El crujido del azúcar contra el cazo hizo ruido al revolverlo.
Malditas feromonas vampíricas
.
—Me alegro de que Nick se fuera —dijo Kisten—. No te convenía.
Mantuve la cabeza baja pero tensé los hombros.
—¿Y tú qué sabes? —dije mientras me metía un largo rizo rojo tras la oreja. Levanté la cabeza y lo encontré comiéndose mis almendras con toda tranquilidad—. Con Nick me sentía bien. Y él se sentía bien conmigo. Lo pasábamos bien juntos. Nos gustaban las mismas películas, los mismos sitios para comer. Podía seguir mi ritmo cuando corríamos en el zoo. Nick era una buena persona y no tienes ningún derecho a juzgarlo. —Cogí bruscamente un trapo húmedo, limpié el azúcar que había derramado y lo sacudí sobre el fregadero.
—Puede que tengas razón —dijo mientras se echaba un puñado de frutos secos en la palma de la mano y cerraba la bolsa—. Pero hay una cosa que me parece fascinante. —Se puso una almendra entre los dientes y la aplastó con estrépito—. Hablas de él en pasado.
Me quedé con la boca abierta. Dividida entre la ira y la conmoción, me quedé helada. En el salón, la música cambió a algo rápido y enérgico… totalmente inapropiado.
Kisten abrió la nevera, metió las almendras en el estante de la puerta y la cerró.
—Esperaré a Ivy un rato. Puede que vuelva con Jenks… si tienes suerte. Tienes cierta tendencia a pedirle más a la gente de lo que la mayoría está dispuesta a dar. —Agitó las almendras que le quedaban en la mano cuando yo empecé a farfullar—. Casi como un vampiro —añadió mientras cogía el abrigo y salía.
Tenía la mano empapada y me di cuenta que estaba apretando el trapo con tal fuerza que chorreaba. Lo tiré al fregadero, furiosa y deprimida. Lo que no era una buena combinación. En el salón, la alegre música pop saltaba y rebotaba.
—¿Quieres apagar eso de una vez? —grité. Me dolía la mandíbula de tanto apretarla y me obligué a separar los dientes cuando se paró la música. Medí el azúcar echando pestes y lo eché en el cazo. Fui a coger la cuchara y emití un gemido frustrado cuando recordé que ya había añadido el azúcar.
—Maldita sea la Revelación entera —murmuré. Iba a tener que hacer dos hornadas.
Con la cuchara bien agarrada intenté revolverlo pero el azúcar se desbordó por todas partes, incluido el borde del cuenco. Apreté los dientes y regresé a zancadas al fregadero a buscar el trapo.
—No sabes una mierda —susurré mientras hacía un montoncito con el azúcar derramada—. Nick puede que vuelva. Dijo que iba a volver, y tengo su llave.
Dejé caer el montoncito de azúcar en una mano y dudé antes de echarlo al cuenco con el resto. Me limpié el último grano de los dedos y miré el pasillo oscuro. Nick no me habría dado la llave si no pensara volver.
Empezó a sonar la música, suave, con un ritmo regular. Entrecerré los ojos. Yo no le había dicho que podía poner otra cosa. Enfadada, di un paso hacia el salón y después me detuve con una sacudida. Kisten se había ido en plena conversación y se había llevado algo de comer con él. Algo crujiente. Según el libro de Ivy, el de las citas, eso era una invitación vampírica. Y seguirlo sería como decir que me interesaba. Peor todavía, él sabía que yo lo sabía.
Yo seguía mirando el pasillo cuando Kisten pasó por allí. Dio marcha atrás y se detuvo al verme allí, con una expresión ilegible en la cara.
—Te espero en el santuario —dijo—. ¿Te parece bien?
—Claro —susurré.
Alzó los ojos y con aquella misma sonrisa, se comió una almendra.
—De acuerdo. —Kisten se desvaneció por el pasillo oscuro, sus botas no hacían ruido en el suelo de madera.
