Authors: Chuck Palahnouk
La verdad es que todos los niños criados por una madre soltera en gran medida ya nacen casados. No lo sé, pero hasta que se muere tu madre parece que el resto de las mujeres de tu vida solo pueden ser tus amantes.
En la historia edípica moderna, es la madre la que mata al padre y se lleva al hijo.
Y uno no se puede divorciar de su madre.
Ni matarla.
Y Nico dice:
—¿Qué quieres decir con «el resto de las mujeres de tu vida»? Carajo, ¿de cuántas estamos hablando? —me dice ella—. Me alegro de que usemos condón.
Para una lista completa de parejas sexuales, tendría que repasar el cuarto paso de mi terapia. El cuaderno con mi inventario moral. La historia completa y sin concesiones de mi adicción.
Eso si alguna vez me vuelvo a poner y termino el maldito cuarto paso.
Para toda la gente de la sala 234, elaborar sus doce pasos en las reuniones de adictos al sexo es una herramienta muy valiosa e importante para entender y recuperarse de... bueno, ya te haces una idea.
Para mí es un estupendo seminario de metodología. Pistas. Técnicas. Estrategias para conseguir sexo con las que nunca había soñado. Cuando cuentan sus historias, estos adictos y adictas son puñeteramente geniales. Además están las reclusas que salen para sus tres horas de terapia oral contra la adicción sexual.
Nico entre ellas.
Los miércoles por la noche quieren decir Nico. Los viernes por la noche quieren decir Tanya. Los domingos quieren decir Leeza. Leeza tiene el sudor amarillo por culpa de la nicotina. Casi puedes rodearle la cintura con las manos porque tiene abdominales duros como la roca de tanto toser. Tanya siempre consigue colar algún tipo de juguete sexual de goma, normalmente un consolador o una sarta de bolas de látex. El equivalente sexual del premio que viene con una caja de cereales.
La vieja norma acerca de que algo bello es un placer para siempre: según mi experiencia, incluso la cosa más bella del mundo solo es un placer durante tres horas como mucho. Después querrá contarte con todo detalle sus traumas de infancia. Parte del placer de estar con estas presidiarías es que resulta maravilloso mirar el reloj y saber que en media hora van a estar entre rejas.
Es una historia a lo Cenicienta, pero a medianoche ella se convierte en fugitiva.
No es que no quiera a esas mujeres. Las quiero del mismo modo que uno quiere al póster central de una revista, a un vídeo guarro o a una página web para adultos, y está claro que para un adicto al sexo eso puede representar toneladas de amor. Y tampoco es que Nico me quiera mucho a mí.
No se trata tanto de romance como de oportunidad. Si uno pone a veinte adictos al sexo alrededor de una mesa, noche tras noche, no tiene de qué sorprenderse.
Además están los manuales de rehabilitación para adictos al sexo que venden aquí; en ellos salen todas las formas en que uno siempre quiso tener relaciones sexuales pero no supo cómo. Vienen en un listado de «si uno hace cualquiera de estas cosas, puede ser un adicto». Entre sus interesantes sugerencias están:
¿Corta usted el forro de su traje de baño para que se le vean los genitales?
¿Se deja la bragueta o la blusa abierta y finge que tiene conversaciones en cabinas con paredes de cristal, de forma que la ropa se le abra y se vea que no lleva ropa interior?
¿Hace usted jogging sin sujetador o suspensorio para atraer parejas sexuales?
Mi respuesta a todas estas preguntas es:
¡Caramba, ahora sí que lo haré!
Además, aquí ser un pervertido no es culpa de uno. La conducta sexual compulsiva no siempre consiste en que te chupen la polla. Es una adicción física que está esperando a que el
Compendio de desórdenes mentales
le dé un código propio para que el seguro médico cubra el tratamiento.
Se cuenta que ni siquiera Bill Wilson, uno de los fundadores de Alcohólicos Anónimos, pudo librarse nunca del mono sexual y se pasó toda su vida de abstinencia engañando a su mujer y mortificado por la culpa.
Se cuenta que los adictos al sexo se vuelven dependientes de una química sexual creada por practicar el sexo continuamente. Los orgasmos llenan el cuerpo de endorfinas que matan el dolor y te tranquilizan. Los adictos al sexo en realidad son adictos a las endorfinas, no al sexo. Los adictos al sexo tienen unos niveles naturales inferiores de monoamina oxidasa. En realidad, los adictos al sexo lo que ansían es la péptido feniletilamina que uno segrega en situaciones de peligro, capricho pasajero, riesgo y miedo.
Para un adicto al sexo, tus tetas, tu polla, tu clítoris, tu lengua o el ojete de tu culo son chutes de heroína, siempre están presentes, siempre listos para usarlos. Nico y yo nos queremos tanto como un yonqui quiere a su dosis.
