Al empezó a bajar la calle y me dejó debatiéndome entre pedir ayuda a gritos y admitir que lo mío no tenía remedio. Se acercaba un coche y sus faros lo ponían todo de relieve.
—Perrito bueno —murmuró Al cuando pasamos junto a David a unos buenos tres metros de distancia. Con el aspecto duro que le daba la luz de los faros, David inclinó la cabeza y me pregunté si se había rendido porque sabía que no podía hacer nada. Pero entonces levantó la cabeza y echó a correr tras nosotros.
—¡David, no hay nada que puedas hacer! ¡David, no! —chillé cuando sus lentas zancadas se convirtieron en toda una carrera. Con los ojos perdidos en un frenesí asesino, se precipitó directamente a por mí. Está bien, no quería que me arrastraran a siempre jamás, pero tampoco quería estar muerta.
Al se dio la vuelta con una maldición.
—
Vacuefacio
—dijo con la mano blanca enguantada estirada.
Me retorcí sobre su hombro para ver. Había disparado una bola negra de fuerza que esperaba el ataque silencioso de David a algo más de medio metro por delante de nosotros. Las enormes patas de David dieron un resbalón pero chocó directamente contra ella. Rodó con un gañido y se tiró sobre un montón de nieve. El olor a pelo quemado se alzó y desapareció.
—¡David! —exclamé sin sentir el escalofrío que me pellizcó—. ¿Te encuentras bien?
Lancé un gemido cuando Al me soltó en el suelo y una mano enorme me apretó el hombro hasta que grité de dolor. La gruesa capa de nieve comprimida que cubría la acera se fundió bajo mi cuerpo y el trasero se me quedó entumecido de frío y dolor.
—Idiota —gruñó Al para sí—. Tienes un familiar, por las cenizas de tu madre, ¿se puede saber por qué no la utilizas?
Me sonrió con las gruesas cejas alzadas en una expresión de anticipación.
—¿Lista para trabajar, Rachel, encanto?
Se me heló el aliento. Tuve un ataque de pánico y me lo quedé mirando, sabía que me estaba poniendo pálida y que lo miraba con los ojos como platos. —Por favor, no —susurré. El sonrió todavía más.
—Sujétame esto —dijo.
Cuando Al cogió una línea y su fuerza me atravesó como un trueno, el movimiento me arrancó un grito de dolor. El dolor me sacudió los músculos y un espasmo me agitó entera hasta que di con la cara contra la acera. Estaba ardiendo y me encogí en posición fetal, con las manos sobre los oídos. Me golpeaba un grito tras otro y no podía hacer nada por impedirlo. Me aporreaban los chillidos, lo único que era real además de la agonía que sentía en la cabeza. Como una explosión, la fuerza de la línea me atravesó y se acomodó en mi centro para derramarse después y provocar un incendio en mis miembros. Tenía la sensación de que me habían metido el cerebro en ácido y esos horribles chillidos no dejaban de atormentarme un instante los oídos. Estaba ardiendo. Me quemaba.
De repente me di cuenta de que la que gritaba era yo. Unos sollozos enormes, atroces, ocuparon su lugar cuando conseguí parar. Se alzó entonces un gemido agudo, espeluznante pero conseguí detener eso también. Abrí los ojos con un jadeo. Tenía las manos pálidas y me temblaban a la luz de los focos del coche. No estaban carbonizadas. El olor a ámbar quemado no me estaba arrancando la piel. Estaba todo en mi cabeza.
Oh, Dios. Tenía la sensación de tener la cabeza en tres sitios a la vez. Lo oía todo dos veces, lo olía todo dos veces y tenía otros pensamientos que no eran los míos. Al sabía todo lo que sentía, todo lo que pensaba. Solo pude rezar para no haberle hecho lo mismo a Nick.