Me di la vuelta y me quedé mirando la ventana negra de la noche. Conté hasta diez. Volví a contar hasta diez. Conté hasta diez una tercera vez y para cuando llegué a siete me encontré en el pasillo.
Entro, digo lo que tengo que decir y me voy
, me prometí. Lo encontré ante el piano, se había sentado en la banqueta y me daba la espalda. Se irguió cuando dejé de arrastrar los pies.
—Nick es un buen hombre —dije con voz temblorosa.
—Nick es un buen hombre —asintió él sin darse la vuelta.
—Me hace sentir deseada, necesitada.
Kisten giró poco a poco. La luz tenue que se filtraba de la calle se reflejó en su barba incipiente. El perfil de sus anchos hombros se ahusaba en la delgada cintura y me di una sacudida mental al ver lo guapo que estaba.
—Antes sí. —Su voz profunda y suave me dio escalofríos.
—No quiero hablar más de él.
Kisten me miró durante apenas un segundo.
—De acuerdo —dijo después.
—Bien. —Respiré hondo muy rápido, me di la vuelta y salí.
Me temblaban las rodillas y mientras escuchaba por si se oían pasos detrás de mí, giré a la derecha y entré en mi habitación. Con el corazón desbocado, estiré la mano para coger mi perfume. El que ocultaba mi olor.
—No.
Giré con un grito ahogado y me encontré a Kisten detrás de mí. Se me resbaló el frasco de Ivy de entre los dedos. La mano de Kisten salió disparada y di un salto cuando envolvió la mía y aprisionó el precioso frasquito, a salvo en mi mano. Me quedé helada.
—Me gusta cómo hueles —susurró. Estaba muy, pero que muy cerca. Se me hizo un nudo en el estómago. Podía arriesgarme a atraer a Al si invocaba una línea para dejarlo inconsciente, pero no quería.
—Tienes que salir de mi habitación —le dije.
Sus ojos azules parecían negros bajo aquella iluminación tenue. El leve fulgor de la cocina lo convertía en una sombra atrayente, peligrosa. Tenía los hombros tan tensos que me dolieron cuando me abrió la mano y me quitó el perfume. El chasquido cuando chocó con mi tocador me hizo erguirme de un salto.
—Nick no va a volver —dijo, acusador y franco. Me quedé sin aliento y cerré los ojos.
Oh, Dios
.
—Lo sé.
Abrí los ojos de golpe cuando me cogió por los codos. Me quedé inmóvil, esperaba que mi cicatriz cobrara vida con un destello, pero no pasó nada. No estaba intentando hechizarme. Una parte absurda de mí lo respetó por eso, y como una idiota, no hice nada cuando debería haberle dicho que saliera cagando leches de mi iglesia y que no se acercara a mí.
—Necesitas que te necesiten, Rachel —dijo a solo unos centímetros de mí, su aliento me agitó el pelo—. Vives con tanta luz, con tanta honestidad, que necesitas que te necesiten. Estás sufriendo. Puedo sentirlo.
—Lo sé.
En sus ojos solemnes asomó una sombra de compasión.
—Nick es humano. Por mucho que lo intente, jamás te entenderá de verdad.
—Lo sé. —Tragué saliva. Sentí una calidez húmeda en los ojos. Apreté la mandíbula hasta que me dolió la cabeza.
No pienso llorar
.
—No puede darte lo que necesitas. —Las manos de Kisten se deslizaron hasta mi cintura—. Siempre tendrá un poco de miedo.
Lo sé
. Cerré los ojos, los abrí y dejé que me atrajera un poco más.
—E incluso si Nick aprende a vivir con su miedo —dijo muy serio; sus ojos me pedían que lo escuchara—, no te perdonará jamás que seas más fuerte que él.
Noté un nudo en la garganta.
—Tengo… tengo que irme —dije—. Disculpa.
