—¿Lo ves? —dijo Ivy señalando a Ceri con un gesto—. Ella no lo sabía y ese tío de los seguros solo estaba intentando ayudar. Ahora cierra el pico, cómete las galletas y deja de hacer que nos sintamos mal. Mañana tienes un encargo y tienes que recuperar fuerzas.
Me apoyé en el respaldo de mi silla giratoria y aparté el plato de galletas vampíricas. No pensaba comérmelas. Me daba igual que lo que había conseguido retener el día anterior me hubiera acelerado el metabolismo y el ojo morado ya se estuviera poniendo amarillo y ya me hubiera sanado el corte del labio.
—Estoy bien.
El rostro por lo general plácido de Ivy se nubló.
—Bien —dijo con aspereza.
—Bien —le contesté, enfadada, después crucé las piernas y giré de modo que me puse a mirarla de lado. Ivy apretó la mandíbula.
—Ceri, te acompaño a casa.
Ceri nos miró a las dos, primero a una y luego a otra. Con el rostro carente de emoción, se inclinó para recoger la tetera y la taza.
—Antes me ocuparé de los platos —dijo.
—Puedo hacerlo yo —me apresuré a decir, pero Ceri sacudió la cabeza y caminó con cuidado para no tirar nada mientras se dirigía a la cocina. Fruncí el ceño, no me gustaba que hiciera tareas domésticas. Se parecía demasiado a lo que me imaginaba que Algaliarept le había obligado a hacer.
—Déjala que lo haga —dijo Ivy cuando se apagó el sonido de los pasos de Ceri—. Así se siente útil.
—Es de la realeza —dije yo—. Lo sabes, ¿no?
Ivy le echó un vistazo al pasillo oscuro, el sonido del grifo abierto se deslizó hasta nosotras.
—Quizá hace mil años, ahora no es nada y lo sabe.
Yo resoplé.
—¿Es que no tienes compasión? Es degradante que me lave los platos.
—Tengo mucha compasión. —Un destello de cólera levantó las finas cejas de Ivy—. Pero la última vez que miré, no había muchas vacantes para princesas en los anuncios de empleos. ¿Qué se supone que tiene hacer para darle un significado a su vida? No hay tratados que pueda hacer, ni resoluciones que considerar y la mayor decisión que puede tomar es si quiere huevos o gofres para desayunar. No hay forma de que pueda realizarse con toda esa mierda de la realeza. Y lavar los platos no tiene nada de degradante.
Me recosté en la silla, en cierto estaba de acuerdo con Ivy. Porque tenía razón, aunque no me hiciera gracia.
—¿Así que tienes un trabajo? —le apunté cuando el silencio comenzó a alargarse.
Ivy subió y bajó un hombro.
—Voy a hablar con Jenks.
—Me alegro. —La mire a los ojos, aliviada.
Algo de lo que podemos hablar sin discutir
—. Me pase por la casa de ese hombre lobo esta tarde. El pobre tipo no quiso dejarme entrar. Las niñas pixies habían hecho de las suyas con él y tenía el pelo lleno de trencitas. —Yo me había despertado una mañana con el pelo trenzado con los flecos de mi manga afgana. Matalina las había obligado a disculparse pero tardé cuarenta minutos en desenmarañarme. Daría lo que fuera por volver a despertarme así.
—Sí, ya lo vi —dijo Ivy y yo me incorporé un poco.
—¿Has pasado por allí? —pregunté mientras veía a Ivy ir a buscar el abrigo al vestíbulo y regresar. Se lo puso y la corta cazadora de cuero emitió el leve frufrú de seda sobre seda.
—He pasado por allí ya dos veces —dijo—. El hombre lobo tampoco quiere dejarme entrar a mí pero una de mis amigas va a salir con él esta noche, así que a ese pequeño gilipollas de Jenks no le quedará más remedio que contestar a la puerta. Típico de cualquier hombrecito. Tiene un ego del tamaño del Gran Cañón.
