Authors: Chuck Palahnouk
Ella me apartó, se metió un dedo en la boca para humedecerlo y dijo:
—Creo en protegerme a mí misma.
Y yo dije:
—Mola.
Le dije:
—Me pueden echar por esto. —Y me puse un condón en el rabo.
Ella me metió el dedo por el ojete, con la otra mano me dio una palmada en el trasero y me dijo:
—¿Cómo crees que me siento?
Para evitar correrme, me puse a pensar en ratas muertas, calabazas podridas y letrinas. Le dije:
—Es porque todavía falta un siglo para que inventen el látex.
Ahora señalo a los alumnos de cuarto con el atizador y les digo:
—Aquellos niñitos salían de las chimeneas cubiertos de hollín. Y el hollín se les metía en las manos, las rodillas y los codos, y como no tenían jabón estaban negros todo el tiempo.
Así era como vivían por entonces. Todos los días alguien les obligaba a trepar por una chimenea y se pasaban el día entero reptando en la oscuridad con el hollín metiéndoseles por la boca y la nariz y nunca iban a la escuela y no tenían televisión ni videojuegos ni cartones de zumo de mango y papaya. Y no tenían música ni chismes con mando a distancia ni zapatos y todos sus días eran iguales.
—Aquellos niños —les digo, y señalo con el atizador de un lado a otro del grupo de niños— eran niños como vosotros. Exactamente como vosotros.
Mi mirada va de un niño a otro y busca las miradas de todos ellos.
—Y un día los niños se despertaban sintiendo un dolor en sus partes íntimas. Y aquellos dolores no se curaban. Luego se metastatizaban y subían por la vesícula seminal hasta el abdomen de los niños, y entonces... —les digo— ya era demasiado tarde.
He aquí los desechos de mi educación en la facultad de medicina.
Y les cuento que a veces intentaban salvar a los niños cortándoles el escroto, pero aquello era antes de que hubiera hospitales y medicinas. En el siglo XVIII seguían llamando a aquella clase de tumores «verrugas del hollín».
—Y aquellas verrugas del hollín —les digo a los niños— fueron la primera forma de cáncer que se inventó.
Luego les pregunto si alguien sabe por qué lo llaman cáncer.
Ninguna mano en alto.
Les digo:
—No me obliguéis a elegir a uno.
En el ahumadero, la señorita Lacey se peinó los nudos del pelo mojado con los dedos y me dijo:
—Así pues —y como si fuera una pregunta inocente, dijo—: ¿tienes una vida fuera de aquí?
Estaba enrollando sus medias como hacen las mujeres para meter las piernas dentro y me dijo:
—Este tipo de sexo es síntoma de un adicto al sexo.
Prefiero pensar en mí mismo como un playboy estilo James Bond.
Y la señorita Lacey dijo:
—Bueno, tal vez James Bond era un adicto al sexo.
Se suponía que debía decirle la verdad. Admiro a los adictos. En un mundo en el que todo el mundo espera un desastre ciego y arbitrario o una enfermedad repentina, el adicto tiene la tranquilidad de saber con toda probabilidad lo que le espera al final del camino. Ha asumido cierto control sobre su destino final y su adicción evita que la causa de su muerte sea una sorpresa total.
En cierta forma, elimina la incertidumbre de la muerte. Uno
puede
en efecto planificar su propia despedida.
Véase también: doctora Paige Marshall.
Véase también: Ida Mancini.
La verdad es que el sexo no es sexo a menos que uno tenga una pareja nueva cada vez. La primera vez es la única sesión en que están presentes tanto la cabeza como el cuerpo. Incluso en la segunda hora de esa primera vez, la cabeza te puede empezar a devanear. Ya no se consigue la cualidad plenamente anestésica del buen sexo anónimo cuando se tiene por primera vez.
¿Qué NO haría Jesucristo?
Pero en vez de decirle todo eso, mentí a la señorita Lacey y le dije:
—¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo?
Ahora les cuento a los alumnos de cuarto que se llama cáncer porque cuando empieza a crecer dentro de ti, cuando te atraviesa la piel, parece un enorme cangrejo rojo. Luego el cangrejo se abre y por dentro es todo sangriento y blanco.
—No importaba lo que intentaran los médicos —les cuento a los niños callados—. Todos los niños terminaban sucios, enfermos y dando unos gritos de dolor terribles. ¿Y quién puede decirme que pasaba después?
Nadie levanta la mano.
—Está claro —digo—. Se morían, claro.
Y vuelvo a poner el atizador en el fuego.
—Así pues —digo—. ¿Alguna pregunta?
Nadie levanta la mano, así que les cuento aquellas investigaciones prácticamente falsas en las cuales los científicos afeitaban a ratones y los impregnaban con esmegma de caballo. Aquello debía demostrar supuestamente que los prepucios causaban el cáncer.
