy yo, le digo.
Y ella dice:
—¿Victor? ¿Eres tú?
Y yo digo:
—Sí, creo que sí.
Paige no está. No hay nadie a primera hora de un domingo por la mañana. El sol acaba de salir al otro lado de la persiana. Incluso el televisor de la sala de estar común está apagado. La compañera de habitación de mi madre, la señora Novak, la exhibicionista, está encogida de lado en su cama, dormida, o sea que hablo en susurros.
Le quito la tapa al primer envase de pudín de chocolate y encuentro una cucharilla de plástico en la bolsa. Pongo una silla al lado de su cama, le acerco la primera cucharada de pudín y le digo:
—He venido a salvarte.
Le digo que por fin conozco mi verdadera historia. Que nací siendo una buena persona. Una manifestación del amor perfecto. Que puedo ser bueno, otra vez, pero tengo que empezar por las pequeñas cosas. La cucharada se mete entre sus labios y deja dentro las primeras cincuenta calorías.
Con la siguiente cucharada le digo:
—Sé lo que tuviste que hacer para tenerme.
El pudín se queda ahí, marrón brillante sobre su lengua. Ella parpadea bruscamente y empuja el pudín con la lengua hacia el interior de las mejillas para poder hablar:
—Oh, Victor, ¿lo sabes?
Le meto cincuenta calorías más en la boca y digo:
—No te avergüences. Tú come.
A través de la masa de chocolate, me dice:
—No puedo parar de pensar que lo que hice es terrible.
—Me diste la vida —digo.
Y apartando la cara de la siguiente cucharada, apartando la cara de mí, me dice:
—Necesitaba la ciudadanía de Estados Unidos.
El prepucio robado. La reliquia.
Le digo que no importa.
Cojo otra cucharada y se la meto en la boca.
Denny suele decirme que la segunda venida de Cristo no será algo que Dios vaya a decidir. Tal vez Dios ha permitido que la gente desarrolle la capacidad de devolver a Cristo a sus vidas. Tal vez Dios ha querido que inventemos a nuestro salvador cuando estemos listos. Cuando lo necesitemos de verdad. Dennis dice que tal vez nos toque a nosotros crear a nuestro propio mesías.
Salvarnos a nosotros mismos.
Otras cincuenta calorías entran en su boca.
Ella me da la espalda, frunciendo la piel arrugada de alrededor de los ojos. Con la lengua se empuja el pudín hacia el interior de las mejillas. Le sale pudín de chocolate por las comisuras de la boca. Y dice:
—¿De qué demonios hablas?
Y yo le digo:
—Sé que soy Jesucristo.
Ella abre mucho los ojos y yo le meto más pudín en la boca.
—Sé que viniste de Italia embarazada del sagrado prepucio.
Más pudín a su boca.
—Sé que escribiste todo esto en italiano para que yo no pudiera leerlo.
Y le digo:
—Ahora conozco mi verdadera naturaleza. Sé que soy una persona llena de amor.
Más pudín a su boca.
—Y sé que puedo salvarte —le digo.
Mi madre se me queda mirando. Con los ojos llenos de una comprensión y una piedad sin límites, me dice:
—¿Pero de qué cojones estás hablando?
Y me dice:
—Te robé de un carrito de bebé en Waterloo, Iowa. Te quería salvar de la vida que te esperaba.
Porque tener hijos es el opio del pueblo.
Véase también: Denny con su carrito de bebé cargado de arenisca robada.
Ella dice:
—Te rapté.
La pobre mujer demente y delirante no sabe lo que dice.
Le meto otras cincuenta calorías.
—No pasa nada —le digo—. La doctora Marshall ha leído tu diario y me ha contado la verdad.
Le meto más pudín marrón.
Ella abre la boca para hablar y yo le meto más pudín.
Los ojos se le salen de las órbitas y le empiezan a caer lágrimas por la cara.
—No pasa nada. Te perdono —le digo—. Te quiero y he venido a salvarte.
Le acerco otra cucharada a la boca y le digo:
—Tú solamente tienes que tragarte esto.
Su pecho sufre una sacudida y le salen burbujas marrones de pudín por la nariz. Pone los ojos en blanco. La piel se le está poniendo azul. Su pecho sufre otra sacudida.
Y yo digo:
—¿Mamá?
Le tiemblan los brazos y las manos, y la cabeza se le hunde más en la almohada. Las sacudidas continúan y el bocado de pasta marrón desaparece en su garganta.
La cara y las manos se le ponen más azules. Los ojos se le ponen en blanco. Todo huele a chocolate.
Pulso el botón de llamada a la enfermera.
Le digo:
—Tranquilízate.
Le digo:
—
Lo siento, lo siento, lo siento, lo siento...
Agita los brazos, los sacude y se agarra la garganta con las manos. Este debe de ser el aspecto que tengo yo cuando me asfixio en público.