Lancé una risita. Ceri regresaba en ese momento de la parte de atrás con el abrigo prestado en un brazo y los zapatos que Keasley le había comprado en la mano. Yo no pensaba decirle que se los pusiera. En lo que a mí se refería, podía andar descalza por la nieve si quería, pero Ivy le lanzó una intensa mirada.
—¿Estarás bien un rato? —preguntó Ivy mientras Ceri dejaba caer los zapatos al suelo y metía los pies.
—Dios bendito —murmuré moviendo la silla de un lado a otro—. Estaré bien.
—No salgas del suelo consagrado —añadió Ivy antes de hacerle un gesto a Ceri para que saliera—. No invoques ninguna línea y cómete las galletas.
—No pienso hacerlo, Ivy —dije. Pasta. Quería pasta con salsa Alfredo. Eso había sido lo que me había preparado Nick la última vez que Ivy se había empeñado en hacerme engullir aquellas puñeteras galletas. No podía creer que me hubiera estado metiendo azufre. Bueno, sí que podía.
—Te llamo dentro de una hora para asegurarme de que todo va bien.
—No voy a contestar —dije, irritada—. Voy a echarme una siesta.
Me levanté y me estiré, se me subieron el jersey y la camiseta y enseñé el ombligo. Como me habría ganado un silbido de admiración de Jenks, el silencio de las vigas resultaba deprimente.
Ceri se adelantó con el cojín para darme un abrazo de despedida. Me sorprendió tanto que se lo devolví con gesto vacilante.
—Rachel sabe cuidarse sola —dijo con orgullo—. Lleva los últimos cinco minutos conteniendo suficiente siempre jamás como para abrir un agujero en el tejado y ya se le ha olvidado.
—¡Joder! —exclamé mientras sentía que me ponía roja—. ¡Es verdad!
Ivy suspiró y se fue a zancadas a la puerta principal de la iglesia.
—No me esperes levantada —dijo por encima del hombro—. Voy a cenar con mis padres y no llegaré a casa hasta después de la salida del sol.
—Deberías soltarla —dijo Ceri mientras seguía a Ivy sin prisas—. Al menos cuando se ponga el sol. Otra persona podría invocarlo y si no lo destierra bien, va a venir en tu busca. Podría intentar dejarte fuera de combate añadiendo algo más a lo que ya tienes encima. —Se encogió de hombros con un gesto muy moderno—. Pero si te quedas en suelo sagrado, no deberías tener ningún problema.
—Ya la soltaré, tranquila —dije con tono ausente, pensando en mil cosas.
Ceri esbozó una sonrisa tímida.
—Gracias, Rachel —dijo en voz baja—. Es agradable sentirse necesitada.
Volví a mirarla de repente.
—De nada.
El olor a nieve fría se coló en el vestíbulo. Levanté la cabeza y vi a Ivy en el umbral de la puerta abierta, esperando impaciente, la luz tenue de la tarde la convertía en una silueta amenazante envuelta en cuero ceñido.
—A-di-ooos, Rachel —nos metió prisa con tono burlón y Ceri suspiró.
La esbelta mujer se dio la vuelta y se dirigió sin apresurarse a la puerta, se quitó los zapatos de una patada en el último momento y bajó descalza los escalones helados de cemento.
—Pero ¿cómo soportas el frío? —le oí decir a Ivy antes de que la puerta se cerrara tras ellas.
Me empapé del silencio y la luz del atardecer. Estiré el brazo, apagué la lámpara del escritorio y el exterior pareció iluminarse un poco más. Estaba sola (y quizá fuera la primera vez) en mi iglesia. Sin compañeras de piso, sin novios y sin pixies. Sola. Se me cerraron los ojos, me senté en la tarima, ligeramente más alta, y respiré hondo. Olí la madera contrachapada por encima del aroma a almendras de las estúpidas galletas de Ivy. Una presión suave tras los ojos me recordó que seguía sujetando la bola de siempre jamás y con un pescozón a mi voluntad, rompí el círculo tridimensional que había en mis pensamientos y la energía regresó a la línea en una cálida oleada.
