David negó con la cabeza y aceptó el porte sumiso de Ceri con una elegancia que lo hizo parecer hasta noble. Con la cabeza todavía baja, mi amiga pasó junto a él y entro en la cocina. Jenks y yo intercambiamos una mirada perpleja; David entro y dejó la mochila en el suelo. Saludó a Jenks con la cabeza, apartó la silla de la cocina y se sentó, después se recostó con los brazos cruzados y me miró con expresión especulativa, con el sombrero vaquero casi calado hasta los ojos.
—¿Quieres contarme de qué iba todo eso antes de que me vaya? —dijo—. Estoy empezando a pensar que hay una buena razón para que nadie quiera asegurarte.
Puse cara de vergüenza y cogí una galleta.
—¿Te acuerdas de ese demonio que testificó para meter a Piscary entre rejas? —David abrió unos ojos como platos—. ¡La madre que me parió!
Jenks se echó a reír y su voz tintineó como un móvil de campanillas.
—Una estupidez por su parte, en mi opinión.
Hice caso omiso de Jenks y miré a David, que me contemplaba espantado: en parte era preocupación, en parte dolor y en parte incredulidad.
—Vino a recoger su pago por los servicios prestados —dije—. Cosa que ya recibió. Soy su familiar pero sigo conservando mi alma así que no puede largarse conmigo a siempre jamás a menos que se lo permita. —Miré al techo y me pregunté qué clase de cazarrecompensas iba a ser si no podía aprovechar una línea luminosa después de la caída del sol sin que se me echaran unos demonios encima.
David lanzó un pequeño silbido.
—No hay furtivo que merezca tanto esfuerzo.
Posé los ojos en los suyos.
—En circunstancias normales estaría de acuerdo contigo, pero en aquel momento Piscary estaba intentando matarme y me pareció una buena idea.
—Y una mierda, una buena idea. Fue una maldita estupidez —murmuró Jenks. Estaba claro que creía que si él hubiera estado allí, las cosas jamás se habrían degradado hasta ese punto. Y quizá tuviera razón.
Mordí una galleta con la misma sensación que si tuviera resaca. Aquel trozo seco me dio hambre y náuseas al mismo tiempo.
—Gracias por ayudarme —dije limpiándome las migas—. Ya me tendría si no hubieras hecho algo. ¿Te encuentras bien? Jamás he visto a nadie convertirse en lobo tan rápido.
Se inclinó hacia delante y cambió de sitio la mochila para ponerla entre sus pies. Vi que sus ojos se dirigían a la puerta y supe que quería irse.
—Me duele el hombro pero me pondré bien.
—Lo siento. —Me terminé la primera galleta y empecé otra. Tenía la sensación de que podía sentirla empezando a atravesarme con un zumbido—. Si alguna vez necesitas algo, dímelo. Te debo una, una enorme. Sé lo mucho que duele. El año pasado pasé de bruja a visón en tres segundos. Dos veces en una sola semana.
Siseó entre dientes y le aparecieron unas cuantas arrugas en la frente.
—
Ay
—dijo con un respeto nuevo en los ojos.
Sonreí, en mi interior crecía una calidez nueva.
—Y que lo digas. Pero sabes, seguramente va a ser la única vez, en mi vida que esté delgada y sea dueña de un abrigo de piel.
Esbozó una leve sonrisa.
—Bueno, ¿y dónde se va toda esa masa extra, entonces?
Solo quedaba una galleta y me obligué a comerla poco a poco.
—Regresa a una línea luminosa.
Asintió con la cabeza.
—Nosotros no podemos hacerlo.
—Ya me di cuenta. Que sepas que te conviertes en un lobo enorme, David.
Su sonrisa se ensanchó.
—¿Sabes qué? He cambiado de opinión. Aunque quieras meterte en seguros, a mí no me llames.
Jenks se dejó caer en el plato vacío para que yo no tuviera que seguir moviendo la cabeza para verlos a los dos.