Se levanta una docena de manos y yo digo:
—Preguntadle a vuestra maestra.
Qué trabajo de mierda debía de ser afeitar a aquellos pobres ratones. Y luego encontrar un montón de caballos sin circuncidar.
El reloj de la chimenea dice que nuestra media hora ya casi se ha terminado. Al otro lado de la ventana, Denny sigue en el cepo. Solamente le queda hasta la una. Un perro perdido del pueblo se detiene a su lado, levanta la pata y el chorro de líquido amarillento y humeante va directo al zapato de madera de Denny.
—Y además —les digo—, George Washington tenía esclavos y nunca cortó ningún cerezo y en realidad era una mujer.
Mientras se dirigen a empujones hacia la puerta les digo:
—Y no os metáis más con el tío del cepo —les grito—. Y dejad de agitar los putos huevos de las gallinas.
Solamente para revolver el patio, les digo que vayan a preguntarle a la quesera por qué tiene los ojos enrojecidos y las pupilas dilatadas. Que le pregunten al herrero qué son esas líneas asquerosas que le suben y le bajan por la parte interior de los brazos. Les grito a esos pequeños monstruos infecciosos que todos los lunares y pecas que tienen son un cáncer que está esperando para salir. Les grito:
—El sol es vuestro enemigo. Evitad la parte de la calle donde da el sol.
Después de que Denny se haya instalado en casa, encuentro un bloque de granito blanquinegro en la nevera. Denny arrastra a casa bloques de basalto y las manos se le quedan manchadas de rojo del óxido de hierro. Con su manta rosa de bebé envuelve adoquines de granito negro y piedras de río de superficie lisa y suave y losas de cuarcita con mica centelleante y se las lleva a casa en el autobús.
Todos esos bebés que Denny adopta. Se van amontonando como una generación de niños.
Denny lleva a casa arenisca y caliza a razón de una brazada de color rosa pálido cada vez. En la entrada les quita el barro con la manguera. Las amontona detrás del sofá de la sala de estar. Las amontona en los rincones de la cocina.
Todos los días llego a casa después de un día duro en el siglo XVIII y me encuentro una roca de lava enorme en la encimera del baño, junto al lavamanos. En el segundo estante de la nevera empezando por abajo hay una roca pequeña y gris.
—Tío —le digo—, ¿por qué hay una piedra en la nevera?
Denny está aquí en la cocina, sacando piedras limpias y tibias del lavavajillas y secándolas con un trapo para la vajilla, y me dice:
—Porque ese es mi estante, tú lo dijiste —dice—. Y no es una simple piedra, es granito.
—Pero ¿por qué en la nevera? —le digo.
Y Denny dice:
—Porque el horno ya está lleno.
El horno está lleno de piedras. El congelador está lleno. Los armarios de la cocina están tan llenos que se están desprendiendo de las paredes.
El plan era solo una piedra al día, pero Denny tiene una personalidad completamente adictiva. Ahora tiene que llevar a casa media docena de piedras a diario solo para mantener el hábito. Todos los días pone a funcionar el lavavajillas y extiende sobre la encimera de la cocina las toallas de baño de mi madre para poner encima las piedras y dejarlas secar. Piedras grises y redondas. Piedras negras y cuadradas. Piedras de color marrón cuarteado y amarillo a rayas. Caliza de color travertino. Cada nuevo cargamento que Denny trae a casa lo mete en el lavavajillas y lleva las piedras limpias y secas del día anterior al sótano.
Al principio no se puede ver el suelo del sótano por culpa de las piedras. Después las piedras se amontonan alrededor del escalón de abajo. Después el sótano está lleno hasta la mitad de las escaleras. Ahora abres la puerta del sótano y las piedras amontonadas dentro se caen en la cocina. En realidad ya no hay sótano.
—Tío, la casa se está llenando —le digo—. Es como si viviéramos en la parte de abajo de un reloj de arena.
Como si se nos estuviera terminando el tiempo.
Como ser enterrados vivos.
Denny con su ropa sucia, con su chaleco deshaciéndose debajo de los brazos y su fular raído y deshilachado, espera en las paradas del autobús meciendo los fardos de color rosa. Cuando los músculos de los brazos se le empiezan a dormir cambia las piedras de posición. Una vez en el autobús, Denny ronca con las mejillas llenas de roña y apoyado en la pared de metal traqueteante del autobús, sin soltar a su bebé.
A la hora del desayuno le digo:
—Tío, dijiste que tu plan era
una
piedra al día.
Y Denny dice:
—Es lo que hago. Solamente una.
Yo le digo:
—Tío, eres un yonqui del copón —le digo—. No me mientas. Sé que estás trayendo al menos diez piedras cada día.
Colocando una piedra en el baño, en el armario de las medicinas, Denny dice:
—Vale, voy un poco adelantado.
Hay piedras escondidas en la cisterna del baño, le digo.
