Authors: Chuck Palahnouk
—Lo siento —digo yo, y voy a recogerle la peluca. Ya no se puede decir que sea blanca y además huele mal, porque no dudes que aquí cada día echan la meada un millón de perros y pollos.
Como está agachado, el fular le cuelga delante de la cara y no le deja ver.
—Tío —me dice Denny—, dime qué está pasando.
Aquí estoy yo, la espina dorsal de la América de principios del periodo colonial.
Esta es la mierda estúpida que hacemos por dinero.
En el extremo de la plaza del pueblo, su alteza lord Charlie, el gobernador colonial, nos está mirando, de pie con los brazos cruzados y los pies separados unos tres metros. Las lecheras van de un lado a otro transportando cubos de leche. Los zapateros martillean zapatos. El herrero aporrea el mismo trozo de metal y finge igual que el resto del mundo que no está mirando a Denny agachado en medio de la plaza del pueblo, colocándose otra vez en el cepo.
—Me han pillado masticando chicle, tío —le dice Denny a mis pies.
Al agacharse, la nariz empieza a moquearle y se la sorbe.
—Está claro —dice mientras sorbe—. Esta vez su alteza se va a chivar al ayuntamiento.
La mitad superior del cepo de madera desciende hasta aprisionarle el cuello y yo se la coloco bien, con cuidado de no pellizcarle la piel.
—Lo siento, tío —le digo—. Vas a pasar un frío de la leche. —Luego cierro el candado. Me saco un trozo de trapo del bolsillo del chaleco.
Un goterón de moco cuelga de la punta de la nariz de Denny, así que le pongo el trapo ahí y le digo:
—Suénate, tío.
Denny se marca una sonada larga y entrecortada que yo noto cómo se deposita en el trapo.
El trapo ya está bastante guarro y cargado, pero si se me ocurre sacar un pañuelo de papel limpio seré el siguiente en la cola para recibir una sanción disciplinar. Hay un millón de maneras de cagarla en este sitio.
Alguien le ha escrito en la nuca «Chúpamela» con rotulador rojo, así que sacudo la peluca hecha un asco y trato de tapar la pintada, pero la peluca está empapada de un agua marrón y asquerosa que le cae por los lados de la cabeza rapada y le gotea de la punta de la nariz.
—Fijo que me destierran —dice sorbiéndose la nariz. Helado y empezando a temblar, Denny dice—: Tío, noto aire en la espalda... Me parece que se me ha salido la camisa de las calzas.
Tiene razón, y los turistas están filmándole la raja del culo desde todos los ángulos. El gobernador colonial no pierde detalle y los turistas siguen grabando cuando yo le agarro la cintura del pantalón a Denny con las dos manos y se la subo.
—Lo bueno de estar en el cepo —dice Denny— es que ya he acumulado tres semanas de abstinencia —dice—. Al menos así no puedo entrar en el retrete cada media hora y, ya sabes, cascármela.
—Cuidado con ese rollo de la recuperación, tío —le digo—. Puede llegar un día en que explotes.
Le cojo la mano izquierda y se la pongo en su sitio, luego la derecha. Este verano Denny ha pasado tanto tiempo en el cepo que se le han hecho unos aros blanquecinos en torno a las muñecas y el cuello allí donde nunca le da el sol.
—El lunes —dice— me olvidé de quitarme el reloj.
La peluca le resbala otra vez y aterriza con un chapoteo en el barro. El fular empapado de mocos y de mierda le cuelga delante de la cara. Los japoneses se ríen en manada, como si esto fuera un gag cómico que hubiéramos ensayado.
El gobernador colonial no nos quita ojo a Denny y a mí en busca de huellas de conducta históricamente inapropiada para poder sacarnos a patadas por la puerta del pueblo y dejar que los salvajes nos bombardeen con sus flechas y masacren nuestros culos desempleados.
—El martes —le dice Denny a mis zapatos—. Su alteza vio que llevaba protector de labios.
La peluca de mierda pesa más cada vez que la recojo. Ahora la sacudo contra el costado de mi bota antes de extenderla sobre la pintada de «Chúpamela».
—Esta mañana —dice Denny sorbiéndose la nariz y escupiendo algo marrón y asqueroso que tenía en la boca—, antes de comer, la comadre Landson me ha pillado fumando un cigarrillo detrás del templo. Luego, mientras estaba aquí metido, un mequetrefe de mierda de cuarto de primaria me ha quitado la peluca y me escrito esta mierda en la cabeza.
Con mi trozo de trapo intento secarle como puedo la porquería de los ojos y la boca.
Varios pollos blanquinegros, sin ojos o con una sola pata, todos deformes, vienen a picotearme las hebillas brillantes de los zapatos. El herrero sigue aporreando su trozo de metal, dos golpes rápidos y tres lentos, una y otra vez, hasta que uno se da cuenta de que es la línea de bajos de una canción vieja de Radiohead que le gusta. Por supuesto, va completamente ciego de éxtasis.