—¿Mejor? —dijo Al y me sacudí como si me hubieran dado un latigazo al oír su voz en mi cabeza además de con los oídos—. No está mal —dijo mientras me levantaba de un tirón sin que yo me resistiera—. Ceri se desmayó con solo la mitad y le llevó tres meses dejar de hacer ese horrendo ruido.
Atontada, sentí que me babeaba. No recordaba cómo se limpia uno. Me dolía la garganta y el aire frío que inhalaba parecía arder. Oí ladridos de perros y el motor de un coche. La luz de los faros no se movía y la nieve resplandecía. Colgaba sin fuerzas del brazo de Al e intenté mover los pies cuando empezó a caminar otra vez. El demonio me sacó a rastras de delante del coche y tras emitir un agudo chillido al resbalar por la nieve y el hielo, el coche se alejó a toda velocidad.
—Vamos, Rachel, amor —dijo Al en la nueva oscuridad, estaba de muy buen humor mientras tiraba de mí por una colina por la que había pasado la máquina quitanieves y me metía en un limpio camino de entrada—. Tu lobo se ha rendido y a menos que te sometas a mí, tenemos que recorrer un buen trozo de ciudad para llevarte a una línea luminosa.
Tropecé y me tambaleé detrás de Al, ya hacía tiempo que tenía los pies, cubiertos solo con los calcetines, tan fríos que no me respondían. El demonio me cogía la muñeca con una mano, un grillete más sólido que cualquier metal. La sombra de Al se extendía tras nosotros hasta donde David jadeaba y sacudía la cabeza como si quisiera despejarse. No había nada que yo pudiera hacer, no sentí nada cuando David abrió la boca y enseñó los dientes. Arremetió contra nosotros sin ruido. Atontada e insensible, lo observé todo como si estuviera muy lejos. Al, sin embargo, era muy consciente.
—¡
Celero fervefacio
! —exclamó, enfadado; la maldición me atravesó como una lengua de fuego y chillé. La fuerza de la magia de Al le salió despedida de la mano estirada y golpeó a David. Con un destello, la nieve se fundió bajo el hombre lobo y este se retorció sobre el círculo negro de la acera. Grité de puro dolor, lo contuve, lo asfixié, y lo oí convertirse en el chillido agudo de una
banshee
.
—Por favor… más no —susurré, se me caía la baba y se fundía en un charco de nieve. Me quedé mirando aquel blanco sucio y pensé que era mi alma, picada y manchada, que tenía que pagar por la magia negra de Al. Era incapaz de pensar. El dolor seguía quemándome y convirtiéndose en un sufrimiento demasiado conocido.
El sonido de varias personas asustadas me obligó a levantar la mirada llorosa. El vecindario entero miraba desde puertas y ventanas. Seguramente terminaría en el telediario. Un golpe seco y agudo atrajo mi atención hacia la casa junto a la que habíamos pasado, un elegante castillo de nieve con torreones y torres adornando una esquina del patio. La luz de la puerta abierta se derramaba sobre la nieve pisoteada y caía casi sobre Al y sobre mí. Contuve el aliento al ver a Ceri de pie en el umbral, con el crucifijo de Ivy alrededor del cuello. El camisón flotaba suavemente hacia el porche, blanco y ondulante. Llevaba el cabello suelto y le flotaba a su alrededor, casi hasta la cintura. Su postura estaba rígida de rabia.
—Tú —dijo y su voz resonó con claridad sobre la nieve.
Oí tras de mí un pequeño gañido de advertencia y sentí un tirón seco. A través de Al supe por instinto que Ceri había dibujado un círculo alrededor de Al y de mí. Se me escapó un sollozo vano pero me aferré a la sensación como un perro callejero a la basura. Había sentido algo que no procedía de Al. La irritación del demonio no tardó en alcanzar mi depresión y cubrirla hasta que olvidé lo que se sentía. Por Al supe que el círculo era inútil. Se puede hacer un círculo sin dibujarlo pero solo un círculo dibujado es lo bastante fuerte como para contener a un demonio.