Nico se aprieta fuerte contra mí, frotando mi rabo contra la pared frontal de su cavidad y usando dos dedos húmedos para tocarse.
—¿Y si entra la mujer de la limpieza? —le digo.
Nico me sacude en su interior y dice:
—Oh, sí. Eso sería la hostia.
No consigo imaginar la enorme huella brillante en forma de culo que vamos a dejar sobre las baldosas enceradas. La hilera de lavamanos se inclina hacia abajo. Las luces fluorescentes parpadean y en el reflejo de las tuberías de cromo que hay debajo de cada lavabo se ve la garganta de Nico como un tubo largo y recto, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y la respiración jadeante y dirigida al techo. Sus pechos enormes estampados de flores. La lengua le cuelga a un lado. Los jugos que salen de su interior hierven.
Para no correrme todavía le digo:
—¿Qué les has dicho a tus padres de nosotros?
Y Nico dice:
—Quieren conocerte.
Pienso en algo perfecto para decir a continuación, pero tampoco importa. Aquí se puede decir cualquier cosa. Enemas, orgías, animales, se puede admitir cualquier obscenidad y nadie se sorprende.
En la sala 234 todo el mundo compara hazañas bélicas. Todo el mundo aguarda su turno. Esa es la primera parte de las reuniones. La presentación de cada uno.
Después de las lecturas y las oraciones se discute el tema de la noche. Cada uno trabaja en uno de los pasos. El primer paso es admitir que uno está indefenso. Que uno tiene una adicción y no puede parar. El cuarto paso es contar tu historia, las peores partes. Los momentos más bajos.
El problema con el sexo es el mismo que con cualquier otra adicción. Uno siempre se está recuperando. Uno siempre está recayendo. Portándose mal. Hasta que uno encuentra algo por lo que luchar o se decide por algo contra lo cual luchar. Toda esa gente que dice que quiere una vida libre de compulsiones sexuales, o sea, olvídalo. O sea, ¿qué puede haber que sea mejor que el sexo?
Está claro, la peor mamada es mejor que, digamos, oler la mejor rosa o ver la mejor de las puestas de sol. Mejor que oír reír a los niños.
Creo que nunca veré un poema tan maravilloso como uno de esos orgasmos que te explotan dentro, te provocan un calambre en el culo y te vacían las tripas.
Pintar un cuadro, componer una ópera, eso son cosas que uno hace hasta que encuentra el siguiente culo dispuesto a hacerlo.
En cuanto aparezca algo mejor que el sexo, llamadme. Enviadme un mensaje al busca.
Ninguno de los que están en la sala 234 son Romeos, Casanovas ni donjuanes. No hay Mata Haris ni Salomés. Son gente a la que le das la mano a diario. Ni feos ni guapos. Uno sube en el ascensor con estas leyendas. Te sirven café. Estas criaturas mitológicas te rompen la entrada del cine. Te ingresan los cheques. Te ponen la hostia de la comunión sobre la lengua.
En el lavabo de mujeres, metido dentro de Nico, cruzo los brazos debajo de la cabeza.
Después, durante yo qué sé cuánto rato, no tengo un solo problema en el mundo. No tengo madre. Ni facturas médicas. No tengo una mierda de trabajo en el parque temático. No tengo a un imbécil por mejor amigo. Nada.
No siento nada.
Para hacer que dure, para evitar correrme, le digo al trasero floreado de Nico lo guapa que es, lo dulce que es y cuánto la necesito. Cuánto necesito su piel y su cabello. Para hacer que dure. Porque solamente puedo decirlo ahora. Porque en cuanto este momento acabe, nos odiaremos el uno al otro. En cuanto nos encontremos fríos y sudorosos en el suelo del lavabo, un momento después de corrernos, no querremos ni mirarnos.
La única persona a la que odiaremos más que al otro será a nosotros mismos.
Esos son los únicos minutos en que puedo ser humano.
Solamente durante estos instantes no me siento solo.
Y mientras me cabalga, Nico dice:
—¿Y cuándo voy yo a conocer a tu madre?
—Nunca —digo yo—. Quiero decir, es imposible.
Y Nico, con todo el cuerpo en tensión y machacándome con su cavidad mojada e hirviente, dice:
—¿Está en la cárcel o en el manicomio o algo así?
Sí, lleva allí una buena temporada.
Pregúntale a cualquier tío por su madre mientras está follando y podrás retrasar el gran estallido para siempre.
Nico dice:
—¿Es que está muerta?
—Más o menos.
Ahora, cuando voy a visitar a mi madre, ya no pretendo ser yo.
Joder, ya ni siquiera pretendo conocerme bien.
Ya no.
