Authors: Chuck Palahnouk
El señor Jones estaba recibiendo la experiencia estándar con Marilyn. Se quedó rígido en el diván, sudando y moviendo los labios. Con los ojos en blanco. La camisa se le oscureció en las axilas. La entrepierna se le abultó.
Ya la tiene aquí, le dijo la mamaíta al señor Jones.
La niebla se ha ido y hace un día caluroso y lleno de luz. Sienta el aire en la piel desnuda, en los brazos y piernas desnudos. Note cada vez más calor a medida que expulsa el aire. Siéntase cada vez más largo y grueso, más morado y latiendo más que nunca.
Su reloj decía que le faltaban todavía cuarenta minutos para el próximo cliente.
La niebla se ha ido, señor Jones, y la silueta que tiene delante es Marilyn Monroe con un vestido de satén ajustado. Rubia y sonriente, con los ojos medio cerrados, inclina la cabeza hacia atrás. Está de pie en un campo de florecillas y levanta los brazos, y a medida que usted se le acerca su vestido se desliza hasta el suelo.
La mamaíta solía decirle al niño estúpido que aquello no era sexo. Que no eran mujeres de verdad sino símbolos. Proyecciones. Símbolos sexuales.
El poder de la sugestión.
La mamaíta le dijo al señor Jones:
—Tómela.
Le dijo:
—Es toda suya.
En su primera noche, Denny aparece delante de la puerta principal sosteniendo algo envuelto en una manta de bebé de color rosa. Es lo único que se ve por la mirilla de la puerta de mi madre: a Denny con su enorme chaqueta a cuadros, acunando a un bebé en su regazo, con la nariz protuberante, los ojos protuberantes, todo protuberante por culpa de la lente de la mirilla. Todo distorsionado. Las manos con las que sostiene el bulto están blancas por culpa del esfuerzo.
Y Denny dice:
—¡Abre la puerta, tío!
Y yo abro la puerta tanto como me lo permite la cadenilla. Le digo:
—¿Qué tienes ahí?
Y Denny cubre el fardo con la manta y dice:
—¿Qué parece?
—Parece un bebé, tío —le digo.
Y Denny dice:
—Bien. —Levanta el bulto rosa y dice—: Déjame entrar, tío, esto pesa una tonelada.
Abro la cadenilla. Me hago a un lado. Denny entra a toda prisa, va hasta una esquina del salón y deja al bebé en el sofá cubierto con plástico.
La manta rosa se desenvuelve y de ella sale una piedra, gris y del color del granito, pulida y de aspecto suave. No hay ningún bebé, solamente esa piedra.
—Gracias por la idea que me diste del bebé —dice Denny—. Si la gente ve a un joven con un bebé te tratan con amabilidad —dice—. Si ven a un tío con una piedra grande se ponen en guardia. Sobre todo si la quieres subir al autobús.
Coge una punta de la manta rosa entre la barbilla y el pecho y empieza doblarla sobre el torso:
—Además, con un bebé siempre consigues asiento. Y si te olvidas el dinero no te echan de una patada.
Denny se echa la manta doblada encima del hombro y dice:
—¿Esta es la casa de tu madre?
La mesa del comedor está cubierta de felicitaciones de cumpleaños y de los cheques de hoy, de mis cartas de agradecimiento y del gran registro de lugares e individuos. Además está la vieja calculadora de diez teclas de mi madre, de esas que tienen a un lado una manivela larga como las de las tragaperras. Me siento de nuevo, empiezo a hacer el resguardo de ingreso de hoy y digo:
—Sí, es su casa hasta que los del impuesto sobre la propiedad inmobiliaria me den la patada dentro de unos meses.
Denny dice:
—Está bien que tengas toda una casa, porque mis padres quieren que todas mis piedras se trasladen conmigo.
—Tío —le digo—, ¿cuántas tienes?
Tiene una piedra por cada día de abstinencia, dice Denny. Es lo que hace por las noches para mantenerse ocupado. Recoge piedras. Las lava. Se las lleva a casa. De esa forma su recuperación consistirá en hacer algo importante y bueno en vez de no pegar golpe.
—Es para no portarme mal, tío —dice—. No tienes ni idea de lo duro que es encontrar buenas piedras en una ciudad. O sea, que no sean esos cachos de cemento ni esas piedras de plástico donde la gente esconde la copia de las llaves.
Los cheques de hoy suman un total de setenta y cinco pavos. Todos son de extraños que me practicaron la maniobra de Heimlich en un restaurante. No se acerca a lo que sospecho que debe de valer una sonda de estómago.
Le digo a Denny:
—¿Y cuántos días tienes ya?
—Tengo ciento veintisiete días en piedras —dice Denny. Viene a mi lado de la mesa, mira las tarjetas de felicitación, mira los cheques y dice—: ¿Y dónde está el famoso diario de tu madre?
Coge una tarjeta de felicitación.
—No se puede leer —le digo.
Denny dice:
—Lo siento, tío.