—Eso tendría que verlo —se burló—. Ya me imagino a Rachel con un traje de chaqueta gris y un maletín, el pelo recogido en un moño y las gafas en la nariz.
Me eché a reír y de inmediato me dio un ataque de tos. Me rodeé con los brazos y me doblé sobre mí misma, temblando por culpa de la tos seca y dura. Tenía la sensación de que me ardía la garganta pero hasta eso palidecía en comparación con el dolor de cabeza palpitante que tenía y que explotó con el movimiento repentino. El amuleto del dolor que saltaba alrededor de mi cuello no servía de mucho.
David me dio unos golpecitos en la espalda, preocupado. El dolor del hombro atravesó el amuleto y me revolvió el estómago. Con los ojos llenos de lágrimas, aparté a David. En ese momento entró Ceri, riñéndome un poco mientras dejaba una taza de té en la mesa y me ponía una mano en el hombro. Su roce pareció calmar el espasmo y con un jadeo dejé que me recostara en los almohadones que ahuecó detrás de mí. Dejé por fin de toser y la miré.
Su rostro misterioso estaba arrugado de preocupación. Tras ella me miraban Jenks y David. No me hacía gracia que David me viera así, pero tampoco tenía muchas alternativas.
—Tómate el té —dijo mientras me ponía la taza en la mano.
—Me duele la cabeza —me quejé al tiempo que tomaba un sorbo de aquel insulso brebaje. No era té de verdad sino algo con flores y hierbajos. Lo que me apetecía en realidad era una taza de aquel café que olía tan bien pero no quería herir los sentimientos de Ceri—. Me siento como una mierda recién atropellada —me quejé.
—Y tienes la misma pinta que una mierda recién atropellada —dijo Jenks—. Tómate el té.
No sabía a nada, pero tenía un efecto balsámico. Di otro sorbo y conseguí esbozar una sonrisa para Ceri.
—
Mmm
. Está bueno —mentí.
Ceri se irguió, era obvio que estaba contenta cuando cogió la palangana.
—Bébetelo todo. ¿Te importa que Keasley ponga una manta sobre la puerta para tapar las corrientes?
—Estupendo. Muchas gracias —dije. Pero no se fue hasta que tomé otro sorbo. Su sombra abandonó el pasillo y mi sonrisa se convirtió en una mueca—. Esto no sabe a nada —susurré—. ¿Por qué todo lo que me conviene tiene que ser insípido?
David le echó un vistazo a la puerta abierta y la luz que entraba a raudales. Jenks voló hasta su hombro cuando el hombre lobo abrió la cremallera de su mochila.
—Tengo algo que quizá te ayude —dijo David—. Mi antiguo socio creía ciegamente en esto. Siempre me rogaba que le diera un poco cuando se pasaba con las copas.
—¡Ehh! —Jenks revoloteó hasta el techo con la mano en la nariz—. ¿Pero cuánta árnica montana tienes ahí dentro, jardinerito?
La sonrisa de David se hizo más astuta.
—¿Qué? —dijo con una expresión inocente en los ojos castaños—. No es ilegal. Y es orgánica. Ni siquiera tiene carbohidratos.
El familiar aroma picante del árnica montana se hizo más denso en la pequeña habitación y no me sorprendí mucho cuando David sacó una bolsita de celofán con un cierre hermético. Reconocí la marca: Orgánicos Central del Lobo.
—Dame —dijo mientras me quitaba la taza y la dejaba en mi mesilla de noche.
Ocultó con el cuerpo lo que estaba haciendo para que no lo vieran desde el pasillo y echó una buena cucharada en la bebida. Me recorrió con los ojos y echó un poco más.
—Pruébalo ahora —dijo al darme la taza.