Parece que la única ocupación de mi madre en este momento de su vida es perder peso. Lo que queda de ella está tan demacrado que parece una marioneta. Algún tipo de efecto especial. Su piel amarillenta es demasiado escasa para que dentro quepa una persona. Sus brazos flacos de marioneta flotan sobre las mantas y siempre tienen pelusas enredadas. Su cabeza consumida se colapsa en torno a la pajita que usa para beber. Cuando venía como yo mismo, como Victor, como su hijo Victor Mancini, no había visita en que al cabo de diez minutos ella no llamara a la enfermera y me dijera que estaba demasiado cansada.
Luego llega una semana en que mi madre cree que yo soy un abogado de oficio que la ha representado un par de veces, Fred Hastings. Su cara se ilumina cuando me ve, se acomoda en su montón de almohadas y niega débilmente con la cabeza.
—Oh, Fred —dice—. Han encontrado mis huellas dactilares en todas esas cajas de tinte para el pelo. Fue una imprudencia temeraria, está clarísimo, pero aun así fue una acción sociopolítica brillante.
Yo le contesto que no es eso lo que parece en la película de la cámara de seguridad de la tienda.
Además, está la acusación de secuestro. Todo está en la grabación de vídeo.
Y ella se ríe, se ríe de verdad y me dice:
—Fred, fuiste un tonto por intentar salvarme.
Sigue hablando de esa forma durante media hora, la mayor parte del tiempo sobre el desafortunado incidente del tinte para el pelo. Luego me pide que le traiga un periódico de la sala de estar común.
En el pasillo frente a su habitación hay una doctora, una mujer con una bata blanca y un sujetapapeles en las manos. Tiene una melena larga y oscura enroscada de tal forma que parece que lleve un cerebro negro en la parte trasera de la cabeza. No lleva maquillaje, así que su cara tiene la textura de la piel limpia. Del bolsillo de la bata le sobresalen unas gafas dobladas con montura negra.
Le pregunto si está a cargo de la señora Mancini.
La doctora mira su sujetapapeles. Abre las gafas, se las pone y vuelve a mirar, diciendo todo el tiempo: «Señora Mancini, señora Mancini, señora Mancini...».
No para de hacer clic con el botón de un bolígrafo que lleva en la mano.
Yo le pregunto:
—¿Por qué sigue perdiendo peso?
La piel que se le ve bajo la raya del pelo, la piel que la doctora tiene delante y detrás de las orejas, es tan lisa y blanca como debe de serlo la piel de las demás zonas donde no le da el sol. Si las mujeres supieran la impresión que producen sus orejas, sus rebordes firmes y carnosos, la pequeña cavidad oscura superior, esos suaves contornos retorcidos que te llevan por sus canales hasta la oscuridad interior, pues bueno, más mujeres llevarían el pelo suelto.
—La señora Mancini —dice— necesita una sonda de estómago. Siente hambre, pero se ha olvidado de lo que significa la sensación. Así que no come.
Yo le digo:
—¿Cuánto va a costar esa sonda?
Una enfermera la llama desde el otro lado del pasillo:
—¿Paige?
La doctora me mira las calzas y el chaleco, la peluca empolvada y los zapatos con hebilla, y me dice:
—¿Qué se supone que es usted?
La enfermera la llama:
—¿Señorita Marshall?
Mi trabajo es demasiado complicado para explicarlo aquí.
—Resulta que soy la espina dorsal de la América de principios del periodo colonial.
—¿Qué quiere decir? —dice ella.
—Un siervo irlandés deportado a América.
Ella se limita a mirarme y asiente con la cabeza. Luego mira su gráfico.
—O le ponemos una sonda de estómago —dice la doctora— o se morirá de hambre.
Miro las cavidades secretas de su oído y le pregunto si tal vez podríamos explorar otras opciones.
Al otro lado del pasillo, la enfermera está plantada con los puños apoyados en las caderas y grita:
—¡Señorita Marshall!
Y la doctora se sobresalta. Levanta el índice para hacerme callar y dice:
—Escuche —dice—, tengo que terminar mi ronda de visitas. Seguiremos hablando la próxima vez que venga.
Se da media vuelta y recorre los diez o doce pasos que la separan de la enfermera:
—Enfermera
Gilman —dice con tono brusco y hablando muy deprisa—, por lo menos podría mostrar un mínimo de respeto y llamarme
doctora Marshall
—dice—. Sobre todo delante de una
visita
—dice—.
Sobre todo
si tiene que gritar de un lado a otro del pasillo. Un mínimo de cortesía,
enfermera
Gilman, creo que me lo merezco, y creo que si empieza a comportarse usted como una profesional descubrirá que todos los que la rodean se muestran más dispuestos a cooperar...
Para cuando le llevo el periódico de la sala de estar, mi madre ya se ha dormido. Tiene sus espantosas manos amarillentas cruzadas sobre el pecho, con una pulsera de plástico del hospital sellada al calor alrededor de la muñeca.
En cuanto Denny se agacha, la peluca se le cae sobre el barro y la mierda de caballo y un par de centenares de turistas japoneses echan a reír y se adelantan todos a una para grabar en vídeo su cabeza rapada.