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Authors: Chuck Palahnouk

Asfixia (5 page)

De una forma siniestra, me veo aquí durante el resto de mi vida. Es reconfortante, yo y Denny quejándonos de la misma mierda para siempre. Siempre en recuperación. Sí, estoy montando guardia a su lado, pero si quieres una opinión sincera, prefiero ver a Denny en el cepo que dejar que lo destierren y quedarme solo aquí.

No soy tanto un buen amigo como el médico que intenta arreglarte la espalda todas las semanas.

O el camello que te vende la heroína.

«Parásito» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

La peluca de Denny se cae al suelo otra vez. La palabra «Chúpamela» sangra bajo la lluvia, dejando churretes rosáceos por debajo de sus orejas frías y azules, formando goterones rosáceos alrededor de sus ojos y por sus mejillas y cayendo al barro en forma de agua rosácea.

Lo único que se oye es la lluvia, el agua que cae sobre los charcos, sobre los tejados de paja y sobre nosotros, la erosión.

No soy tanto un buen amigo como el salvador que quiere que lo adores para siempre.

Denny vuelve a estornudar. Una madeja larga de flema amarillenta le sale de la nariz y aterriza sobre la peluca en el suelo, y dice:

—Tío, no me vuelvas a poner ese trapo asqueroso en la cara, ¿vale? —Se sorbe la nariz. Luego tose y las gafas se le caen encima de todo el potaje.

Las descargas nasales quieren decir rubéola.

Véase también: tos ferina.

Véase también: neumonía.

Sus gafas me recuerdan a la doctora Marshall, y le digo que hay una chica nueva en mi vida, una doctora de verdad, y en serio, vale la pena trabajármela.

—¿Sigues encallado en tu cuarto paso? —me dice—. ¿Necesitas ayuda para recordar cosas que escribir en tu cuaderno?

La historia completa y sin concesiones de mi adicción sexual. Oh, sí. Los momentos más bajos y degradantes.

—Todo requiere moderación, tío —le digo—. También recuperarse.

No soy tanto un buen amigo como el padre que nunca quiere que crezcas.

Y boca abajo, Denny dice:

—Va bien acordarse de la primera vez de todo —dice—. La primera vez que me la casqué pensé que era algo que había inventado yo. Miré aquel puñado de porquería viscosa y pensé:
Con esto me voy a hacer rico.

La primera vez de todo. El inventario incompleto de mis crímenes. Una cosa incompleta más en mi vida llena de cosas incompletas.

Y todavía boca abajo, sin ver nada en el mundo más que barro, Denny dice:

—¿Tío, todavía estás ahí?

Y yo le vuelvo a poner el trapo en la nariz y le digo:

—Suénate.

5

La luz que usaba el fotógrafo era cruda y proyectaba sombras muy oscuras en la pared de bloques de cemento que tenían de fondo. Una simple pared pintada en el sótano de alguien. El mono parecía cansado y tenía manchas de sarna. El tipo estaba en mala forma, pálido y con michelines, pero estaba ahí, relajado y agachado, abrazándose las rodillas con los brazos y con la tripa de chucho colgando, mirando a la cámara por encima del hombro y sonriendo.

«Beatífico» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

Lo que al niño le gustó primero de la pornografía no tenía que ver con el sexo. No eran las fotos de gente guapa follando entre sí, con las cabezas echadas hacia atrás y poniendo aquellas caras de orgasmo fingido. Al principio no fue eso. Ya había encontrado un montón de fotos en Internet antes de saber qué era el sexo. Tenían Internet en todas las bibliotecas. Tenían Internet en todas las escuelas.

Igual que uno puede mudarse de una ciudad a otra y encontrar siempre una iglesia católica y una misa que es la misma en todas partes, el niño siempre pudo encontrar Internet, no importaba a qué hogar de adopción lo enviaran. Lo cierto es que si Jesucristo se hubiera reído en la cruz, o si hubiera escupido sobre los romanos, si hubiera hecho algo más que limitarse a sufrir, al niño le habría gustado mucho más la Iglesia.

Lo cierto es que su página web favorita no era especialmente sexy, al menos no para él. En ella uno encontraba simplemente una docena de fotografías de un tío regordete vestido de Tarzán con un orangután aturdido y entrenado para ir metiendo algo que parecían cacahuetes tostados por el culo del tío.

El tío tenía el taparrabos de piel de leopardo apartado a un lado y la goma elástica de la cintura hundida bajo los michelines de la cintura.

El mono estaba agachado, con el siguiente cacahuete a punto.

No tenía nada de sexy. Y, sin embargo, el contador mostraba que más de medio millón de personas habían visitado la página.

«Peregrinaje» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

El mono y los cacahuetes eran algo que el niño no podía entender, pero en cierta forma admiraba a aquel tío. El niño era estúpido, pero se daba cuenta de que aquello era algo que se le escapaba. La verdad era que la mayoría de la gente ni siquiera se atreverían a dejar que un mono los viera desnudos. Les aterraría el aspecto que pudiera tener su ojete, que pudiera tener un aspecto demasiado rojo o acolchado. La mayor parte de la gente no tendría agallas para agacharse delante de un mono, mucho menos de un mono y una cámara y varios focos, y en caso de hacerlo primero tendrían que hacer un trillón de abdominales, ir a una cabina de bronceado y cortarse el pelo. Después pasarían horas agachados delante de un espejo intentando encontrar su mejor perfil.

Y luego, por mucho que no fueran más que cacahuetes, uno tendría que permanecer relajado.

La mera idea de hacer audiciones con monos era aterradora, la posibilidad de ser rechazado por un mono tras otro. Seguro que puedes pagar bastante dinero a una persona para que te meta cosas dentro o te haga fotos. Pero un mono. Un mono siempre es sincero.

Tu única esperanza sería contratar a aquel mismo orangután, que es obvio que no era muy exigente. O eso o estaba excepcionalmente bien entrenado.

La cuestión es que todo esto sería mucho menos interesante si uno fuera guapo y sexy.

La cuestión es que en un mundo donde todo el mundo tiene que estar guapo todo el tiempo, aquel tío no lo era. Ni el mono tampoco. Y lo que estaban haciendo no era bonito.

La cuestión es que el sexo no fue la parte de la pornografía que enganchó al niño estúpido. Fue la confianza. El valor. La falta total de vergüenza. La comodidad y la sinceridad genuina. La franqueza que permitía a alguien ser capaz de salir allí y contarle al mundo:
Sí, así es como yo decido pasar una tarde libre. Posando aquí con un mono metiéndome cacahuetes por el culo.

Y no me importa el aspecto que tengo. Ni lo que vosotros penséis.

Así que apañaos como podáis.

Al insultarse a sí mismo estaba insultando al mundo.

Y aunque el tío no se lo estaba pasando en grande, su capacidad de sonreír y de mantener el tipo resultaba todavía más admirable.

De la misma forma que todas las películas pomo implican a una veintena de personas fuera de plano, cosiendo, comiendo bocadillos y mirándose el reloj mientras otra gente está desnuda y tiene relaciones sexuales a unos pocos metros de distancia...

Para el niño estúpido aquello fue una iluminación. Llegar a estar en el mundo tan cómodo y lleno de confianza sería el nirvana.

«Libertad» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

Aquella era la clase de orgullo y seguridad en sí mismo que el niño quería tener. Algún día.

Si fuera él el que saliese en aquellas fotos con el mono, las miraría todos los días y pensaría:
Si puedo hacer esto, puedo hacer cualquier cosa.
No importa a qué más te enfrentes, si puedes sonreír y reírte mientras un mono te mete cacahuetes en un sótano húmedo de cemento con alguien sacando fotos, bueno, cualquier otra situación será pan comido.

Hasta el infierno.

Cada vez más, para el niño estúpido, esa era la idea...

Que si había bastante gente mirándote, nunca más ibas a necesitar la atención de nadie.

Que si algún día te desenmascaraban y quedabas lo bastante expuesto, nunca más ibas a poder esconderte. No habría diferencia entre tu vida pública y tu vida privada.

Que si uno adquiría bastantes cosas, si lograba bastantes cosas, ya nunca querría poseer o conseguir nada más.

Que si uno podía comer o dormir lo bastante ya nunca necesitaría más.

Que si te quería bastante gente, nunca más necesitarías amor.

Que alguna vez se podía ser lo bastante listo.

Que algún día se podía conseguir suficiente sexo.

Todas estas se convirtieron en las nuevas metas del niño. En las ilusiones que habría de tener para el resto de su vida. Aquellas eran las promesas que vio en la sonrisa del tipo gordo.

Así que a partir de entonces, siempre que estaba asustado, triste o solo, todas las noches que se despertaba presa del pánico en un nuevo hogar de adopción, con el corazón latiendo a toda prisa y la cama mojada, cada día que empezaba la escuela en un vecindario distinto, cada vez que la mamaíta volvía a buscarlo, en cada habitación roñosa de motel, en cada coche de alquiler, el niño se acordaba de aquellas doce mismas fotos del hombre gordo agachado. Del mono y los cacahuetes. Y aquello tranquilizaba al mocosillo de mierda. Le mostraba lo valiente, fuerte y feliz que puede llegar a ser una persona.

Que la tortura es tortura y la humillación es humillación solamente si uno elige sufrir.

«Salvador» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

Y es divertido ver cómo cuando alguien te salva, lo primero que quieres hacer es salvar a otra gente. A todos los demás. A todo el mundo.