Suspiré. ¿Por qué todo el mundo me daba cosas? Yo lo único que quería era un amuleto del sueño o quizá una de las extrañas aspirinas del capitán Edden. Pero David parecía muy convencido y el olor de el árnica montana era más tentador que los escaramujos, así que lo revolví con el meñique. Las hojas aplastadas se hundieron y dejaron en el té un color más intenso.
—¿Y de qué va a servir esto? —pregunté antes de dar un sorbo—. No soy una mujer lobo.
David dejó caer la bolsa en su mochila y la cerró.
—No te va a servir de mucho. Tu metabolismo de bruja es demasiado lento para que funcione de verdad. Pero mi antiguo compañero era brujo y decía que ayudaba con las resacas. Por lo menos tiene que saber mejor que lo otro.
Se levantó para irse y yo tomé otro sorbo. Tenía razón. Relajé la mandíbula, ni siquiera me había dado cuenta de que la tenía apretada. Cálida y suave, la tisana de árnica montana se deslizó por mi garganta con una mezcla de sabores: caldo de jamón y manzanas. Tuve la sensación de que se me deshacían los nudos de los músculos, como cuando tomas un chupito de tequila. Se me escapó un suspiro y el peso ligero de Jenks al aterrizar sobre mi brazo me obligó a mirarlo.
—¿Eh, Rache? ¿Estás bien?
Sonreí y tomé otro trago.
—Hola, Jenks. ¿Sabes que brillas un montón?
Del rostro de Jenks se borró toda expresión y David levantó lo cabeza después de abrocharse el abrigo. Sus ojos castaños me miraban interrogantes.
—Gracias, David —dije, hablaba con voz lenta, precisa y profunda—. Te debo una, ¿vale?
—Claro. —Cogió la mochila—. Cuídate mucho.
—Lo haré. —Engullí la mitad del té, que se deslizó esófago abajo hasta convertirse en un charco caliente en mi estómago—. Ahora mismo no me encuentro tan mal. Lo que está bien, dado que mañana tengo una cita con Trent y si no voy, su jefe de seguridad es capaz de matarme.
David se detuvo en seco en el umbral. Tras él se oía el tableteo de Keasley, que estaba clavando una manta en la puerta.
—¿Trent Kalamack? —preguntó el hombre lobo.
—Sí. —Tomé otro trago e hice girar el té con el dedo meñique hasta que el árnica montana hizo un remolino y oscureció todavía más el brebaje—. Va a hablar con Saladan. Su jefe de seguridad quiere que vaya con él. —Miré a David con un ojo cerrado, la luz del pasillo era brillante pero no me molestaba. Me pregunté dónde tenía David sus tatuajes. Los hombres lobo siempre se hacían tatuajes, no me preguntes por qué.
—¿Conoces a Trent? —pregunté.
—¿Al señor Kalamack? —David volvió a entrar bruscamente en la habitación—. No.
Me retorcí bajo la manta y me concentré en la taza. El socio de David tenía razón. El árnica montana era genial. No me dolía nada.
—Trent es un gilipollas —dije al recordar de qué estábamos hablando—. Sé un par de cosas sobre él y él sabe un par de cosas sobre mí. Pero no sé nada sobre su jefe de seguridad, y si no lo hago, va a cantar.
Jenks revoloteó un poco; sin saber muy bien qué hacer se lanzó desde David a la puerta y después regresó conmigo. David lo miró un momento.
—¿Cantar qué? —preguntó.
Me incliné un poco más hacia él y abrí mucho los ojos cuando el té amenazó con manchar la manta porque me moví más rápido de lo que habría debido. Fruncí el ceño y me lo terminé sin que me importaran mucho las hojitas que tragué también. Sonreí, me incliné hacia delante y disfruté del olor a almizcle y árnica montana.
—Mi secreto —susurré mientras me preguntaba si David me dejaría buscarle los tatuajes si se lo pedía por favor. Estaba muy bien para ser un tío mayor—. Tengo un secreto pero no voy a contártelo.
—Vuelvo enseguida —dijo Jenks revoloteando a mi alrededor—. Quiero saber qué puso en ese té.