No, le explico. El diario. Está escrito en un idioma extranjero. Por eso no puede leerlo. Ni yo tampoco. Sabiendo cómo piensa mi madre es probable que lo escribiera así para que yo nunca pudiera curiosear en él de niño.
—Tío —le digo—, creo que está en italiano.
Y Denny dice:
—¿Italiano?
—Sí —le digo—. Ya sabes, como los espaguetis.
Sin quitarse la chaqueta a cuadros, Denny dice:
—¿Ya has comido?
Todavía no. Cierro el sobre del ingreso.
Denny dice:
—¿Crees que mañana me van a desterrar?
Sí, no, probablemente. Ursula lo vio con el periódico.
El resguardo de ingreso está listo para llevarlo al banco mañana. Todas las cartas de agradecimiento, las cartas de humillación, están firmadas, selladas y listas para el correo. Cojo la chaqueta del sofá. Al lado, la piedra de Denny está aplastando los muelles.
—¿Y qué tienen estas piedras? —digo.
Denny ha abierto la puerta principal y me espera de pie mientras apago algunas luces. En el umbral, me dice:
—No lo sé. Pero las piedras son, ya sabes, como la tierra. Esas piedras son un kit para montar. Es tierra, pero tienes que montarla. Ya sabes, tierras en propiedad pero de momento dentro de casa.
Yo digo:
—Claro.
Salimos y cierro la puerta con llave. El cielo nocturno está rebozado de estrellas. Todas desenfocadas. No hay luna.
Fuera, en la acera, Denny levanta la vista y dice:
—Lo que creo que pasó es que cuando Dios quiso crear la Tierra a partir del caos, lo primero que hizo fue juntar un montón de piedras.
Mientras caminamos, su nueva obsesión compulsiva me impulsa a examinar todos los solares y sitios por donde pasamos en busca de piedras que recoger.
Caminando a mi lado hacia la parada del autobús, todavía con la manta rosa echada al hombro, Denny dice:
—Solo cojo las piedras que nadie quiere —dice—. Solo cojo una piedra cada noche. Supongo que luego ya se me ocurrirá qué hacer a continuación, ya sabes, después.
La idea es espeluznante. Llevarnos piedras a casa. Reunir tierra.
—¿Te acuerdas de aquella chica, de Daiquiri? —dice Denny—. La bailarina del lunar canceroso —dice—. No dormiste con ella, ¿verdad?
Estamos robando propiedad. Haciendo contrabando de tierra firme.
Y yo digo:
—¿Por qué no?
Somos una pareja de forajidos y cuatreros de tierra.
Y Denny dice:
—Su nombre verdadero es Beth.
Sabiendo cómo piensa Denny, probablemente tiene planes para fundar su propio planeta.
La doctora Paige Marshall extiende un hilo de algo blanco con sus manos enguantadas. Está de pie junto a una anciana desinflada sobre un asiento abatible. La doctora Marshall dice:
—Señora Wintower, necesito que abra la boca todo lo que pueda.
El aspecto amarillento que tienen las manos de uno cuando lleva guantes de látex es idéntico al aspecto de la piel de un cadáver. Los cadáveres del primer año de anatomía con sus cabezas afeitadas y su vello púbico. Los brotes de pelo. La piel podría ser piel de pollo, pollo barato estofado, volviéndose amarilla y llenándose de agujeros donde estaban los folículos. Plumas o pelo, es todo queratina. Los músculos del muslo humano tienen el mismo aspecto que la carne oscura del pavo. Durante el primer año de anatomía, uno no puede comer pollo ni pavo sin estar comiéndose un cadáver.
La mujer inclina la cabeza hacia atrás y enseña los dientes incrustados en la curva de sus encías marrones. La lengua cubierta de sustancia blanca. Tiene los ojos cerrados. Tiene el típico aspecto que tienen las viejas en la comunión, en la misa católica, cuando eres monaguillo y tienes que acompañar al cura cuando pone la hostia en todas esas lenguas viejas. La Iglesia dice que uno puede tomar la hostia con la mano y luego ponérsela en la boca, pero esas mujeres mayores no lo hacen. Si vas a la iglesia y miras la hilera de los comulgantes sigues viendo doscientas bocas abiertas, doscientas viejas extendiendo la lengua hacia la salvación.
Paige Marshall se inclina y le mete el hilo blanco entre los dientes a la vieja. Estira, y cuando el hilo sale vibrando de la boca, saca varios trocitos de sustancia gris. Vuelve a pasarle el hilo entre los dientes y el hilo sale rojo.
En caso de encías sangrantes, véase también: cánceres orales.
Véase también: gingivitis ulcerativa necrotizante.
Lo único bueno de ser monaguillo es que puedes sostener la patena debajo de la barbilla de todas las personas que reciben la comunión. Se trata de un plato dorado con un pie que se usa para recoger la hostia en caso de que se caiga. Aunque una hostia se caiga al suelo hay que comérsela. En ese momento está consagrada. Se ha convertido en el cuerpo de Cristo. En la carne encarnada.
