Authors: Chuck Palahnouk
—¿Empezamos ya?
Aunque el tío le dijera que lo que buscaba no era sexo, la mamaíta le pedía que trajera una toalla de todos modos. Había que llevar una toalla. Había que pagar en metálico. Nada de pedirle un recibo ni de pasar la factura a alguna compañía de seguros porque ella pasaba de todo eso. Había que pagar en metálico y archivar la demanda.
Uno solamente tenía cincuenta minutos. Los tíos tenían que saber lo que querían.
Es decir, la mujer, las posiciones, el escenario y los juguetes. No podías pedirle nada raro en el último minuto.
Ella le dijo al señor Jones que se tumbara. Que cerrara los ojos.
Que dejara que se le disipara toda la tensión de su cara. Primero la frente. Déjela lisa. Relaje el espacio entre los ojos. Imagine su frente lisa y relajada. Luego los músculos de alrededor de los ojos. Luego los músculos de alrededor de la cara. Lisos y relajados.
Aunque los tíos dijeran que lo único que querían era perder peso, lo que querían era sexo. Aunque quisieran dejar de fumar. Librarse del estrés. Dejar de morderse las uñas. Curarse el hipo. Dejar de beber. Limpiarse la piel. Fuera cual fuera el problema, lo que pasaba era que no follaban. Quisieran lo que quisieran, si conseguían sexo allí el problema quedaba resuelto.
Imposible saber si la mamaíta era un genio compasivo o una puta.
El sexo lo cura casi todo.
Era la mejor terapeuta del ramo o era una zorra que follaba con tu mente. No le gustaba andarse con tantas prisas con los clientes, pero es que nunca había planeado ganarse la vida así.
Aquella clase de sesiones, las sesiones sexuales, habían empezado por accidente. Un cliente que quería dejar de fumar le había pedido que lo devolviera al día en que tenía once años y había fumado su primera calada. Para recordar lo mal que le había sabido. Para poder dejarlo regresando al principio y no empezando nunca. Aquella era la idea básica.
En la segunda sesión, el cliente quiso reunirse con su padre, que había muerto de cáncer de pulmón, solamente para hablar. Aquello seguía siendo bastante normal. La gente quería reunirse con famosos muertos todo el tiempo, en busca de consejo, de lo que fuera. Era tan real que en la tercera sesión el cliente quiso conocer a Cleopatra.
A todos los clientes les decía la mamaíta: Deje que toda la tensión le pase de la cara al cuello, del cuello al pecho. Relaje los hombros. Deje que le caigan hacia atrás y se apoyen en el diván. Imagine que tiene algo muy pesado apoyado sobre el cuerpo, que le hunde más y más la cabeza y los brazos en los cojines del diván.
Relaje los brazos, los codos, las manos. Sienta la tensión corriéndole por los dedos, luego relájese e imagine la tensión saliéndole por las yemas.
Lo que hacía era ponerlos en trance por inducción hipnótica y dirigir su experiencia. No retrocedía en el tiempo. Nada de aquello era real. Lo más importante era que el tipo quisiera que aquello sucediera.
La mamaíta se limitaba a hacer el comentario jugada a jugada. La descripción con pelos y señales. El comentario a color. Imagina escuchar un partido de béisbol en la radio. Ahora imagina desde dentro un trance profundo de nivel
theta,
un trance profundo en el que puedes oír y oler. Tienes sentido del gusto y del tacto. Imagina a Cleopatra levantándose de su alfombra, desnuda y perfecta y tal como siempre has querido que fuera.
Imagina a Salomé. Imagina a Marilyn Monroe. Que pudieras viajar a cualquier periodo de la historia y que quisieras estar con cualquier mujer, con mujeres que hicieran cualquier cosa que tú imaginaras. Mujeres increíbles. Mujeres fabulosas.
El teatro de la mente. El burdel del subconsciente.
Así fue como empezó.
Seguro, lo que hacía era hipnosis, pero no era una auténtica regresión a vidas pasadas. Era más bien una especie de meditación dirigida. Le dijo al señor Jones que se concentrara en la tensión acumulada en el pecho y que la dejara disiparse. Que fluyera hacia su cintura, sus caderas y sus piernas. Imagine agua formando espirales en un desagüe. Relaje cada parte de su cuerpo y deje que la tensión fluya hacia sus rodillas, sus espinillas y sus pies.
Imagine humo que se aleja. Déjelo disiparse. Vea cómo se desvanece. Desaparece. Se disuelve.
En su registro de citas, junto al nombre del cliente puso Marilyn Monroe, igual que la mayor parte de los tíos que venían por primera vez. Podía ganarse la vida solo con Marilyn. Podía ganarse la vida solo con la princesa Diana.
Al señor Jones le dijo: Imagine que está mirando un cielo azul e imagine una avioneta diminuta escribiendo en el cielo la letra Z. Luego deje que el viento borre la letra. Luego imagine el avión escribiendo la letra Y. Deje que el viento la borre. Luego la letra X. Bórrela. Luego la letra W.
Deje que el viento la borre.