Salió pitando y yo parpadeé cuando vi cómo se asentaban las chispas de su polvo de pixie. Jamás había visto tantas y eran de los colores del arco iris. Jenks debía de estar preocupado.
—¿Un secreto? —me animó David pero yo negué con la cabeza y la luz pareció hacerse más brillante.
—No pienso decírtelo. No me gusta el frío.
David me puso las manos en los hombros y me recostó en los almohadones. Yo le sonreí, encantada, cuando Jenks entró volando.
—Jenks —dijo David en voz baja—. ¿La ha mordido un hombre lobo?
—¡No! —protestó el pixie—. ¡A menos que fuera antes de que yo la conociera!
A mí se me habían cerrado los ojos y se me abrieron cuando David me sacudió.
—¿Qué? —protesté, y le di un empujón. Me miró de hito en hito, sus ojos castaños y líquidos estaban demasiado cerca de los míos. En ese momento me recordó a mi padre y le sonreí.
—Rachel, cielo —dijo—. ¿Te ha mordido algún hombre lobo?
Lancé un suspiro.
—No. Ni tú ni Ivy. A mí no me muerde nadie salvo cuando me pican los mosquitos, y a esos los aplasto. Son unos cabroncetes.
Jenks revoloteó hacia atrás y David se apartó. Yo cerré los ojos y los escuché respirar. Hacían muchísimo ruido.
—
Shh
—dije—. Silencio.
—Quizá le he dado demasiado —dijo David.
Los pasos quedos de los pies de Ceri hacían mucho ruido.
—¿Qué… qué le habéis hecho? —preguntó con voz áspera mientras me abría los ojos.
—¡Nada! —protestó David con los hombros encorvados—. Le di un poco de árnica montana. No debería haberle hecho nada. ¡Jamás he visto a una bruja ponerse así por culpa del árnica!
—Ceri —dije—. Tengo sueño. ¿Puedo dormir?
Ceri frunció los labios pero me di cuenta de que no estaba enfadada conmigo.
—Sí. —Me subió la colcha hasta la barbilla—. Anda, duérmete.
Me derrumbé sin que me importara llevar todavía la ropa mojada. Estaba muy, pero que muy cansada. Y estaba calentita. Y sentía un cosquilleo en la piel. Y tenía la sensación de que podía dormir una semana entera.
—¿Por qué no me preguntaste antes de darle el árnica montana? —preguntó Ceri con aspereza. Sus palabras apenas eran un susurro, pero muy claro—. Ya está puesta de azufre. ¡Lo llevan las galletas!
¡
Lo sabía
! pensé mientras intentaba abrir los ojos. Madre, Ivy me iba a oír, la iba a poner verde en cuanto volviera a casa. Pero como ella no estaba en casa y yo estaba cansada, no hice nada. Ya estaba harta de que la gente me emborrachara. Juré que nunca jamás volvería a tomar nada que no hubiera hecho yo misma.
El sonido de la risita de David pareció hacer cosquillear mi piel allí donde la colcha no se interponía entre él y yo.
—Ya lo entiendo —dijo—. El azufre aceleró su metabolismo hasta el punto de que el árnica montana va a funcionar con ella como nunca. Va a dormir tres días seguidos. Le di suficiente como para dejar fuera de combate a un hombre lobo durante la luna llena.
Me atravesó una sacudida y abrí los ojos de repente.
—¡No! —dije, intenté sentarme mientras Ceri me empujaba contra los almohadones—. Tengo que ir a esa fiesta. ¡Si no voy, Quen lo contará todo!
David la ayudó y juntos me sujetaron con la cabeza en la almohada y los pies bajo la manta.
—Tranquilízate, Rachel —me dijo el hombre lobo con voz suave, lo que detesté fue que fuera más fuerte que yo—. No luches contra ello o se va a volver contra ti. Sé una brujita buena y deja que se pasen solos los efectos.