Al ni siquiera se molestó en frenar un poco y siguió arrastrándome hacia siempre jamás.
Siseé casi sin aliento cuando la fuerza que Ceri había puesto en el círculo fluyó en mi interior. Chillé cuando una nueva ola de fuego me cubrió la piel. Partía desde donde yo tocaba el campo y fluía como un líquido hasta cubrirme entera. El dolor buscó mi centro. Lo encontró y volví a chillar, me deshice de la mano de Al, el dolor había encontrado mi
chi
lleno y a punto de explotar. Siempre jamás rebotó y rebuscó por todas partes para asentarse en el único sitio donde podía abrirse paso: mi cabeza. Antes o después me desbordaría y me volvería loca.
Me aferré a mí misma. La áspera acera me arañó el muslo y el hombro y empecé a sufrir convulsiones. Poco a poco se fue haciendo soportable y pude dejar de gritar. El último chillido se fue apagando, convertido en un gemido que hizo callar a los perros.
Oh, Dios, me estoy muriendo. Me estoy muriendo por dentro
.
—Por favor —le rogué a Ceri aunque sabía que no podía oírme—. No vuelvas a hacerlo.
Al me levantó de un tirón.
—Eres un familiar excelente —me alentó con una enorme sonrisa en la cara—. Estoy muy orgulloso de ti. Has logrado dejar de chillar otra vez. Creo que te voy a hacer una taza de té cuando lleguemos a casa y te voy a dejar dormir un ratito antes de enseñarte a mis amigos.
—No… —susurré y Al lanzó una risita al oír mi desafío incluso antes de que se me escapara. No podía pensar nada sin que él lo supiera primero. Comprendí entonces por qué Ceri había entumecido sus emociones, prefería no tener ninguna antes que compartirlas con Al.
—Espera —dijo Ceri, su voz resonó con claridad sobre la nieve. Bajó corriendo los escalones del porche, atravesó la valla de tela metálica y entró en el patio ante nosotros.
Me encorvé entre las manos de Al cuando el demonio se detuvo para mirarla. La voz de Ceri flotaba sobre mí y era un alivio para mi piel y mi mente a la vez. Sentí cierta calidez en los ojos al notar un pequeño respiro en el dolor y estuve a punto de ponerme a llorar de alivio. Parecía una diosa. Un bálsamo para el dolor.
—Ceri —dijo Al con tono cálido sin dejar del todo de prestar atención a David, que daba vueltas a nuestro alrededor con el pelo erizado y una mirada salvaje y aterradora en los ojos—. Tienes buen aspecto, cielo. —Los ojos del demonio recorrieron el elaborado castillo de nieve que tenía detrás—. ¿Echas de menos tu tierra?
—Soy Ceridwen Merriam Dulcíate —dijo ella, el dominio que había en su voz era como un látigo—. No soy tu familiar. Tengo alma. Trátame con el respeto que merezco.
Al se burló.
—Ya veo que has encontrado tu ego. ¿Qué te parece eso de volver a envejecer?
La vi ponerse rígida. Se puso delante de nosotros y me di cuenta de que se sentía culpable.
—Ya no me asusta —dijo en voz baja y me pregunté si una vida sin edad era lo que había utilizado Al para convencerla de que fuera su familiar—. La vida es así. Deja ir a Rachel Mariana Morgan.
Al echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada que le mostró al cielo encapotado unos dientes gruesos y planos.
—Es mía. Tienes buen aspecto. ¿Te apetece volver? Podríais ser hermanas. ¿No estaría bien?
La boca de Ceri se crispó.
—Tiene alma. No puedes obligarla.
Yo colgaba entre las manos de Al, jadeando. Si me llevaba hasta una línea, daba igual si tenía alma o no.
—Sí, sí que puedo —dijo Al para dejar las cosas claras. Frunció el ceño y de repente clavó los ojos en David. Yo había visto que nos rodeaba en un amplio círculo, intentaba dibujar un círculo físico con sus huellas para poder vincular a Al. El demonio entrecerró los ojos.