El niño nunca supo cómo se llamaba aquel tipo. Pero nunca olvidó aquella sonrisa.

«Héroe» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

6

Cuando vuelvo a visitar a mi madre soy otra vez Fred Hastings, su antiguo abogado de oficio, y me tiene de cháchara toda la tarde. Hasta que le digo que sigo soltero y ella me dice que es una pena. Entonces enciende la televisión y pone un culebrón, ya sabes, gente real fingiendo que es gente falsa con problemas inventados que son vistos por gente real para olvidar sus problemas reales...

En la siguiente visita vuelvo a ser Fred, pero estoy casado y tengo tres hijos. Eso está mejor, pero tres hijos... Tres son demasiado. La gente debería pararse en los dos, me dice.

En la siguiente visita tengo dos.

En cada visita queda menos de ella bajo la manta.

En otro sentido, cada vez hay menos de Victor Mancini sentado en la silla junto a la cama.

Al día siguiente soy yo de nuevo y no pasan más de unos minutos antes de que mi madre llame a la enfermera para que me acompañe al vestíbulo. Permanecemos los dos sentados sin hablar hasta que recojo mi chaqueta y ella me dice:

—¿Victor?

Está amasando una bola de pelusa con los dedos, haciéndola cada vez más pequeña y apretada, y cuando por fin levanta la vista y me mira, dice:

—Fred Hastings ha estado aquí. Te acuerdas de Fred, ¿no?

Sí, me acuerdo.

Ahora tiene una mujer y dos hijos perfectos. Es una alegría enorme, me dice mi madre, ver que la vida le va bien a una persona tan buena.

—Le he dicho que compre tierra —dice mi madre—. Ya no la fabrican.

Le pregunto a quién se refiere y ella aprieta otra vez el botón de la enfermera.

Cuando salgo me encuentro a la doctora Marshall esperando en el pasillo. Está delante de la puerta de mi madre, pasando páginas de su sujetapapeles, y levanta la vista para mirarme con los ojos empequeñecidos por sus gruesas gafas. Su única mano libre no para de hacer clic con el bolígrafo, deprisa.

—¿Señor Mancini? —dice. Se dobla las gafas, se las guarda en el bolsillo de la bata y dice—: Es importante que discutamos el caso de su madre.

La sonda de estómago.

—Preguntó usted por otras opciones —dice.

En la cabina de la enfermera al otro lado del pasillo hay tres enfermeras de planta mirándonos y haciendo corro con las cabezas. Una que se llama Dina grita en nuestra dirección:

—¿Hace falta que os hagamos de carabinas?

La doctora Marshall les dice:

—Métanse en sus asuntos, por favor.

Y a mí me susurra:

—En estas empresas pequeñas, el personal se comporta como si todavía estuviera en el instituto.

Me lo hice con una Dina.

Véase también: Clare, enfermera titulada.

Véase también: Pearl, enfermera auxiliar.

La magia del sexo es que se adquiere sin la carga de la posesión material. No importa cuántas mujeres te lleves a casa, nunca hay problemas de almacenamiento.

Le digo a la doctora Marshall, la de las orejas y las manos temblorosas:

—No quiero alimentarla a la fuerza.

Con las enfermeras todavía mirándonos, la doctora Marshall me coge el brazo por detrás y me aleja de ellas, diciendo:

—He estado hablando con su madre. Es una gran mujer. Sus acciones políticas. Sus manifestaciones. Debe usted quererla mucho.

Y yo le digo:

—Bueno, yo no diría tanto.

Nos detenemos y la doctora Marshall susurra algo que me obliga a acercarme para oírla. A acercarme demasiado. Las enfermeras siguen mirando. Y respirándome en el pecho, me dice:

—¿Y si pudiéramos restablecer por completo la mente de su madre? —Sin parar de hacer clic con el bolígrafo, me dice—: ¿Y si pudiéramos volver a convertirla en la mujer inteligente, fuerte y radiante que solía ser?

Mi madre, tal como solía ser.

—Tal vez sea posible —dice la doctora Marshall.

Y sin pensar en la impresión que puedo causar, le digo:

—Dios no lo permita.

Luego me apresuro a decir que tal vez no sea una buena idea.

Al otro lado del pasillo las enfermeras se están riendo, tapándose la boca con las manos. E incluso desde lejos se puede oír a Dina diciendo:

—Le estaría bien empleado.

En mi siguiente visita, vuelvo a ser Fred Hastings y mis dos niños sacan sobresalientes en la escuela. Esa semana, la señora Hastings está pintando el comedor de verde.

—El azul es mejor —dice mi madre— para una habitación donde va a haber comida.

A partir de ese día, el comedor es azul. Vivimos en East Pine Street. Somos católicos. Tenemos nuestro dinero en el City First Federal. Tenemos un Chrysler.

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