Sus manos me abandonaron, pasé junto a él y salí al pasillo. Confusa y con la necesidad de gritarle al mundo entero, entré en la cocina. Me detuve y entre las ollas y la harina vi un vacío enorme y doloroso que jamás había estado allí hasta entonces. Me rodeé con los brazos y salí tambaleándome al salón. Tenía que apagar esa música. Era preciosa y yo la odiaba. Lo odiaba todo.
Cogí el mando a distancia de golpe y apunté al equipo de música. Jeff Buckley. No podía escuchar a Jeff en el estado en que estaba. ¿Quién coño había puesto a Jeff Buckley en mi equipo de música? Lo apagué y tiré el mando al sofá. Una oleada de adrenalina me hizo erguirme de repente cuando el mando chocó, no contra el ante del sofá de Ivy, sino contra la mano de alguien.
—¡Kisten! —tartamudeé cuando él volvió a poner la música y me miró con los ojos medio velados—. ¿Qué estás haciendo?
—Escuchar música.
Estaba sereno y tenso como una cuerda de violín, y me envolvió el pánico al ver aquella seguridad calculadora.
—No te acerques a mí con tanto sigilo —dije, me faltaba el aliento—. Ivy nunca se me acerca sin que yo la oiga.
—A Ivy no le gusta quién es. —No parpadeaba siquiera—. A mí sí.
Estiró el brazo y se lo aparté de un empujón con un jadeo. Una gran tensión me recorrió entera cuando tiró de mí hacia él y me pegó a su cuerpo. Destelló el pánico, luego la furia. No sentí ni una sola punzada en la marca.
—¡Kisten! —exclamé mientras intentaba moverme—. ¡Suéltame!
—No estoy intentando morderte —dijo en voz baja, sus labios me rozaban la oreja—. Para ya.
Tenía una voz firme, tranquilizadora. No había sed de sangre en ella. Recordé de repente que me había despertado en su coche con el sonido de los monjes cantores.
—¡Suéltame! —le exigí, alterada y con la sensación de que iba a pegarle o a empezar a llorar de un momento a otro.
—No quiero. Estás sufriendo mucho. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que te abrazó alguien, que te tocó?
Se me escapó una lágrima y detesté que él la viera. Detesté que supiera que yo estaba conteniendo el aliento.
—Necesitas sentir, Rachel. —Su voz se hizo más suave, suplicante—. Esto te está matando poco a poco.
Tragué el nudo que tenía en la garganta. Me estaba seduciendo. No era tan inocente como para creer que no lo intentaría. Pero aquellas manos que me envolvían los brazos eran tan cálidas. Y tenía razón. Necesitaba el roce de otra persona, me moría por él, mierda. Ya casi se me había olvidado lo que era que te necesitaran. Nick me había devuelto esa sensación, esa emoción intensa, esa excitación de saber que alguien está deseando tocarte, y que quiere que tú y solo tú lo toques a él.
Había soportado más relaciones cortas que zapatos tiene según qué celebridad. O bien era mi trabajo en la SI, la chiflada de mi madre que presionaba en busca de un compromiso o que atraía a gilipollas que solo veían a las pelirrojas como muescas en potencia en su escoba. Quizá fuera una zorra, una chiflada que exigía confianza sin ser capaz de confiar a su vez. No quería otra relación unilateral pero Nick se había ido y Kisten olía muy bien. Con él sentía menos el dolor.
Relajé los hombros y él exhaló cuando notó que dejaba de luchar contra él. Con los ojos cerrados posé la frente en su hombro, había cruzado los brazos y eso dejaba un pequeño espacio entre los dos. La música era lenta y suave. No estaba loca. Era capaz de confiar. De hecho, confiaba. Había confiado en Nick y él se había ido.
—Te irás —dije sin aliento—. Se van todos. Consiguen lo que quieren y se van. O se enteran de lo que sé hacer y entonces se van.
Los brazos que me rodeaban se tensaron un instante y después se relajaron.
