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Authors: Chuck Palahnouk

Asfixia (17 page)

—Es un delirio bastante común entre las madres. —Se inclina con el hilo y lo pasa alrededor de otra muela.

No paran de soltarse y salir trozos de materia a medio digerir que yo no imaginaba que estuvieran ahí dentro. Mientras ella me tira de la cabeza con el hilo, me siento como un caballo con arnés de los que hay en el Dunsboro colonial.

—Su pobre madre —dice Paige Marshall mirando a través de las salpicaduras de sangre de los cristales de sus gafas— delira tanto que realmente cree que usted es la segunda encarnación de Cristo.

23

Siempre que alguien con un coche nuevo se ofrecía para llevarlos, la mamaíta le decía al conductor que no.

Se quedaban en el arcén de la carretera y miraban cómo desaparecía el Cadillac nuevo, el Buick o el Toyota, y la mamaíta decía:

—El olor de un coche nuevo es el olor de la muerte.

Era la tercera o la cuarta vez que volvía a buscarlo.

El olor a pegamento y resina de los coches muertos es olor a formaldehído, le dijo ella, la misma sustancia que usan para conservar los cadáveres. Está en las casas nuevas y los muebles nuevos. Se llaman gases residuales. Puedes inhalar formaldehído en la ropa nueva. Si inhalas mucho te provoca dolores de estómago, vómitos y diarrea.

Véase también: colapso hepático.

Véase también: shock.

Véase también: muerte.

Si uno busca iluminación, decía la mamaíta, un coche nuevo no es la respuesta.

A lo largo del arcén florecían las dedaleras, tallos altos de flores blancas y purpúreas.

—Digitales —dijo la mamaíta—. Tampoco funcionan.

Comer flores de dedalera provoca náuseas, delirios y visión borrosa.

Delante de ellos, una montaña se erguía contra el cielo, rodeada de nubes y cubierta de pinos y de un poco de nieve en la cima. Era tan grande que seguía en el mismo sitio por mucho que caminaran.

La mamaíta sacó el tubito blanco del bolso. Se apoyó en el hombro del niño estúpido para no perder el equilibrio y esnifó con fuerza con el tubo metido en una ventana de la nariz. Luego el tubito se le cayó en la grava del arcén y ella se quedó mirando la montaña.

Era una montaña tan grande que iban a tardar una vida entera en llegar al otro lado.

Después de que a la mamaíta se le cayera, el niño estúpido recogió el tubito. Limpió la sangre con el faldón de la camisa y se lo volvió a dar.

—Tricloroetano —dijo la mamaíta, enseñándole el tubito—. Todas las pruebas que he hecho me han demostrado que se trata del mejor tratamiento para el exceso peligroso de conocimiento humano.

Volvió a meter el tubito en el bolso.

—Esa montaña, por ejemplo —dijo. Cogió la barbilla del niño entre el índice y el pulgar y le hizo mirar en la misma dirección que ella—. Esa montaña enorme y gloriosa. Durante un momento fugaz creo haberla visto realmente.

Otro coche frenó, un trasto marrón de cuatro puertas, un modelo demasiado nuevo, así que la mamaíta le hizo un gesto para que siguiera su camino.

Durante un instante la mamaíta había visto la montaña sin pensar en explotaciones madereras, pistas de esquí ni avalanchas, vida natural controlada, geología de placas tectónicas, microclimas, efecto sombra de lluvia ni lugares yin-yang. Había visto la montaña sin el marco del lenguaje. Sin la cárcel de las asociaciones. La había visto sin mirar a través de la lente de todo lo que sabía acerca de las montañas.

Lo que había visto en aquel instante ni siquiera era una «montaña». No era un recurso natural. No tenía nombre.

—Esa es la gran meta —dijo—. Encontrar una cura para el conocimiento.

Para la educación. Para la vida interior de la cabeza.

Los coches pasaban por la carretera y la mamaíta y el niño seguían caminando con la montaña delante.

Ya desde la historia de Adán y Eva de la Biblia, la humanidad había sido un poco más listilla de lo que le convenía, dijo la mamaíta. Ya desde que se comieron aquella manzana. Su meta ahora era encontrar, si no una cura, sí al menos un tratamiento que le devolviera a la gente su inocencia.

El formaldehído no funcionaba. Las digitales no funcionaban.

Ninguna de las drogas naturales parecía arreglar nada, ni fumar macis ni nuez moscada ni cáscaras de cacahuete. Ni el eneldo ni las hojas de hortensia ni el jugo de lechuga.

Por las noches, la mamaíta solía colarse con el niño en los jardines ajenos. Se bebía la cerveza que la gente dejaba fuera para las orugas y los caracoles y mordisqueaba el estramonio, el solano y la nébeda. Se metía entre los coches aparcados y olía el interior de sus depósitos. Destornillaba el tapón de las cortadoras de césped y olía el aceite.

—Me imagino que si Eva pudo meternos en este marrón, yo puedo sacarnos —dijo la mamaíta—. A Dios le gusta ver gente emprendedora.

Otros coches frenaron, coches ocupados por familias, llenos de maletas y perros, pero la mamaíta les hizo señal de que siguieran.

—La corteza cerebral, el cerebelo —dijo—. Ahí está el problema.

Si pudiera entrenarse para usar solamente el tronco cerebral estaría curada.

Estaría en algún lugar más allá de la felicidad y la tristeza.

No se ven peces agonizando por cambios salvajes de estado de ánimo.

Las esponjas nunca tienen un mal día.

La grava crujía y se movía bajo sus pies. Los coches que pasaban a su lado creaban ráfagas calientes.

—Mi meta —dijo la mamaíta— no es hacerme la vida más sencilla.

Dijo:

—Mi meta es hacerme más sencilla
a mí misma.

Le dijo al niño estúpido que las semillas de campanilla no funcionaban. Ya las había probado. El efecto no duraba. Las hojas de boniato no funcionaban. Tampoco el pelitre extraído de los crisantemos. Tampoco inhalar propano. Tampoco las hojas de ruibarbo ni las azaleas.

Después de pasar la noche en un patio ajeno, la mamaíta dejaba un bocado de cada planta para que la gente los descubriera.

Todas las drogas cosméticas, dijo, todos los estabilizadores del ánimo y antidepresivos, solamente tratan los síntomas de los grandes problemas.

Todas las adicciones, le contó, no eran más que formas de tratar un mismo problema. Las drogas, el exceso de comida, el alcohol o el sexo, todo era una simple forma de encontrar la paz. De escapar de lo que conocemos. De nuestra educación. Eran nuestro mordisco a la manzana.

El lenguaje, le dijo, no es más que nuestra forma de disipar con explicaciones la maravilla y la gloria del mundo. De deconstruirlo. De desdeñarlo. Le explicó que la gente no puede soportar toda la belleza del mundo. El hecho de que no pueda ser explicado ni comprendido.

Delante de ellos en la carretera apareció un restaurante rodeado de camiones aparcados más grandes que el propio restaurante. Había aparcados algunos de los coches nuevos que la mamaíta no quería. Uno podía notar el olor de muchas comidas distintas siendo fritas en el mismo aceite caliente. Uno podía oler los motores apagados de los camiones.

—Ya no vivimos en el mundo real —dijo ella—. Vivimos en un mundo de símbolos.

La mamaíta se detuvo y metió la mano en el bolso. Agarró al chico del hombro y se quedó mirando la montaña.

—Un último vistacito a la realidad —dijo—, Y nos vamos a comer.

Luego se metió el tubito blanco e inhaló.

24

De acuerdo con Paige Marshall, mi madre volvió de Italia ya embarazada de mí. Fue el año después de que alguien entrara usando la fuerza en una iglesia del norte de Italia. Todo eso estaba en el diario de mi madre.

Según Paige Marshall.

Mi madre se había arriesgado a probar un tratamiento de fertilidad nuevo. Tenía casi cuarenta años. No estaba casada, no quería tener marido, pero alguien le había prometido un milagro.

Aquella misma persona conocía a alguien que había robado una caja de zapatos de debajo de la cama de un sacerdote. En aquella caja de zapatos había los últimos restos terrenales de un hombre. De alguien famoso.

Era su prepucio.

Era una reliquia religiosa, la clase de anzuelo que se usaba para atraer multitudes a las iglesias en la Edad Media. Era solamente uno de los penes famosos que siguen en circulación. En 1977, un urólogo americano compró el pene disecado de tres centímetros de Napoleón Bonaparte por unos cuatro mil dólares. El pene de treinta centímetros de Rasputín se supone que está sobre un cojín de terciopelo en una caja de madera barnizada en París. Se supone que el monstruo de medio metro de John Dillinger está embotellado en formaldehído en el Walter Reed Army Medical Center.

Según Paige Marshall, en el diario de mi madre pone que a seis mujeres les ofrecieron embriones creados con ese material genético. Cinco de ellos no llegaron a término.

El sexto era yo. Y el prepucio era de Jesucristo.

Así de chiflada estaba mi madre. Incluso hace veinticinco años ya estaba como una cabra.

Paige se ríe y se inclina para pasarle el hilo dental a otra anciana.

—Tiene que reconocerle a su madre que es original —dice.

De acuerdo con la Iglesia católica, Jesucristo se reunió con su prepucio en el momento de su resurrección y ascensión. De acuerdo con la historia de santa Teresa de Ávila, cuando Jesucristo se le apareció y la tomó en matrimonio, usó su prepucio como anillo de bodas.

Paige saca el hilo de entre los dientes de la mujer y se salpica de sangre y restos de comida los cristales de las gafas de montura negra. El cerebro negro de su peinado se inclina a un lado y al otro mientras ella intenta ver la hilera superior de dientes de la anciana.

Ella me dice:

—Aunque la historia de su madre fuera cierta, no hay pruebas de que el material genético procediera de la figura histórica. Es más probable que su padre fuera un pobre don nadie judío.