Abrí los ojos y me dirigí a la cocina sin hacer ruido, en calcetines. No pensaba echarme ninguna siesta, iba a hacer pastelitos de chocolate y nueces como parte del regalo de Ivy. No podía competir con un perfume de mil dólares así que tenía que optar por los regalos hechos a mano.
Me desvié por el salón y busqué el mando. El olor a contrachapado era casi agresivo y le eché un vistazo a la ventana que Ivy había dibujado en el panel, había esbozado a pulso la vista del cementerio. Conecté el estéreo y se derramó por la sala
Come Out and Play
, de Offspring. Sonreí y subí el volumen.
—A despertar a los muertos —dije mientras tiraba el mando y entraba bailando en la cocina.
Mientras aquella música pegadiza me iba poniendo de buen humor, saqué la olla de hechizos abollada que ya no podía usar para hacer hechizos, y el libro de recetas que le había mangado a mi madre. Lo ojeé y encontré la receta de los pastelitos de chocolate y nueces de mi abuela escrita con lápiz junto a la receta para
gourmets
que sabía a cartón. Moviéndome al ritmo de la música, saqué los huevos, el azúcar y la vainilla y los dejé en la encimera de la isla central. Tenía las pepitas de chocolate fundiéndose en el fuego de la cocina y la leche evaporada medida cuando cambió la corriente de aire y se cerró de golpe la puerta principal. Me resbaló el huevo que tenía en la mano y se rompió al chocar con la encimera.
—¿Te has olvidado de algo, Ivy? —grité. Sentí una punzada de adrenalina, miré el huevo roto y después todo lo que tenía esparcido por la cocina. Jamás podría esconderlo todo antes de que llegara allí. ¿Es que esa mujer no podía estar fuera ni siquiera una hora seguida?
Pero fue la voz de Kisten la que me respondió.
—Soy yo, Rachel —exclamó Kisten con la voz amortiguada por la música que tronaba en el salón. Me quedé helada, el recuerdo del beso que me había dado me impedía moverme. Debía de parecer una auténtica idiota cuando dobló la esquina y se detuvo en el umbral.
—¿No está Ivy? —dijo mirándome de arriba abajo—. Miércoles.
Respiré hondo para tranquilizarme.
—¿«Miércoles»? —le pregunté al tiempo que deslizaba el huevo roto por la encimera y lo echaba en un cuenco.
Y yo que creía que ya nadie decía «miércoles
».
—¿Puedo decir «mierda»?
—Joder, sí.
—Pues mierda, entonces. —Su mirada me dejó a mí y abarcó la cocina, después se llevó las manos a la espalda mientras yo sacaba los trozos más grandes de la cáscara del huevo.
—Esto, ¿te importaría bajar la música un poco por mí, por favor? —dije, lo miré a hurtadillas cuando asintió y salió de la cocina. Era sábado y estaba vestido con ropa informal, con botas de cuero y unos vaqueros gastados y ceñidos. Llevaba la cazadora de cuero abierta y una camisa de seda de color borgoña mostraba un mechón de pelo del pecho.
Solo lo justo
, pensé cuando la música se suavizó. Olía a su cazadora y a mí siempre me había chiflado el olor a cuero.
Puede que tenga un pequeño problema
, pensé.
—¿Estás seguro de que no te ha mandado Ivy para hacerme de niñera? —le pregunté cuando volvió y yo me puse a limpiar la baba del huevo con un trapo húmedo.
El lanzó una risita y se sentó en la silla de Ivy.
—No. —Vaciló un momento—. ¿Va a estar fuera mucho rato o puedo esperar?
No levanté los ojos de la receta, no me gustó cómo lo decía. Había más interrogantes en su voz de los que merecía la pregunta.
—Ivy ha ido a hablar con Jenks. —Recorrí la página con el dedo sin ver en realidad las palabras—. Después va a cenar con sus padres.