—Yo no me voy a ninguna parte. Me diste un susto de muerte cuando derribaste a Piscary. —Enterró la nariz en mi pelo y aspiró su aroma—. Y sigo aquí.
Arrullada por la calidez de su cuerpo y sus caricias, me fue abandonando la tensión. Kisten alteró mi equilibrio y me moví con él. Nos movíamos, nos movíamos apenas, cambiábamos de pie y aquella música lenta y seductora me iba envolviendo para que me meciera con él.
—No puedes herir mi orgullo —susurró Kisten mientras me trazaba la espalda con los dedos—. He vivido toda mi vida con personas más fuertes que yo. Me gusta y no me da vergüenza ser el más débil. Jamás podré invocar un hechizo y me importa una mierda que tú sepas hacer algo que yo no.
La música y nuestros movimientos casi imperceptibles comenzaron a crear cierta calidez en mí. Me lamí los labios y descrucé los brazos para averiguar lo natural que era rodearle la cintura. Se me aceleró el pulso, abrí mucho los ojos y miré la pared, aspiraba y espiraba con una regularidad irreal.
—Siempre estaré ahí —dijo en voz baja—. Nunca podrás satisfacerme del todo, nunca podrás alejarme, por mucho que me des. Bueno o malo. Siempre estaré ávido de emoción, siempre y para siempre, y sé que estás sufriendo. Puedo convertirlo en alegría. Si me dejas.
Tragué con fuerza cuando nos hizo parar. Se apartó un poco y me rozó con suavidad la mandíbula para levantarme la cabeza y poder mirarme a los ojos. El ritmo palpitante de la música tamborileaba en mi cabeza, me entumecía y tranquilizaba. La mirada de Kisten era embriagadora.
—Déjame hacerlo —susurró, peligroso y profundo. Pero con sus palabras me puso en una posición de poder. Podía decir que no.
No quise decir que no.
Me atravesaron varios pensamientos con un tintineo demasiado rápido como para advertirlo. Era un placer sentir sus manos y había pasión en sus ojos. Quería lo que podía darme, lo que prometía.
—¿Por qué? —susurré.
Separó los labios y respiró.
—Porque quiero. Porque tú quieres que quiera.
No aparté los ojos de él y sus pupilas no cambiaron, no crecieron. Me aferré a él con más firmeza y lo rodeé con más fuerza.
—Nunca compartiremos sangre, Kisten. Jamás.
Cogió aire y lo soltó, después tensó las manos. Con la expresión oscurecida al saber lo que iba a ocurrir, se inclinó un poco más hacia mí.
—Paso —dijo mientras me besaba en la comisura— a —me besó la otra comisura— paso —y me besó con suavidad, con tanta suavidad que me moría por más—, amor mío —terminó.
Una punzada de deseo me llegó a lo más hondo, cerré los ojos.
Oh, Dios. Sálvame de mí misma
.
—No prometo nada —susurré.
—No te pido nada —dijo él—. ¿A dónde vamos?
—No lo sé. —Fui bajando las manos por su cintura. Volvíamos a mecernos al ritmo de la música. Me sentía viva y a medida que casi bailábamos, un cosquilleo de calor me agitó la marca demoníaca.
—¿Puedo hacer esto? —preguntó Kisten, se había acercado para que nuestros cuerpos se tocaran todavía más. Sabía que me estaba pidiendo permiso para aprovecharse de mi marca, para que le permitiera hechizarme. El hecho de que me preguntara me dio una sensación de seguridad que sabía que probablemente era falsa.
—No. Sí. No lo sé. —Aquello me desgarraba. Me gustaba la sensación, que mi cuerpo tocara el suyo, sus brazos alrededor de mi cintura, una nueva exigencia en su fuerza—. No lo sé…
—Entonces no lo haré. —¿Adónde íbamos? Exhaló y me recorrió los brazos con las manos, después entrelazó los dedos con los míos. Poco a poco me llevó las manos a su espalda y las sostuvo allí mientras nos mecíamos, girando al ritmo suave y seductor de la música.