Y le digo:
—Solamente porque sean piedras no quiere decir que esto no sea abuso de sustancias.
Denny con la nariz moqueando, y con su cabeza afeitada, con su manta de bebé mojada por la lluvia, espera en las paradas del autobús, tosiendo. Se pasa el fardo de un brazo a otro. Con la cara inclinada hacia abajo, tira del borde satinado de color rosa de la manta. Parece que es para llevar más protegido a su bebé, pero en realidad es para esconder el hecho de que es toba volcánica.
La lluvia le cae por la parte trasera del tricornio. Las piedras le desgarran el interior de los bolsillos.
Dentro de la ropa sudada, cargado con todo eso peso, Denny está cada vez más flaco.
Si se pasa todo el tiempo llevando algo que parece un bebé, es cuestión de tiempo que alguien del vecindario lo denuncie por malos tratos y abandono de menores. La gente se muere de ganas de declarar que alguien es un padre incapaz y de enviar a un niño a un hogar de adopción; bueno, esa es mi experiencia.
Todas las noches llego a casa después de una larga velada de asfixiarme hasta morir y me encuentro a Denny con una piedra nueva. Cuarzo o ágata o mármol. Feldespato u obsidiana o argilita.
Todas las noches llego a casa después de forjar héroes donde solamente había don nadies y el lavavajillas está funcionando. Sigo teniendo que sentarme para hacer la contabilidad del día, sumar todos los cheques y enviar las cartas de agradecimiento del día. En mi silla hay una piedra. Mis papeles y mis cosas están sobre la mesa del comedor y cubiertos de piedras.
Al principio le digo a Denny que no quiero piedras en mi habitación. Puede ponerlas en cualquier otra parte. Puede ponerlas en los pasillos. En los armarios. Después le acabo diciendo:
—No me pongas piedras en la cama.
—Pero si nunca duermes en ese lado —dice Denny.
Yo le digo:
—Esa no es la cuestión. No quiero piedras en mi cama, esa es la cuestión.
Llego a casa después de un par de horas de terapia de grupo con Nico, Leeza o Tanya y me encuentro piedras en el microondas. Hay piedras en la secadora de ropa. Piedras dentro de la lavadora.
A veces son las tres o las cuatro de la mañana cuando Denny se pone a limpiar con la manguera una piedra nueva en el jardín, y algunas noches se trata de piedras tan grandes que tiene que meterlas en casa rodando. Luego la amontona encima de las otras piedras en el baño, en el sótano, en la habitación de mi madre.
Es la ocupación a jornada completa de Denny, llevar piedras a casa.
El último día de trabajo de Denny, en el momento de su destierro, su alteza el gobernador colonial se plantó en la puerta de la aduana y se puso a leer un librito con las tapas de cuero. Sus manos casi tapaban por completo el librito, pero vi que era de cuero negro, que las páginas tenían los bordes dorados y que de la parte superior del lomo colgaban varias cintas, una negra, una verde y otra roja.
—Igual que el humo se desvanece, así los dispersaréis y como la cera los fundiréis en el fuego —leyó—, para que los impíos perezcan en presencia de Dios.
Denny se acercó a mí y me dijo:
—La parte del humo y la cera —dijo Denny—, creo que se refiere a mí.
A la una en punto en la plaza del pueblo, su alteza real lord Charlie, el gobernador colonial, leyó para nosotros, de pie y con la cara inclinada sobre su librito. Un viento frío desviaba hacia un lado el humo de todas las chimeneas. Las lecheras estaba presentes. Los zapateros estaban presentes. El herrero estaba presente. Todos ellos, con la ropa, el pelo y el aliento oliendo a hachís. Oliendo a canuto. Con los ojos rojos y vidriosos.
La comadre Landson y la doncella Plain lloraron tapándose la cara con los delantales, pero solamente porque plañir entraba en la descripción de sus trabajos. Una guardia de soldados permanecía de pie con los mosquetes cogidos con las dos manos, listos para escoltar a Denny afuera hasta el yermo del aparcamiento. La bandera colonial se agitaba, arriada a media asta en lo más alto del techo de la aduana. Estaban comiendo palomitas de la caja con los pollos imitantes picoteando a sus pies. Estaban comiendo algodón de azúcar con los dedos.
—En lugar de desterrarme —gritó Denny—, ¿por qué no me dejáis colocarme? —dijo—, O sea, las piedras serían un regalo de despedida fantástico.
Todos los colonos drogados tuvieron un sobresalto cuando Denny dijo «colocarme». Miraron al gobernador colonial y luego se miraron los zapatos y el rubor tardó un poco en retirarse de sus mejillas.
—Y, por tanto, encomendamos su cuerpo a la tierra, a fin de que sufra corrupción... —Y mientras el gobernador estaba leyendo un avión a reacción pasó volando bajo, preparándose para aterrizar, y le ahogó el discursito.