Lo único que ella hacía era montar el escenario. Recreaba los ideales de los hombres y se los presentaba. Les preparaba una cita con su inconsciente, porque nada es tan bueno como uno lo imagina. Nadie es tan guapo como en la cabeza de uno. Nada es tan excitante como tu fantasía.
Allí practicabas un sexo con el que antes solamente habías soñado. Ella construía el escenario y hacía las presentaciones. Durante el resto de la sesión se limitaba a mirar el reloj y tal vez a leer un libro o hacer un crucigrama.
Allí uno nunca se quedaba decepcionado.
Enterrado en las profundidades de su trance, el tío se tumbaba, se agitaba y se meneaba como un perro persiguiendo conejos en sueños. Cada varios tíos le salía uno que gritaba, jadeaba o gemía. Se preguntaba qué debía de pensar la gente del piso de al lado. Los tíos que estaban en la sala de espera oían el jaleo y se debían de poner a cien.
Después de la sesión, el tío estaba empapado en sudor, con la camisa mojada y pegada a la piel y los pantalones manchados. Algunos podían sacar un chorrito de sudor de los zapatos. Podían sacudirse el sudor del pelo. El diván de su despacho tenía revestimiento antimanchas, pero nunca tenía oportunidad de secarse. Ahora está sellado dentro de una funda de plástico de color claro, más para conservar los años de actividad en el interior que para preservarlo del mundo exterior.
Así que los tíos tenían que traer una toalla en sus maletines, sus bolsas de papel o en su bolsa de deporte, junto con una muda limpia. Entre cliente y cliente ella rociaba el aire de ambientador. Abría las ventanas.
Al señor Jones le dijo: Deje que toda la tensión de su cuerpo se acumule en los dedos de los pies y sáquela por ahí. Toda la tensión. Imagine su cuerpo distendido. Relajado. Pesado. Relajado. Vacío. Relajado.
Respire con el estómago en vez de con el pecho. Inspire y espire.
Inspire y espire.
Inspire.
Y espire. Suave y acompasado.
Sus piernas están cansadas y le pesan. Sus brazos están cansados y le pesan.
Al principio, el niño estúpido recordaba que la mamaíta limpiaba casas, no pasando el aspirador ni quitando el polvo, sino haciendo limpiezas espirituales, exorcismos. La parte más difícil fue conseguir que la gente de las páginas amarillas pusiera su anuncio con el encabezamiento de «exorcista». Uno iba y quemaba salvia. Rezaba el padrenuestro y se daba una vuelta. A lo mejor tañía un timbal de arcilla. Declaraba que la casa estaba limpia. Los clientes pagaban solamente por eso.
Rincones fríos, malos olores, sensaciones extrañas: a la mayor parte de la gente no le hace falta un exorcista. Necesitan muebles nuevos, un fontanero o un interiorista. La cuestión es que lo que tú pienses no importa. Lo que importa es que ellos están seguros de que tienen un problema. La mayoría de estos trabajos se consiguen a través de agentes inmobiliarios. En esta ciudad tenemos ley de divulgación de la propiedad inmobiliaria y la gente declara los problemas más idiotas, desde amianto y tanques de petróleo enterrados hasta fantasmas y fenómenos paranormales. Todo el mundo quiere una vida más excitante de la que nunca van a tener. Los compradores a punto de decidirse necesitan algún detallito que les dé confianza en la casa. El agente inmobiliario llama y tú montas un pequeño espectáculo, quemas un poco de salvia y todo el mundo sale ganando.
Ellos consiguen lo que quieren y una buena historia que contar. Una experiencia.
Luego llegó el feng shui, recordaba el niño, y los clientes querían un exorcismo y querían que ella les dijera dónde poner el sofá. Los clientes preguntaban dónde tenía que ir la cama para no interponerse en la trayectoria del chi que salía de la esquina del tocador. Dónde tenían que colgar los espejos para hacer que el flujo de chi rebotara escaleras arriba o bien lejos de las puertas abiertas. Se convirtió en esa clase de trabajo. Eso era lo que uno hacía con una licenciatura en inglés.
Solamente su currículum ya era una prueba de la reencarnación.
Con el señor Jones repasaron todo el alfabeto hacia atrás. Ella le dijo: Está usted de pie en un prado lleno de hierba, pero ahora las nubes van a descender, están bajando cada vez más, cerniéndose sobre usted hasta dejarlo rodeado de una niebla espesa. Una niebla espesa y brillante.
Imagine que está de pie en medio de una niebla fresca y brillante. El futuro está a su derecha. El pasado a su izquierda. Nota la niebla fresca y húmeda en la cara.
Gire a la izquierda y empiece a caminar.
Imagine, le dice al señor Jones, una silueta justo delante de usted en la niebla. Siga caminando. Sienta cómo la niebla empieza a levantarse. Sienta el sol brillante y cálido sobre sus hombros.
La silueta se acerca. Con cada paso que da, se ve más y más clara.
Aquí, en su mente, tiene intimidad completa. Aquí no hay diferencia entre lo que es y lo que podría ser. No va a coger ninguna enfermedad. Ni ladillas. Ni a violar ninguna ley. Ni a conformarse con menos que lo mejor que pueda imaginar.
Puede hacer todo lo que imagine.
Le decía a todos sus clientes: inspire. Espire.
Puede tener a quien quiera. Donde quiera.
Inspire. Espire.
Del feng shui pasó a hacer de médium. Dioses de la antigüedad, guerreros iluminados, mascotas muertas. De hacer de médium pasó a la hipnosis y la regresión a vidas pasadas. Y haciendo lo de las regresiones fue como llegó a esto, a los nueve clientes al día a doscientos pavos cada uno. A tíos en su sala de espera a todas horas. A las llamadas de esposas buscando a sus chavales:
—Sé que está ahí. No sé qué le ha dicho, pero está casado.
A las mujeres sentadas dentro de coches frente a la puerta, llamando por el teléfono del coche y diciendo:
—No crea que no sé lo que está pasando ahí arriba. Lo he seguido.
Tampoco es que la mamaíta hubiera planeado reunir a las mujeres más poderosas de la historia para hacer pajas, mamadas, mamada más polvo y polvos del revés.
Se le fue de las manos. El primer tío se fue de la lengua. Llamó un amigo suyo. Llamó un amigo del segundo tío. Al principio llamaban pidiendo ayuda para dejar algún vicio legal. Fumar o mascar tabaco. Escupir en público. Robar en tiendas. Luego solamente querían sexo. Querían a Clara Bow, a Betsy Ross, a Elizabeth Tudor y a la reina de Saba.
Y cada día ella tenía que ir a la biblioteca para investigar a las mujeres del día siguiente: Eleanor Roosevelt, Amelia Earhart, Harriet Beecher Stowe.
Inspire y espire.
Los tíos querían trabajarse a Helen Hayes, a Margaret Sanger y a Aimee Semple McPherson. Querían metérsela a Edith Piaf, a Sojourner Truth y a la emperatriz Teodora. Al principio a la mamaíta le preocupaba que todos aquellos tíos estuvieran obsesionados solo con mujeres muertas. Y que nunca pidieran a la misma mujer dos veces. Y no importaba cuántos detalles introdujera en una sesión, solo querían meterla y follar, hincarla, joder, copular, taladrar, cabalgar y clavar la bandera.
Y a veces un eufemismo no lo es.
A veces un eufemismo es más exacto que lo se supone que tiene que esconder.
Y en realidad aquello no iba de sexo.
Lo que pedían aquellos tíos lo querían tal cual.
No querían conversación ni vestidos de época ni realismo histórico. Querían a Emily Dickinson desnuda en tacones con un pie en el suelo y el otro en su escritorio, inclinada hacia delante y pasándose una pluma de oca por la raja del culo.
Pagaban doscientos pavos por entrar en trance y descubrir a Mary Cassatt llevando sujetador con relleno.
Como no todos los hombres podían permitirse sus servicios, todos los que ella cogía eran del mismo tipo. Aparcaban sus monovolúmenes a seis manzanas de distancia e iban hasta la casa a toda prisa, andando cerca de las paredes, cada uno de ellos arrastrando su sombra. Entraban con gafas oscuras, luego esperaban detrás de periódicos y revistas desplegados hasta que los llamaban por sus nombres. O sus alias. Si la mamaíta y el niño estúpido se los encontraban alguna vez en público, aquellos hombres fingían no conocerla. En su vida pública tenían esposas. En el supermercado iban con los niños. En el parque con el perro. Y tenían nombres de verdad.
Le pagaban con billetes mojados de veinte y de cincuenta salidos de carteras empapadas llenas de fotos sudadas, tarjetas de la biblioteca, tarjetas de crédito, acreditaciones de clubes, permisos y monedas. Obligaciones. Responsabilidades. Realidad.
Imagine, le decía ella a todos sus clientes, el sol sobre su piel. Sienta que el sol se vuelve más y más cálido con cada soplo de aire que espira. El sol brillante y cálido sobre su cara, su pecho, sus hombros.
Inspire. Espire.
Inspire. Espire.
Luego todos sus clientes reincidentes querían números lésbicos, querían parejas de chicas, Indira Gandhi y Carol Lombard. Margaret Mead, Audrey Hepburn y Dorothea Dix. Los clientes reincidentes ya ni siquiera querían ser ellos. Los calvos pedían matas tupidas de pelo. Los gordos pedían músculos. Los pálidos pedían bronceados. Después de unas cuantas sesiones todos pedían fastuosas erecciones de treinta centímetros.
Así que no era una verdadera regresión a vidas anteriores. Ni tampoco era amor. No era historia y no era realidad. No era televisión, pero tenía lugar dentro de la cabeza. Era una emisión y ella era la emisora.
No era sexo. Ella era simplemente la guía turística de un sueño húmedo. Una bailarina erótica por hipnotismo.
Los tipos se dejaban los pantalones puestos para evitar desperfectos. A modo de contención. Aquello iba mucho más allá del simple rollo sexual. Y se ganaba una fortuna.