—Hasta la salida del sol —murmuró Kisten y yo sentí que me saltaban las alarmas. Todas.
Sonó el reloj que tenía encima del fregadero y quité el chocolate fundido del fuego. No pensaba darle la espalda así que lo puse en la encimera, entre los dos, me crucé de brazos y apoyé el trasero en el fregadero. Kisten me miró y se apartó el pelo de los ojos. Yo cogí aire para decirle que se fuera pero me interrumpió.
—¿Te encuentras bien?
Me quedé mirándolo sin saber de qué hablaba pero después me acordé.
—¡Ah! Lo del… demonio —murmuré, un poco cortada mientras me tocaba los amuletos para el dolor que llevaba al cuello—. Así que te has enterado, ¿eh?
Sonrió solo con media boca.
—Has salido en las noticias. Y tuve que escuchar a Ivy tres horas seguidas, no sabes la vara que me dio con eso de que no estaba aquí cuando pasó.
Volví a la receta y puse los ojos en blanco.
—Perdona. Sí. Estoy bien. Unos cuantos arañazos y algún golpe. Nada serio. Pero ya no puedo invocar una línea después de la puesta de sol. —No quería decirle que tampoco estaba a salvo del todo al caer la noche a menos que estuviera en terreno consagrado… cosa que no eran la cocina y el salón—. Me va a complicar bastante el trabajo —dije de mal humor mientras me preguntaba cómo iba a esquivar ese último escollo. Oh, bueno. Tampoco era que tuviera que recurrir a la magia de las líneas luminosas. Después de todo, era una bruja terrenal.
Kisten tampoco parecía pensar que tuviera mucha importancia, si es que su casual encogimiento de hombros significaba algo.
—Es una pena que Jenks se fuera, lo siento —dijo al tiempo que estiraba las piernas y cruzaba los tobillos—. Era mucho más que un gran activo para tu empresa. Es un buen amigo.
Arrugué la cara con una expresión desagradable.
—Debería haberle dicho lo de Trent cuando lo averigüé.
La sorpresa cayó sobre él como una cascada.
—¿Sabes lo que es Trent Kalamack? ¡No jodas!
Apreté la mandíbula, bajé los ojos al libro de recetas y asentí a la espera de que me lo preguntara.
—¿Y qué es?
Me quedé callada, con los ojos clavados en la página. El sonido suave de sus movimientos me hizo levantar la cabeza.
—Da igual —dijo Kisten—. No tiene importancia.
Aliviada, revolví el chocolate en el sentido de las agujas del reloj.
—Para Jenks sí. Debería haber confiado en él.
—No todo el mundo tiene que saberlo todo.
—Si mides diez centímetros y tienes alas, sí.
Kisten se levantó y lo miré cuando se estiró. Con un sonido suave y satisfecho bajó los hombros y se encogió hasta volver a su tamaño. Después se quitó la cazadora y se dirigió a la nevera.
Di unos golpecitos con la cuchara en el borde del cazo para quitarle la mayor parte del chocolate. Fruncí el ceño. A veces era más fácil hablar con un desconocido.
—¿Qué estoy haciendo mal, Kisten? —dije, frustrada—. ¿Por qué aparto de mí a todas las personas que quiero?
Salió de detrás de la puerta de la nevera con la bolsa de almendras que había comprado yo la semana anterior.
—Ivy no se va a ningún sitio.
—Eso es mío —dije y él se detuvo hasta que le hice un gesto de mala gana para que las abriera.
—Yo no me voy a ningún sitio —añadió moviendo la boca con suavidad al comerse una.
Exhalé una ruidosa bocanada de aire y dejé caer la medida de azúcar en el chocolate. Estaba francamente guapo allí plantado y a mi no dejaban de atormentarme los recuerdos: imágenes de los dos vestidos de gala y pasándolo bien, la chispa con la que me atravesaron sus ojos negros cuando los matones de Saladan quedaron tirados en la calle, el ascensor de Piscary conmigo envolviéndolo y ansiando sentirlo y que me sintiera entera…