Observo desde detrás mientras Paige Marshall vuelve a meter una y otra vez el hilo ensangrentado en la boca de la vieja. La bata blanca de Paige va quedando salpicada de trozos blancos y grises de porquería. De manchitas rosáceas.
Una enfermera aparece en el umbral y dice:
—¿Todo el mundo bien por aquí? —le dice a la anciana de la silla—, Paige no le está haciendo daño, ¿verdad?
La mujer responde con una gárgara.
La enfermera dice:
—¿Cómo dice?
La vieja traga y dice:
—La doctora Marshall es muy delicada. Más delicada que usted cuando me limpia los dientes.
—Ya casi está —dice la doctora Marshall—, Se está portando muy bien, señora Wintower.
La enfermera se encoge de hombros y se marcha.
Lo bueno de ser monaguillo es darle a alguien en el cuello con la patena. La gente de rodillas con las manos unidas para rezar, las arcadas que sufren justo en el momento en que están siendo tan divinos. Me encantaba.
Cuando el cura les pone la hostia en la lengua, dice: «El cuerpo de Cristo».
Y la persona que recibe la comunión de rodillas dice «Amén».
Lo mejor es darles en la garganta y que el «Amén» les salga como el balbuceo de un bebé. O que graznen como un pato. O que cloqueen como un pollo. Aun así, tienes que fingir que es un accidente. Y no reírte.
—Ya está —dice la doctora Marshall. Se pone de pie y cuando va a tirar el hilo ensangrentado en la papelera me ve.
—No quiero interrumpir —digo.
Está ayudando a la vieja a levantarse de la silla abatible y dice:
—¿Señora Wintower? ¿Puede decir a la señora Tsunimitsu que venga a verme?
La señora Wintower asiente. A través de las mejillas se le ve la lengua palpando el interior de la boca, se tantea los dientes y se succiona los labios hasta convertirlos en una arruga tensa. Antes de salir al pasillo, me mira y dice:
—Howard, ya te he perdonado por serme infiel. No hace falta que sigas viniendo.
—Acuérdese de avisar a la señora Tsunimitsu —dice la doctora Marshall.
Y yo digo:
—¿Y bien?
Y Paige Marshall dice:
—Pues que tengo que hacer higiene dental todo el día. ¿Qué quería?
Necesito saber lo que dice en el diario de mi madre.
—Ah, eso —dice. Se quita los guantes de látex y los mete en una lata de residuos peligrosos—. Lo único que demuestra ese diario es que su madre tenía delirios desde antes de que usted naciera.
¿Qué delirios?
Paige Marshall mira el reloj de la pared. Hace un gesto en dirección a la silla abatible de vinilo de la que acaba de levantarse la señora Wintower y dice:
—Siéntese. —Se pone un par nuevo de guantes de látex.
¿Me quiere pasar el hilo dental?
—Le irá bien para el mal aliento —dice. Desenrolla un trozo de hilo dental—. Siéntese y le diré lo que pone en el diario.
Cuando me siento, el peso de mi cuerpo levanta una nube de mal olor de la silla abatible.
—No he sido yo —digo—. Me refiero al mal olor. No lo he causado yo.
Y Paige Marshall dice:
—Antes de que usted naciera su madre pasó un tiempo en Italia, ¿verdad?
—¿Ese es el gran secreto? —digo.
Y Paige dice:
—¿Qué?
¿Que soy
italiano
?
—No —dice Paige. Se inclina sobre mi boca—. Pero su madre es católica, ¿verdad?
El hilo me hace daño al introducirse entre los dientes.
—Por favor, dígame que es broma
—
le digo. Con sus dedos en la boca le digo—: ¡No puedo ser italiano y católico! Es demasiado.
Le digo que eso ya lo sabía.
Y Paige dice:
—Cállese. —Se inclina hacia atrás.
—¿Y entonces quién es mi padre?
Se inclina sobre mi boca y el hilo restalla entre dos muelas. El sabor de la sangre se acumula en torno a la base de mi lengua. Ella mira atentamente mi boca con los ojos entrecerrados y dice:
—Bueno, si cree en la Santísima Trinidad, entonces usted es su propio padre.
¿Yo soy mi padre?
Paige dice:
—Lo que quiero decir es que la demencia de su madre parece remontarse a antes de que usted naciera. De acuerdo con lo que pone en su diario, ha tenido delirios por lo menos desde los treinta y cinco años.
Ella saca el hilo y varios trocitos de comida le salpican la bata.
Yo le pregunto qué quiere decir con eso de la Santísima Trinidad.
—Ya sabe —dice Paige—, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Tres en uno. San Patricio y el Trébol —dice—. ¿Puede abrir la boca un poco más?
Entonces dígame de una puñetera vez, sin más, le digo, ¿qué dice el diario de mi madre sobre mí?
Ella mira el hilo ensangrentado que acaba de sacarme de la boca, luego mira las salpicaduras de sangre y comida que le han quedado en la bata y dice: