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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Antes bruja que muerta (43 page)

BOOK: Antes bruja que muerta
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Ivy dudó un momento.

—¿Puedo usarlas? —preguntó al confundir mi silencio con desaprobación.

—Claro, quédatelas —dije, me preguntaba qué estaba pasando. No la había visto con tanto cuero puesto desde que había aceptado aquel encargo para liberar a un niño vampiro de un ex celoso. Y la verdad era que yo tampoco quería que me devolvieran ninguna estaca usada.

—Gracias. —Taconeando con las botas por el linóleo, se dirigió a la cafetera. Su rostro ovalado se arrugó con una expresión irritada cuando vio la jarra vacía.

—¿Tienes un trabajo? —pregunté.

—Algo así. —Su entusiasmo se atenuó y la observé tirar los posos del café. Me venció la curiosidad y aparté de un tirón la tela de seda para ver lo que cubría.

—¡Joder! —exclamé cuando encontré un trozo brillante de acero que olía un poco a aceite—. Pero ¿de dónde has sacado una espada?

—Bonita, ¿a que sí? —Sin volverse, puso tres cucharadas de café en el filtro y enchufó la cafetera—. Y eso no se puede rastrear como las balas o los amuletos.

Ah, qué idea tan cálida y confusa.

—¿Sabes usarla?

Ivy se apartó de la encimera. Yo me eché atrás en la silla cuando mi compañera de piso quitó la tela, cogió la empuñadura de la fina espada y la sacó de la vaina. Salió con el susurro musical del acero, que me acarició el oído interno. Como la seda al hundirse, la postura de Ivy se fundió en una pose clásica, con el brazo libre arqueado por encima de la cabeza y el brazo de la espada doblado y extendido. No se leía nada en su rostro cuando miró la pared, con el cabello negro meciéndose hasta por fin detenerse.

Mi compañera de piso era una puñetera guerrera samurai vampiresa. Esto cada vez se ponía mejor.

—Y además sabes usarla —dije con tono débil.

Ivy me lanzó una sonrisa mientras se levantaba y la volvía a enfundar.

—Di clases desde quinto hasta que terminé el instituto —dijo al dejarla en la mesa—. Crecí tan rápido que me costaba mantener el equilibrio. No hacía más que tropezarme con todo. Especialmente con personas que me ponían de los nervios. En la adolescencia es cuando empiezan a notarse los reflejos más rápidos. Practicar con la espada me ayudaba, así que seguí haciéndolo.

Me lamí la sal de los dedos y aparté las palomitas. Estaba dispuesta a apostar a que en las clases había una buena parte de la lección dedicada al autocontrol. Me sentía bastante más relajada al ver que las velas parecían funcionar y estiré las piernas bajo la mesa, me apetecía un poco de café. Ivy revolvió en uno de los armarios de arriba y sacó su termo. Yo le eché un buen vistazo al café que empezaba a bajar con la esperanza de que no se lo llevara todo.

—Bueno —dijo mientras llenaba el termo de agua caliente para calentarlo—. Tienes la misma cara que el vampiro que desangró al gato.

—¿Disculpa? —dije con un nudo en el estómago.

Ivy se volvió y se secó las manos con un trapo de cocina.

—¿Ha llamado Nick?

—No —dije, tajante.

Sonrió un poco más, después se apartó el pelo de la cara.

—Bien. —Y después, en voz baja, repitió—: Eso está bien.

No era por ahí por donde yo quería que discurriera la conversación. Me levanté, me limpié las manos en los vaqueros y me acerqué descalza a subir el fuego bajo el popurrí. Ivy abrió la nevera de un tirón y sacó un tarro de queso para untar y una bolsa de bollos de pan. Aquella mujer comía como si las calorías no pudieran pegarse a ella.

—¿Jenks no vuelve? —pregunté, aunque la respuesta era obvia.

—No. Pero sí que habló conmigo. —Había una expresión frustrada en sus ojos—. Le dije que yo también sabía lo que era Trent y que ya era hora de que lo superara. Ahora tampoco me habla a mí. —Quitó la tapa del queso para untar y extendió una buena cantidad en un bollo—. ¿Crees que deberíamos poner un anuncio en el periódico?

Levanté la cabeza.

—¿Para sustituirlo? —tartamudeé.

Ivy le dio un mordisco al pan y sacudió la cabeza.

—Solo para que espabile un poco —dijo con la boca llena—. Quizá si ve que ponemos un anuncio para buscar un pixie de apoyo decida hablar con nosotras.

Fruncí el ceño, me senté en mi sitio y me repantingué, después estiré las piernas y apoyé los pies descalzos en la silla vacía de Ivy.

—Lo dudo. Sería típico de él mandarnos a hacer puñetas.

Ivy levantó un hombro y lo dejó caer.

—Tampoco es que podamos hacer nada hasta la primavera.

—Supongo. —Dios, qué depresión. Tenía que encontrar un modo de disculparme con Jenks. Quizá si le enviara uno de esos telegramas con un payaso. Quizá si el payaso fuera yo—. Volveré a hablar con él —dije—. Le llevaré un poco de miel. Quizá si lo emborracho me perdone por ser tan burra.

—Iré a comprar un poco de camino —se ofreció—. He visto una miel de
gourmet
hecha de flor de cerezos japoneses.

Sacó el agua del termo y lo volvió a llenar con toda la jarra de café, después encerró aquel aroma celestial en metal y cristal.

Contuve la desilusión y bajé los pies de la silla. Era obvio que ella también había estado pensando en cómo aplacar el orgullo de Jenks.

—¿Y dónde vas tan tarde con un termo de café, una bolsa de estacas y esa espada? —pregunté.

Ivy se apoyó en la encimera con la elegancia felina de una pantera negra y el bollo de pan a medio comer entre los dedos.

—Tengo que tener una pequeña charla con unos vampiros que se creen alguien. He de mantenerlos despiertos pasada su hora de acostarse. La espada es solo para impresionar, las estacas para que me recuerden y el café es para mí.

Hice una mueca y me imaginé lo desagradable que podía resultar que Ivy no te dejara irte a dormir. Sobre todo si se empleaba a fondo. Pero entonces se me quedaron los ojos como platos cuando sumé dos y dos.

—¿Lo que vas a hacer es por Piscary? —dije, y supe que tenía razón cuando se volvió a mirar por la ventana.

—Pues sí.

Esperé en silencio con la esperanza de que dijera algo, pero no lo hizo. La recorrí con la mirada y observé su postura, se había encerrado en sí misma.

—¿Tu padre ha encontrado una solución? —insinué. Ivy suspiró y se dio la vuelta.

—Siempre que acepte ocuparme de los asuntos de Piscary, el muy cabrón no se meterá en mi cabeza. —Miró el bollo de pan a medio comer, frunció el ceño, taconeó hasta la basura y lo tiró.

No dije nada, me sorprendía que se hubiera rendido con tanta facilidad. Cuando al parecer escuchó en mi silencio una acusación que nadie había hecho, su rostro impecable se cubrió de vergüenza.

—Piscary accedió a dejarme seguir usando a Kisten como fachada —dijo—. A él le gusta la notoriedad y cualquiera que sea alguien sabrá que lo que él diga en realidad va de mi parte, es decir, de la de Piscary. Yo no tengo que hacer nada a menos que Kisten se tropiece con algo que no pueda manejar. Entonces entro yo, un poco de músculo para echarle un cable.

Volví a recordar a Kisten la noche que había dejado fuera de combate a siete brujos con la facilidad y la despreocupación de un niño partiendo un bastón de caramelo. No me imaginaba nada que no pudiera manejar, claro que tampoco podría enfrentarse a vampiros no muertos sin apoyarse en la fuerza de Piscary.

—¿Y a ti te parece bien? —pregunté, como una estúpida.

—No —dijo cruzándose de brazos—. Pero es lo que se le ocurrió a mi padre y si no puedo aceptar su forma de ayudarme, no debería habérselo pedido.

—Lo siento —murmuré; ojalá no hubiera abierto la boca.

Un poco más aplacada, al menos en apariencia, Ivy cruzó la cocina y guardó el termo con las estacas.

—No quiero a Piscary en mi cabeza —dijo y le dio una sacudida a la bolsa para acomodarlo todo antes de cerrar la cremallera—. Siempre que haga lo que dice, no lo tendré encima, y también dejará a Erica en paz. Su sucesor debería ser Kisten, no yo —murmuró—. Él quiere serlo.

Asentí con aire ausente y los dedos de Ivy se quedaron quietos sobre la bolsa, su rostro se cubrió con una sombra de dolor, el mismo que yo había visto la noche en la que Piscary la había violado en más de una forma. Me recorrió un escalofrío cuando se le dispararon las aletas de la nariz y sentí que se concentraba en otra cosa.

—Kisten ha estado aquí —dijo en voz baja.

Se me tensó la piel. Mierda. No había sido capaz de ocultárselo ni siquiera una noche.

—Eh, sí —dije mientras me erguía en la silla—. Estuvo aquí, venía a buscarte. —Hace ya medio día. Me invadió otro escalofrío más profundo cuando se concentró un poco más y percibió mi inquietud. Giró la cabeza para mirar el popurrí de la cocina. Mierda, mierda.

Ivy apretó los labios y salió taconeando de la cocina.

La silla de madera arañó el suelo con estrépito cuando me levanté.

—Esto, ¿Ivy? —la llamé y salí detrás de ella.

Me quedé sin aliento y paré de golpe, había estado a punto de chocar con ella en el pasillo oscuro cuando salió del santuario.

—Perdona —murmuró y me rodeó con velocidad vampírica. Tenía una postura tensa y bajo la luz que se filtraba de la cocina, me di cuenta de que tenía los ojos dilatados. Mierda. Estaba en plan vampiresa.

—¿Ivy? —le dije al pasillo vacío cuando entró en el salón—. En cuanto a Kisten…

Me quedé sin palabras y me paré en seco, con los pies al borde de la alfombra gris de la salita iluminada por las velas. Ivy estaba rígida y encorvada delante del sofá. El sofá en el que Kisten y yo nos habíamos acostado. Las emociones cayeron sobre ella como una cascada, aterradoras y rápidas: consternación, miedo, cólera, traición. Di un salto cuando se puso en movimiento con una sacudida y apretó el botón de comprobación de CD.

Los cinco CD salieron rodando a medio camino. Ivy se los quedó mirando y se puso más rígida todavía.

—Lo voy a matar —dijo al tocar con los dedos el de Jeff Buckley.

Espeluznada, abrí la boca para protestar pero mis palabras murieron antes de pronunciarse al ver la ira, negra y pesada, que embargaba la expresión tensa de mi compañera de piso.

—Lo voy a matar dos veces —dijo. Lo sabía. De algún modo lo sabía.

Se me desbocó el corazón.

—Ivy —empecé a decir y oí el miedo en mi voz. Y con eso puse en juego sus instintos. Ahogué un grito y di marcha atrás, pero despacio, demasiado despacio.

—¿Dónde está? —siseó con los ojos muy abiertos y una mirada salvaje; después estiró el brazo para cogerme.

—Ivy… —Choqué de espaldas con la pared del pasillo y le aparté el brazo de un manotazo—. No me mordió.

—¿Dónde está?

Me invadió la adrenalina. Al olerla, Ivy estiró la mano y quiso cogerme. Tenía los ojos negros y la mirada perdida. Nuestros antiguos combates fueron lo único que evitó que me echara la mano encima, le bloqueé el brazo y me escabullí por debajo para detenerme en medio de la salita iluminada por las velas.

—¡No te acerques, Ivy! —exclamé mientras intentaba no adoptar una postura defensiva, en cuclillas—. ¡No me mordió! —Pero no tuve tiempo para respirar y ya la tenía encima, tirándome del cuello del jersey.

—¿Dónde te mordió? —dijo, le temblaba la voz gris—. Lo voy a matar. ¡Lo voy a matar, joder! Hueles toda a él.

De repente bajó la mano al borde del jersey.

Entonces me entró el pánico y el instinto se hizo cargo de la situación.

—¡Ivy! ¡Para! —grité. Aterrada, invoqué la línea. Ella quiso cogerme con la cara deformada por la rabia. La línea me llenó el chi, salvaje y fuera de control. Un estallido de energía me encendió las manos y las quemó porque no la había sujetado con un hechizo. Gritamos las dos cuando una lámina negra y dorada de siempre jamás se expandió por mis manos y lanzó a Ivy contra la puerta de contrachapado. Se deslizó al suelo en un torpe montón, con los brazos sobre la cabeza y las piernas ladeadas. Las ventanas vibraron con la explosión. Yo me balanceé hacia atrás y después recuperé el equilibrio. La cólera sustituyó al miedo. Ya me daba igual si Ivy estaba bien o no.

—¡No me mordió! —le grité escupiendo el pelo que se me había metido en la boca cuando me incliné sobre ella—. ¿Estamos? Nos acostamos. ¿De acuerdo? Por Dios, Ivy, ¡solo fue sexo!

Ivy tosió. Con la cara roja y jadeando, recuperó un poco el aliento. La lámina de contrachapado que tenía detrás crujió. Ivy sacudió la cabeza y me miró, era obvio que todavía no se había centrado. No se levantó.

—¿No te mordió? —dijo con voz ronca y la cara en sombras bajo la luz de las velas.

Me temblaban las piernas por la adrenalina.

—¡No! —exclamé—. ¿Crees que soy idiota?

Obviamente desconcertada, me miró con recelo. Respiró hondo y despacio y se limpió el labio inferior con el dorso de la mano. Se me hizo un nudo en el estómago cuando sacó la mano roja de sangre. Ivy se la quedó mirando, después encogió las piernas y se levantó. Respiré un poco mejor cuando fue a buscar un pañuelo de papel, se limpió la mano y después lo arrugó.

Estiró un brazo y yo di un salto hacia atrás.

—¡No me toques! —le dije y ella levantó la mano en señal de aquiescencia.

—Perdona. —Miró el contrachapado agrietado, después hizo una mueca y se palpó la espalda. Se tiró de la cazadora con cuidado. Sus ojos se encontraron con los míos y respiró hondo, sin prisa. A mí el corazón me palpitaba al mismo ritmo que el dolor de cabeza.

—¿Te acostaste con Kisten y no te mordió? —preguntó.

—Sí. Y no, no me mordió. Y si me vuelves a tocar, me voy por esa puerta y no me ves más. Maldita sea, Ivy. ¡Creí que ya lo habíamos dejado claro!

Yo esperaba una disculpa o algo así, pero lo único que hizo fue mirarme con gesto especulativo.

—¿Estás segura? —preguntó—. Quizá ni te enteraras si te cortó por dentro del labio.

Se me puso la carne de gallina y me pasé la lengua por la boca.

—Se había puesto fundas —dije, me ponía enferma pensar en la facilidad con la que podía haberme engañado. Pero no lo había hecho.

Ivy parpadeó. Se sentó poco a poco al borde del sofá, con los codos en las rodillas y la frente apoyada en las manos. Su delgado cuerpo parecía muy vulnerable a la luz de las tres velas de la mesa. Mierda. Se me ocurrió de repente que no solo quería una relación más íntima conmigo sino que Kisten había sido novio suyo.

—¿Ivy? ¿Te encuentras bien?

—No.

Me senté con cuidado en un sillón, enfrente de ella, con la esquina de la mesa entre las dos. Lo miraras como lo miraras, todo era una mierda. Maldije en silencio y después estiré el brazo.

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