—Muchas gracias por la advertencia, joder —dije enfadada, levanté la cabeza pero no lo encontré.
Confusa, me levanté y me encontré a Ceri sentada en la mesa con la cabeza entre las manos y los pies desnudos metidos debajo del cuerpo. El fluorescente estaba apagado y una única vela blanca iluminaba con un fulgor suave la oscuridad de un amanecer nublado. Me quedé mirando la ventana. ¿
Ya había salido el sol? Debía de haberme desmayado
.
—¿Dónde está? —dije sin aliento y me puse pálida cuando vi que eran casi las ocho.
Ceri levantó la cabeza y me quedé de piedra al ver lo cansada que parecía.
—¿No te acuerdas?
Me rugió el estómago y sentí en él un vacío incómodo.
—No. ¿Se ha ido?
Ceri se volvió y me miró directamente.
—Él recuperó su aura y tú recuperaste la tuya. Rompiste el vínculo con él. Gritaste, lo llamaste hijo de puta y le dijiste que se fuera. Cosa que hizo… después de pegarte con tal fuerza que te quedaste sin sentido.
Me palpé la mandíbula y después la nuca. La sensación era la misma, francamente desagradable. Estaba mojada y tenía frío; me levanté y me abracé con fuerza.
—De acuerdo. —Me palpé las costillas y decidí que no había nada roto—. ¿Algo más que debiera saber?
—Te bebiste una cafetera entera en unos veinte minutos.
Eso quizá explicase los temblores. Tenía que ser eso. Ser más lista que un demonio empezaba a convertirse ya en costumbre. Me senté al lado de Ceri y exhalé un largo suspiro. Ivy no tardaría en llegar.
—¿Te gusta la lasaña?
En su rostro floreció una sonrisa.
—Oh, sí, por favor.
Mis deportivas no hacían ruido en la sosa moqueta de los pasillos traseros de Trent. Conmigo estaban Quen y Jonathan, lo que me dejaba intentando decidir si eran una escolta o más bien carceleros. Ya habíamos serpenteado por las zonas públicas de las oficinas y salas de reuniones envueltas en un silencio dominical tras las que Trent ocultaba sus actividades ilegales. De cara al público, Trent controlaba una buena parte de los medios de transporte que atravesaban Cincinnati, llegaban de todas direcciones y en esas mismas direcciones partían: vías férreas, carreteras e incluso un pequeño aeropuerto municipal.
En privado, lo que Trent dirigía era bastante más que eso y utilizaba esos mismos medios de transporte para sacar sus productos genéticos ilegales y expandir la distribución de azufre. Que Saladan estuviera metiéndose en su negocio, y encima en su propia ciudad, seguramente tenía al tío hasta los mismísimos. Era casi como si alguien le hubiese hecho un gesto insultante sacándole el dedo. Y esa noche iba a ser toda una lección cuando Trent o rompiera ese dedo y se lo metiera a Saladan por el orificio que tuviera más a mano, o se llevase una sorpresa muy desagradable. Trent no me caía bien pero lo mantendría con vida si se trataba de lo último.
Aunque no sé por qué
, pensé mientras seguía a Quen. Allí abajo no había nada, ni siquiera lucía las decoraciones festivas institucionales que adornaban la parte frontal. Aquel hombre era una babosa. Me había perseguido como un animal la vez que me había pillado robando pruebas de su sucursal, y me acaloré un poco cuando me di cuenta de que estábamos en el pasillo que llevaba a esa misma habitación.
Medio paso por delante de mí, Quen estaba tenso, vestido con aquel mono negro que se parecía un poco a un uniforme. Ese día llevaba encima una americana ceñida verde y negra y parecía que Scotty, el de
Star Treck
, lo iba a teletransportar en cualquier momento. El pelo me rozaba el cuello y giré la cabeza a propósito para sentir las puntas cosquilleándome los hombros. Me lo había cortado esa tarde para igualarlo con el trozo que se había llevado Al, pero el aclarado con crema que había usado la peluquera no había hecho mucho por domarlo.
Llevaba al hombro una bolsa para ropa con el conjunto que me había elegido Kisten, recién sacado de la tintorería. Incluso me había acordado de las joyas y las botas. No pensaba ponérmelo hasta tener la certeza de que iba a aceptar aquel encargo. Sospechaba que Trent podría tener otras ideas, y mis vaqueros y la sudadera con el logotipo de los Howlers parecían fuera de lugar junto a la elegancia hecha a medida de Jonathan.
Aquel desagradable hombre permanecía a tres irritantes pasos por detrás de nosotros. Nos había recibido en las escaleras del edificio principal de Trent y desde entonces había permanecido en silencio, una presencia fría, profesional y acusadora. Medía dos metros cinco como poco y tenía unos rasgos puntiagudos y severos y una nariz ganchuda y aristocrática que parecía estar oliendo algo desagradable. Sus ojos eran de un frío color azul y su cabello negro y cuidadosamente cortado comenzaba a encanecer. Odiaba a aquel tipo y estaba intentando con todas mis fuerzas olvidar que me había atormentado cuando había sido un visón atrapado en la oficina de Trent durante tres irreales días.
Con el calor del recuerdo me tuve que quitar la cazadora mientras caminábamos, no sin cierto esfuerzo ya que ninguno de los dos hombres se ofreció a ayudarme con la bolsa de la ropa. Cuanto más nos adentrábamos, más se percibía la humedad del aire. Tenue hasta el punto de ser casi subliminal se oía el ruido de agua corriendo, traída hasta allí desde quién sabía dónde. Frené un poco cuando reconocí la puerta de la sucursal de Trent. Detrás de mí, Jonathan se detuvo pero Quen continuó sin detenerse y yo me apresuré a alcanzarlo.
Estaba claro que a Jonathan el asunto no le hacía mucha gracia.
—¿Adónde la llevas? —preguntó con tono beligerante.
Los pasos de Quen se entumecieron un poco.
—A ver a Trenton. —No se dio la vuelta ni cambió el ritmo.
—Quen… —Había una advertencia en la voz de Jonathan. Yo volví la cabeza con una mirada burlona, encantada de ver que aquel rostro largo y arrugado mostraba preocupación en lugar de su eterna mirada desdeñosa y arrogante. Con el ceño fruncido, Jonathan se apresuró a adelantarnos antes de llegar a la puerta de madera arqueada del final del pasillo. El altísimo tipo se metió por delante y puso una mano encima del pesado cerrojo de metal cuando Quen fue a cogerlo.
—No la vas a llevar ahí dentro —le advirtió Jonathan.
Yo cambié de posición la bolsa de la ropa, que hizo el sonido característico del nailon contra la ropa; iba mirando de uno a otro a medida que las corrientes políticas pasaban entre ellos. No sabía lo que había tras aquella puerta pero tenía que ser bueno.
El hombre más bajo y más peligroso entrecerró los ojos y las cicatrices de la viruela se quedaron blancas en un rostro que de repente se puso rojo.
—Esta noche es ella la que lo va a mantener con vida —dijo—. No pienso hacer que se cambie y lo espere en una simple oficina como si fuera una puta pagada.
En los ojos azules de Jonathan había incluso más determinación. Se me aceleró el pulso y me aparté de los dos.
—Muévete —entonó Quen; su voz, sorprendentemente profunda, resonó por todo mi cuerpo.
Aturdido, Jonathan dio un paso atrás. A Quen se le tensaron los músculos de la espalda y tiró de la puerta.
—Gracias —dijo sin sinceridad alguna al tiempo que se abría la puerta, lenta por la inercia.
Me quedé con la boca abierta: ¡aquella puñetera puerta tenía quince centímetros de grosor! El sonido del agua corriente se multiplicó, acompañado por el olor a nieve húmeda, pero el caso era que no hacía frío; eché un vistazo por encima de los estrechos hombros de Quen y vi una moqueta con un suave jaspeado y una pared forrada de paneles de una madera oscura que se había aceitado y frotado hasta hacerla resplandecer con un profundo brillo dorado. Eso, pensé mientras seguía a Quen al interior, tenía que ser el alojamiento privado de Trent.
El corto pasillo se extendió de inmediato, convertido en el corredor de un segundo piso. Me detuve en seco cuando me asomé a la gran habitación que teníamos debajo. Era impresionante, unos cuarenta metros de largo, la mitad de ancha y con una altura de unos seis metros. Habíamos salido en el segundo piso, que abrazaba el techo. Abajo, entre la suntuosa moqueta y las maderas, había colocados sin orden aparente asientos varios en forma de sofás, sillones y mesitas de café. Todo estaba decorado en suaves tonos tierra, acentuados por el granate y el negro. Una chimenea del tamaño de un camión de bomberos ocupaba una pared entera pero lo que me llamó la atención de verdad fue el ventanal que iba del suelo al techo, se extendía por toda la pared que tenía enfrente y dejaba entrar la luz oscura de primeras horas de la noche.
Quen me tocó el hombro y empecé a bajar las amplias escaleras enmoquetadas. Mantuve una mano en la barandilla porque no podía apartar los ojos del ventanal, fascinada. Ventanal, no ventanales, porque parecía un único cristal. No me parecía que un cristal tan grande fuera muy acertado en términos estructurales pero allí estaba, como si no tuviera un grosor superior a unos cuantos milímetros y sin distorsión alguna. Como si no hubiera nada.
—No es plástico —dijo Quen en voz baja, con los ojos verdes clavados en la vista—. Es energía de línea luminosa.
Lo miré de repente y leí en sus ojos que me decía la verdad. Al ver mi asombro, una leve sonrisa se abrió paso entre sus rasgos marcados por la Revelación.
—Es la primera pregunta que hace todo el mundo —dijo para demostrar que sabía lo que yo había estado pensando—. El sonido y el aire son lo único que puede pasar.
—Debe de haber costado una fortuna —dije mientras me preguntaba cómo sacaban la habitual calima roja de siempre jamás. Tras la energía había una vista despampanante de los jardines privados de Trent, cubiertos de nieve. Un risco de roca se elevaba casi a la misma altura del tejado y una catarata caía por encima y dejaba bandas cada vez más gruesas de hielo que resplandecían con las últimas luces del día. El agua se remansaba en una cuenca de aspecto natural que yo habría apostado a que no lo era y se convertía en un arroyo que serpenteaba entre las enraizadas plantas y arbustos de hoja perenne hasta que desaparecía.
Una terraza grisácea por el tiempo y despojada de nieve se extendía entre el ventanal y el jardín. Mientras descendía sin prisas al nivel inferior, decidí que el disco redondo de cedro que estaba al mismo nivel que la terraza y del que se filtraba algo de vapor debía de ser un
jacuzzi
. No muy lejos había una zona más baja con mesas y sillas para hacer fiestas en el patio. Yo siempre había pensado que la parrilla de Ivy, con su cromo reluciente y sus enormes quemadores, era una pasada pero me imaginaba que lo que tuviera Trent sería hasta obsceno.
Me encontré en el piso bajo y bajé los ojos, de repente tenía la sensación de que estaba caminando sobre marga en lugar de una moqueta.
—Muy bonito —dije sin aliento y Quen me indicó que esperara en el conjunto de sillones más cercano.
—Voy a avisarlo —dijo el jefe de seguridad. Le lanzó a Jonathan lo que me pareció una mirada de advertencia antes de regresar sobre sus pasos hasta el segundo piso y desvanecerse en una zona invisible de la casa.
Dejé la cazadora y la bolsa de la ropa en un sofá de cuero y fui girando poco a poco. Desde allí abajo la chimenea parecía más grande todavía. No estaba encendida y tuve la sensación de que podría meterme en el hogar sin tener que agacharme. Al otro lado de la habitación había un escenario bajo con amplificadores incrustados y un juego de luces. Delante se extendía una pista de baile de buen tamaño rodeada de mesas de cóctel.
Oculta y acogedora bajo el refugio de la balconada del segundo piso había una barra larga, con la madera bien pulida y el cromo reluciente. También había más mesas, más grandes y más bajas. Unas macetas enormes repletas de un follaje de color verde oscuro que podían florecer con luz más tenue las rodeaban para proporcionarles una intimidad de la que carecía aquel salón de planta abierta.
El ruido de la catarata se había retirado a toda prisa hasta convertirse en un burbujeo de fondo imperceptible, entonces me envolvió la quietud de la sala. No había sirvientes, nadie que se moviera por la sala, ni siquiera una vela típica de las festividades o un plato de dulces. Era como si aquella habitación estuviera atrapada en el hechizo de un cuento de hadas, a la espera de que alguien la despertara. No me parecía que se hubiera usado para lo que estaba diseñada desde la muerte del padre de Trent. Once años era mucho tiempo para estar en silencio.
Me sentí en paz en el silencio de la habitación, cogí aire poco a poco y me giré para encontrarme con Jonathan, que me miraba con desagrado. La leve tensión de su mandíbula me hizo mirar al lugar por el que había desaparecido Quen. Una sonrisa ligera me crispó la comisura de los labios.
—Trent no sabe lo que habéis tramado vosotros dos, ¿verdad? —dije—. Cree que es Quen el que va con él esta noche.
Jonathan no dijo nada pero el espasmo de uno de sus ojos me dio la razón. Esbocé una sonrisa engreída y dejé el bolso en el suelo, junto al sofá.
—Apuesto a que Trent podría dar una fiesta de padre y muy señor mío —apunté con la esperanza de que dijera algo. Jonathan no dijo nada. Rodeé una mesa baja de café y me planté con las manos en las caderas delante de la «ventana».
Mi aliento hizo rizarse la lámina de siempre jamás. Incapaz de resistirme, la toqué. Quité la mano de repente y ahogué un grito. Me atravesó una sensación extraña, como si algo me atrajera, y me sujeté una mano con la otra como si me hubiera quemado. Estaba fría. La lámina de energía estaba tan fría que quemaba.
Volví la cabeza y miré a Jonathan, esperaba ver una sonrisa engreída pero se había quedado mirando el ventanal con una expresión de sorpresa en su larga cara.
Seguí su mirada con los ojos y sentí un nudo en el estómago cuando me di cuenta que la ventana ya no era transparente sino que lucía unos cuantos torbellinos de tonos ambarinos y dorados. Mierda. Había asumido el color de mi aura. Era obvio que Jonathan no se lo esperaba. Me pasé la mano por mi nuevo corte de pelo.
—Eh… vaya.
—¿Qué le has hecho a la ventana? —exclamó.
—Nada. —Di un paso atrás con aire culpable—. Solo la toqué, nada más. Lo siento.
Los rasgos ganchudos de Jonathan adquirieron un aspecto más desagradable todavía y se me acercó con pasos largos y bruscos.
—Maldita arpía. ¡Mira lo que le has hecho a la ventana! No pienso permitir que Quen te confíe la seguridad del señor Kalamack esta noche.