—
Detrudo
—dijo con un gesto.
Abogué un grito y me sacudí cuando una hebra de siempre jamás salió de mí y alimentó el hechizo de Al. Con la cabeza muy erguida, contuve el horrible sonido que iba a salir de mi garganta, que ya estaba en carne viva. Conseguí no decir nada mientras la energía salía disparada de mí, pero todos mis esfuerzos para no gritar fueron en vano cuando una oleada de siempre jamás surgió a toda velocidad de una línea para sustituir a la que había utilizado Al. Una vez más el fuego inmoló mi centro, se desbordó y me abrasó la piel para asentarse al fin en mis pensamientos. No podía pensar. En mí no había nada más que dolor. Me estaba quemando. Mis pensamientos, mi alma misma, estaban ardiendo.
Caí de rodillas, conmocionada, el dolor de la acera congelada pasó casi desapercibido y se me escapó un grito de angustia. Tenía los ojos abiertos y Ceri se encogió, de pie y descalza delante de nosotros, en la nieve. Un dolor compartido se reflejaba en sus ojos pero me aferré a ellos y encontré algo de paz en sus verdes profundidades. Ceri había sobrevivido a aquello y yo podía sobrevivir también. Iba a sobrevivir.
Dios, ayúdame a encontrar una forma de sobrevivir
.
Al se echó a reír cuando sintió mi resolución.
—Bien —me animó—. Agradezco el esfuerzo por quedarte callada. Ya lo conseguirás otro día. Tu dios no puede ayudarte, pero sigue llamándolo. Me gustaría conocerlo.
Respiré hondo con un estremecimiento. David era un ovillo tembloroso de pelo sedoso en la nieve, a cierta distancia de donde había estado. Yo estaba gritando cuando lo golpeó el hechizo y no vi cómo lo derribaba. El hombre lobo se levantó y Ceri se acercó a él, le cogió el morro con las dos manos y lo miró a los ojos. Parecía muy pequeña junto al lobo, la negrura absoluta de este tenía un aspecto peligroso y, de algún modo, natural al lado de la fragilidad de la figura femenina vestida de un blanco vaporoso.
—Dámelo —susurró Ceri mirándose sin miedo en los ojos del lobo; las orejas de David se pusieron de punta.
Ceri dejó la cara del lobo y se adelantó hasta que se colocó donde acababan las pisadas de David. Keasley se reunió con ella mientras terminaba de abrocharse el grueso abrigo de tela, pasó por mi derecha y se detuvo a su lado.
—Es tuyo —dijo. La cogió de la mano y la soltó. Después los dos dieron un paso atrás.
Quise llorar pero no me quedaban fuerzas. No podían ayudarme. Admiré la seguridad de Ceri, su porte orgulloso y apasionado, pero no servía. Lo mismo podría estar muerta ya.
—Demonio —dijo y su voz repicó por el aire sereno como una campana—, yo te vinculo.
Al se sacudió cuando una capa de siempre jamás azul y ahumada brotó sobre nosotros, y se le enrojeció la cara.
—¡
Es scortum obscenus impura
! —gritó al soltarme. Me caí redonda, sabía que no me habría soltado si pudiera escapar—. ¡Cómo te atreves a usar lo que te enseñé para vincularme!
Levante la cabeza con un jadeo, solo entonces comprendí por qué Ceri había tocado a David y después a Keasley. David había empezado el círculo, Ceri había hecho una segunda porción y Keasley había hecho la tercera, Los dos le habían dado permiso a Ceri para vincular sus pasos como si fueran uno solo. El círculo estaba completo, el demonio estaba atrapado. Y cuando lo vi acercarse al borde de la burbuja y a una victoriosa Ceri, pensé que no iba a necesitar mucho para decidir matarme de pura rabia.