La doctora Marshall aparece al otro lado de la cama y le inclina la cabeza a mi madre con una mano. Con la otra mano empieza a sacarle pudín de la boca. Me pregunta:
—¿Qué ha pasado?
Yo estaba intentando salvarla. Ella deliraba. No se acordaba de que yo era el mesías. He venido a salvarla.
Paige se inclina y sopla en la boca de mi madre. Se vuelve a poner de pie. Sopla otra vez en la boca de mi madre y cada vez que se incorpora de nuevo tiene más pudín de chocolate por la cara. Más chocolate. Solamente huele a chocolate.
Sosteniendo todavía el envase de pudín con una mano y la cucharilla con la otra, le digo:
—No pasa nada. Yo lo arreglo. Como hice con Lázaro —le digo—. Ya lo he hecho antes.
Y le pongo las palmas de mis manos en el pecho.
Y digo:
—Ida Mancini. Te ordeno que vivas.
Paige se inclina sobre la cama y pone las manos al lado de las mías. Aprieta con todas sus fuerzas, una y otra vez. Masaje cardíaco.
Y yo le digo:
—Eso no es necesario —le digo—.
Yo soy
Jesucristo.
Y Paige dice entre dientes:
—¡Respira! ¡Respira, joder!
Y procedente de la parte superior del antebrazo de Paige, donde permanecía hasta ahora escondida en el interior de su manga, una pulsera de paciente aparece en su muñeca.
Y es entonces cuando las convulsiones, las sacudidas, las manos en torno al cuello y los jadeos, es entonces cuando todo se detiene.
«Viudo» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.
Mi madre ha muerto. Mi madre ha muerto y Paige Marshall es una lunática. Todo lo que me dijo era inventado. Incluyendo la idea de que yo era, oh, no puedo ni decirlo: Él. Incluyendo lo de que me amaba.
Bueno, vale, le gusto.
Incluyendo la idea de que soy una persona de naturaleza bondadosa. No lo soy.
Y si la maternidad es el nuevo Dios, lo único sagrado que nos quedaba, entonces he matado a Dios.
Es el
jamais vu.
Lo contrario en francés al
déjà vu,
en donde todo el mundo es un extraño sin importar lo mucho que creas conocerlo.
Lo único que puedo hacer es ir a trabajar y deambular por el Dunsboro colonial, reviviendo el pasado una y otra vez en mi mente. Oliendo el pudín de chocolate que sigo teniendo en las manos. Estoy atrapado en el momento en que el corazón de mi madre dejó de dar sacudidas y la pulsera de plástico de Paige me reveló que era una interna. Era Paige y no mi madre quien deliraba.
Era yo el que deliraba.
En aquel preciso momento, Paige levantó la vista de la pasta de chocolate que había por toda la cama. Me miró y dijo:
—Corra. Váyase. Salga de aquí.
Véase también: el vals
El Danubio azul.
Y lo único que yo pude hacer fue mirarle la pulsera.
Paige vino a mi lado de la cama, me agarró el brazo y me dijo:
—Que piensen que lo he hecho yo. —Me arrastró hasta la puerta y me dijo—: Que piensen que lo ha hecho ella sola. —Miró a un lado y otro del pasillo y dijo—: Borraré sus huellas de la cucharilla y se la pondré en la mano. Le diré a la gente que usted dejó aquí el pudín ayer.
Al acercarnos a las puertas se fueron cerrando automáticamente. Era por su pulsera.
Paige me señaló una puerta exterior y me dijo que no se podía acercar más o no se abriría para dejarme salir.
Y me dijo:
—Usted no ha estado aquí hoy, ¿lo entiende?
Dijo un montón de cosas más, pero ahora no importan.
Nadie me quiere. No tengo un alma hermosa. No soy una persona generosa y de naturaleza bondadosa. No soy el salvador de nadie.
Todo es falso ahora que ella está loca.
—La he asesinado —le dije.
La mujer muerta, a quien asfixié con chocolate, ni siquiera era mi madre.
—Fue un accidente —dijo Paige.
Y yo le dije:
—¿Cómo puedo estar seguro de eso?
Detrás de mí, mientras salía, alguien debió de encontrar el cuerpo, porque se pusieron a anunciar una y otra vez:
—Enfermera Remington a la sala ciento cincuenta y ocho. Enfermera Remington, por favor, venga de inmediato a la sala ciento cincuenta y ocho.
Ni siquiera soy italiano.
Soy huérfano.
Deambulo por el Dunsboro colonial con los pollos deformes de nacimiento, los ciudadanos drogadictos y los niños de excursión que creen que este jaleo tiene algo que ver con el pasado real. Uno puede fingir. Uno puede engañarse, pero no se puede recrear lo que ya terminó.
El cepo en medio de la plaza del pueblo está vacío. Ursula pasa a mi lado llevando una vaca lechera. Las dos huelen a humo de porro. Hasta la vaca tiene los ojos dilatados e inyectados en sangre.