Una lecherita a la que conozco y que se llama Ursula se me queda mirando y yo sacudo el puño delante de la entrepierna, lo que en el lenguaje internacional de los signos significa hacerse una paja. Ruborizándose debajo de su gorro blanco almidonado, Ursula saca una mano pálida y primorosa del bolsillo del delantal y me enseña el dedo en gesto obsceno. Luego se va a estrujarle las tetas a alguna vaca afortunada durante toda la tarde. Y además, sé que se deja sobar por el alguacil del rey porque una vez él me dejó olerle los dedos.
Incluso desde aquí, y a pesar del olor a mierda de caballo, se huele la nube de humo de canutos que emana de ella.
Ordeñar vacas, batir la manteca, está más que claro que las lecheras deben hacer buenas pajas.
—La comadre Landson es una zorra —le digo a Denny—. El tío que hace de pastor dice que le pegó un herpes infernal.
Sí, de nueve a cinco es una aristócrata yanqui, pero a su espalda todo el mundo sabe que fue al instituto en Springburg y que allí todo el equipo de fútbol la conocía como Douche Lamprini.
Esta vez la peluca asquerosa se queda en su sitio. El gobernador colonial renuncia a seguir mirándonos y entra en la aduana. Los turistas se van en busca de otras oportunidades de sacar fotos. Empieza a llover.
—Tranqui, tío —dice Denny—. No hace falta que te quedes aquí a mi lado.
Está claro, hoy es otro día de mierda en el siglo XVIII.
Si llevas pendientes vas a la cárcel. Si te pones un piercing en la nariz. Si te pones desodorante. Vas directo a la cárcel. No pasas turno. No ganas una mierda.
Su alteza el lord gobernador mete a Denny en el cepo al menos dos veces por semana, por mascar tabaco, por ponerse colonia, por afeitarse la cabeza.
Nadie llevaba perilla en la década de 1730, le alecciona su alteza a Denny.
Y Denny le contesta con descaro:
—A lo mejor los colonos de verdad sí.
Y Denny vuelve al cepo.
Nuestro chiste es que Denny y yo hemos dependido el uno del otro desde 1734. Lo nuestro viene de antiguo. Desde que nos conocimos en una reunión de adictos al sexo. Denny me enseñó un anuncio de la sección de clasificados y los dos fuimos a la misma entrevista de trabajo.
Solamente por curiosidad, en la entrevista pregunté si ya habían contratado a la puta del pueblo.
El ayuntamiento en pleno se me quedó mirando. El comité de contratación lo componen seis vejestorios que llevan pelucas coloniales falsas incluso cuando nadie los ve. Lo escriben todo con plumas, plumas de pájaro, mojadas en tinta. El del centro, el gobernador colonial, suspiró. Se reclinó en su asiento y me miró con sus gafas con montura metálica.
—El Dunsboro colonial no tiene puta del pueblo —me dijo.
—¿Y tonto del pueblo? —le dije yo.
El gobernador negó con la cabeza.
—¿Ratero?
No.
—¿Verdugo?
Por supuesto que no.
Este es el problema más grave de los parques temáticos históricos. Siempre dejan fuera la mejor parte. Como el tifus. O el opio. O las letras escarlatas. Hacerle el vacío a alguien. La quema de brujas.
—Ya se les ha avisado —dijo el gobernador— de que todos los aspectos de su conducta y su apariencia deben coincidir con nuestro periodo histórico oficial.
Mi trabajo es representar que soy un siervo irlandés deportado al Nuevo Mundo. Por seis dólares la hora, resulta increíblemente realista.
La primera semana que estuve aquí despidieron a una chica por tararear una canción de Erasure mientras batía manteca. Es como decir: Sí, Erasure son historia, pero no lo bastante. Incluso algo tan antiguo como los Beach Boys te puede meter en problemas. Es como si ni siquiera se les hubiera ocurrido que sus estúpidas pelucas empolvadas, sus calzas y sus zapatos de hebilla son
retro.
Su alteza tiene prohibidos los tatuajes. Los piercings de la nariz tienen que quedarse en el cajón mientras uno trabaja. No se puede masticar chicle. No se puede silbar ninguna canción de los Beatles.
—Cualquier violación del personaje —nos dijo—, y serán castigados.
¿Castigados?
—Se los expulsará —nos dijo—. O podrán pasar dos horas en el cepo.
¿El cepo?
—En la plaza del pueblo —nos dijo.
Está hablando de
bondage.
De sadismo. De representar papeles y de humillación pública. El gobernador te hace llevar medias bordadas, calzas de lana ajustadas sin ropa interior, y a eso le llama autenticidad. Y es el mismo tipo que manda a mujeres al cepo solamente por llevar las uñas pintadas. O eso o te despiden sin subsidio de desempleo ni nada. Y con una mala referencia laboral. Y está claro que nadie quiere que en su currículum ponga que ha sido una mierda de candelero.