La mujer recostada en la silla abatible, con las manos de la doctora Marshall en la boca abierta, gira los ojos para mirarme.

Y Paige Marshall dice:

—Esto ya tendría que bastar para que usted cooperara.

¿Cooperara?

—Con mi plan de tratamiento para su madre —dice.

Matar a un bebé nonato. Le digo que incluso si yo no soy él, no creo que Jesucristo lo aprobara.

—Por supuesto que sí —dice Paige. Saca el hilo de golpe y me salpica con un trozo de pasta de comida—. ¿Acaso Dios no sacrificó a su propio hijo para salvar a la gente? ¿No es esa la historia?

Aquí está de nuevo, la delgada línea entre ciencia y sadismo. Entre crimen y sacrificio. Entre asesinar a tu propio hijo y lo que Abraham estuvo a punto de hacerle a Isaac en la Biblia.

La anciana aparta la cara de la doctora Marshall y se saca de la boca con la lengua el hilo y los trozos ensangrentados de comida. Me mira y con su voz graznante me dice:

—Yo le conozco.

De forma tan automática como cuando uno estornuda, le digo que lo siento. Siento haberme follado a su gato. Siento haber pasado con el coche por encima de sus flores. Siento haber tirado a su hámster al retrete. Suspiro y le digo:

—¿Me he dejado algo?

Paige dice:

—Señora Tsunimitsu, necesito que abra más la boca.

Y la señora Tsunimitsu dice:

—Yo estaba con la familia de mi hijo cenando en un restaurante y usted casi se asfixia —dice—. Mi hijo le salvó la vida.

Ella dice:

—Me sentí orgullosa de él. Todavía le cuenta la historia a la gente.

Paige Marshall me mira.

—Es un secreto —dice la señora Tsunimitsu—, pero creo que mi hijo Paul siempre se había sentido cobarde hasta aquella noche.

Paige se sienta y mira alternativamente a la anciana y a mí.

La señora Tsunimitsu junta las manos debajo de la barbilla, cierra los ojos y sonríe. Dice:

—Mi nuera quería divorciarse, pero después de ver cómo Paul lo salvaba a usted, volvió a enamorarse.

Ella dice:

—Yo me di cuenta de que usted estaba fingiendo. Los demás vieron lo que quisieron ver.

Ella dice:

—Tiene en su interior una capacidad enorme para amar.

La anciana permanece sentada, sonriendo, y dice:

—Me doy cuenta de que tiene un corazón lleno de generosidad.

Tan deprisa como cuando uno estornuda, le digo:

—Es usted un puto vejestorio lunático.

Y Paige se estremece.

Se lo voy diciendo a todo el mundo, estoy harto de que jueguen conmigo. ¿Vale? Así que no finjamos. No tengo corazón ni puñetera falta que me hace. No vais a conseguir hacerme sentir nada. No vais a conseguir afectarme.

Soy un cabrón estúpido, insensible y calculador. Fin de la historia.

Esta vieja señora Tsunimitsu. Paige Marshall. Ursula. Nico, Tanya, Leeza. Mi madre. Hay días en que la vida parece ser yo contra todas las tías estúpidas del puñetero mundo.

Con una mano agarro a Paige Marshall por el brazo y tiro de ella hacia la puerta.

Nadie me va a engañar para que me crea Jesucristo.

—Escúcheme —le digo. Le grito—: ¡Si quisiera sentir algo me iría a ver una puta película!

Y la vieja señora Tsunimitsu sonríe y dice:

—No puede negar la bondad de su verdadera naturaleza. Es tan luminosa que cualquiera puede verla.

A ella le digo que cierre la boca. A Paige Marshall le digo:

—Vamos.

Le voy a demostrar que no soy Jesucristo. La verdadera naturaleza de las personas es una chorrada. El alma humana no existe. Las emociones son una chorrada. El amor es una chorrada. Y me pongo a arrastrar a Paige por el pasillo.

Vivimos y nos morimos y todo lo demás es una ilusión. Son chorradas típicas de tías pasivas sobre los sentimientos y la sensibilidad. Mierda emocional subjetiva inventada. El alma no existe. Dios no existe. Solamente existen las decisiones, la enfermedad y la muerte.

Lo que yo soy de verdad es un inmundo, sucio y recalcitrante adicto al sexo, y no puedo cambiar y no puedo parar, y eso es lo que voy a ser siempre.

Y lo voy a demostrar.

—¿Adónde me lleva? —dice Paige, tropezando, con las gafas y la bata de laboratorio todavía salpicadas de comida y de sangre.

Ya me estoy imaginando porquerías para no correrme demasiado deprisa, cosas como mascotas empapadas en gasolina e incendiadas. Me imagino al Tarzán regordete y a su chimpancé adiestrado. Pienso que esto no es más que otro capítulo estúpido en el cuarto paso de mi terapia.

Para que el tiempo se detenga. Para fosilizar este momento. Para hacer que esto dure una puta eternidad.

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