Siendo dos tíos solteros de veinticinco años en el siglo XVIII, nuestras opciones eran bastante limitadas. Lacayo. Aprendiz. Enterrador. Tonelero, sea lo que sea. Limpiabotas, sea lo que sea. Limpiador de chimeneas. Granjero. En cuanto alguien dice pregonero, Denny salta:
—Sí. De acuerdo. Eso lo sé hacer. De verdad, me paso la mitad de la vida pregonando mis rollos.
Su alteza mira a Denny y le pregunta:
—Esas gafas que lleva, ¿las necesita?
—Solamente para ver —dice Denny.
Elegí el trabajo porque hay cosas peores que trabajar con tu mejor amigo.
Bueno, especie de mejor amigo.
Con todo, uno esperaría que esto fuera más divertido, un trabajo divertido con un montón de gente del Club de Teatro y miembros del grupo de teatro de la comunidad. No esta cuerda de detritos humanos. Ni estos puritanos hipócritas.
Si el ayuntamiento supiera que la comadre Plain, la costurera, se chuta. Que el molinero está cociendo metanfetaminas. Que el posadero les vende ácidos a los cargamentos de adolescentes aburridos que son arrastrados hasta aquí en excursiones de la escuela. Esos chavales se sientan embobados y miran cómo la comadre Halloway carda la lana y la convierte en hilo y mientras tanto se dedica a aleccionarlos sobre reproducción ovina y pastelillos de hachís. Esta gente, el alfarero colocado de metadona, el soplador de vidrio colocado de Percodan y el platero tragando Vicodin, todos han encontrado su lugar en la vida. El mozo de establo, escondiendo sus auriculares debajo de un tricornio, colocado de ketamina y enchufado a su propia fiesta rave privada, son todos un hatajo de colgados hippies vendiendo su rollo agrícola, pero bueno, eso es solamente mi opinión.
Incluso el granjero Reldon tiene su parcela de hierba de calidad detrás del maíz, las judías y la porquería. Lo que pasa es que la llama cáñamo.
Lo único divertido del Dunsboro colonial es que tal vez sea demasiado auténtico, pero por las razones incorrectas. Todo este ejército de perdedores y chiflados que se esconden aquí porque no se las pueden arreglar en el mundo real, en los trabajos reales: ¿no es por eso que nos fuimos de Inglaterra en realidad? Para establecer nuestra propia realidad alternativa. ¿Acaso los colonizadores no fueron los chiflados de su época? Está claro: en lugar de querer creer algo distinto de Dios, los perdedores con quienes trabajo buscan la salvación en las conductas compulsivas.
O en los pequeños jueguecitos de poder y humillación. Fíjense en su alteza lord Charlie detrás de sus visillos de encaje, no es más que un proyecto frustrado de licenciado en arte dramático. Aquí él es la ley, puede observar a quien está en el cepo y se la machaca con su mano enfundada en un guante blanco. Está claro, esto no te lo enseñan en clase de historia, pero en la época colonial, la persona que se pasaba la noche en el cepo no era nada menos que un blanco legítimo para que todo el mundo se lo pasara por la piedra. Hombre o mujer, cualquiera que estuviera allí agachado no tenía forma de saber quién le estaba dando por detrás, y esta era la verdadera razón por la que nadie quería estar ahí a menos que tuviera a un amigo o pariente que se pasara todo el tiempo con uno. Para protegerlo. Para guardarle la espalda, literalmente.
—Tío —dice Denny—, los pantalones otra vez.
Se los vuelvo a subir.
La lluvia ha mojado la camisa de Denny y se la ha pegado a la espalda esquelética, de forma que se le ven los omóplatos y la línea de la columna, más blancos todavía que el algodón sin blanquear de que está hecha la prenda. El barro le llega por encima de los zuecos de madera y se le mete dentro. Aunque llevo puesto el sombrero, se me está empapando la chaqueta y la humedad hace que me empiecen a picar el rabo y las pelotas que llevo embutidos en la entrepierna de mis calzas de lana. Incluso los pollos lisiados se han largado cloqueando en busca de un sitio seco.
—Tío —dice Denny, sorbiéndose la nariz—, en serio, no hace falta que te quedes.
Por lo que recuerdo de los diagnósticos físicos, la palidez de Denny puede deberse a tumores en el hígado.
Véase también: leucemia.
Véase también: edema pulmonar.
La lluvia empieza a arreciar y las nubes son tan negras que la gente empieza a encender lámparas en el interior. El humo de las chimeneas nos cae encima. Los turistas estarán todos en la taberna bebiendo cerveza australiana en jarras de peltre hechas en Indonesia. En la carpintería, el ebanista estará inhalando pegamento de una bolsa de papel con el herrero y la comadrona mientras ella habla de liderar el grupo musical con el que siempre sueñan pero que nunca acaban de formar.
Estamos todos atrapados. Es 1734 para siempre. Estamos todos atrapados en la misma burbuja temporal, igual que esos programas de televisión donde la misma gente permanece aislada en la misma isla desierta durante treinta temporadas y nunca envejecen ni se escapan. Simplemente llevan más maquillaje. De una forma siniestra, esos programas tal vez sean demasiado auténticos.