Cambié de postura y di un paso atrás.
—No. Adelante. ¿Quieres un café?
David miró el escritorio de Jenks y vaciló. Frunció el ceño, se sentó a horcajadas en la banqueta del piano y abrió el maletín delante de él.
—No, gracias. No vamos a estar aquí tanto tiempo.
—De acuerdo. —Me retiré sintiendo la desaprobación de David sobre mí. Sabía que no le hacía gracia que le hubiera mentido por omisión a mi socio pero lo único que necesitaba de él era que me metiera en casa de Lee. Dudé al otro lado del pasillo—. Iré a cambiarme. Quería ver lo que te habías puesto tú.
David levantó la vista de los papeles, había una mirada distante en sus ojos castaños cuando intentó hacer dos cosas a la vez.
—Te vas a poner la ropa de la señora Aver.
Alcé las cejas.
—No es la primera vez que haces esto.
—Ya te dije que el trabajo era mucho más interesante de lo que creías —les dijo a sus papeles.
Esperé a que dijera algo más pero no lo hizo así que me fui a buscar a Ivy, me sentía incómoda y deprimida. No me había dicho una sola palabra sobre Jenks pero su desaprobación era obvia.
Ivy estaba muy ocupada con sus mapas y rotuladores cuando entré y no dijo nada cuando me serví una taza de café y después le serví otra a ella.
—¿Qué te parece, David? —pregunté al tiempo que dejaba la taza junto a ella.
Bajó la cabeza y dio unos golpecitos con el rotulador en la mesa.
—Creo que todo irá bien. Parece saber lo que hace y no es como si yo no fuera a estar allí también.
Me apoyé en la encimera, cogí la taza con las dos manos y tomé un largo sorbo. El café me bajó por la garganta y me relajó un poco los nervios. Hubo algo en la postura de Ivy que me llamó la atención. Tenía las mejillas ligeramente sonrojadas.
—Creo que te gusta —dije y ella levantó la cabeza de repente—. Creo que te gustan los hombres mayores —añadí—. Sobre todo los hombres mayores con traje que muerden y saben planear mejor que tú.
Y al oír eso, mi compañera de piso se sonrojó de verdad.
—Y yo creo que tú deberías cerrar esa bocaza.
Las dos nos sobresaltamos al oír el suave golpecito en el arco que llevaba al pasillo. Era la señora Aver; qué vergüenza, ninguna de las dos la habíamos oído salir del baño. Llevaba puesto mi albornoz y su ropa en un brazo.
—Aquí tiene, cielo —dijo cuando me pasó su traje gris.
—Gracias. —Dejé el café en la encimera y lo cogí.
—Si no le importa, déjelo luego en la tintorería Desgaste Lobuno. Se les da fenomenal quitar manchas de sangre y arreglar pequeños desgarrones. ¿Sabe dónde está?
Miré a aquella mujer con aspecto de matrona que tenía delante, vestida con mi albornoz azul de rizo y el largo cabello castaño suelto alrededor de los hombros. Parecía ser de la misma talla que yo, aunque con un poco más de cadera. Yo llevaba el cabello un poco más oscuro pero se parecía lo suficiente.
—Claro —dije.
La secretaria de David me sonrió. Ivy había vuelto con sus mapas y no nos hacía ningún caso mientras movía el pie en silencio.
—Estupendo —dijo la mujer lobo—. Voy a transformarme y a decirle adiós a David antes de irme a cuatro patas. —Me lanzó una amplia sonrisa llena de dien tes, salió sin prisas al pasillo y dudó un instante—. ¿Dónde tienen la puerta de atrás?
Ivy se levantó con un ruidoso chirrido de la silla.
—Está rota. Ya se la abro yo.
—Gracias —dijo la señora con la misma sonrisa cortés. Se fueron y yo me llevé despacio la ropa de la mujer a la nariz. Conservaba la temperatura tibia de su cuerpo y un leve aroma a almizcle mezclado con un olor ligero a pradera. Hice una mueca de disgusto ante la idea de ponerme la ropa de otra persona pero la cuestión era oler a mujer lobo. Y no era como si me hubiera traído unos harapos para que me los pusiera. Aquel traje de lana forrada debía de haberle costado una pequeña fortuna.
Volví a mi habitación con pasos lentos y medidos. La guía para salir con un vampiro seguía en mi tocador y la miré con una mezcla de depresión y sensación de culpabilidad. ¿En qué estaba pensando, cómo se me ocurría querer leerla otra vez con la idea de volver loco a Kisten? Abatida, la lancé al fondo del armario. Que Dios me ayudara, era una auténtica idiota.
Me quité los vaqueros y el jersey, resignada. No tardó en romper el silencio el tamborileo de unas uñas en el pasillo y cuando me puse las medias, se oyó el gemido de unos clavos que se arrancaban de la madera. La puerta nueva no llegaría hasta el día siguiente y la buena señora no podía salir por una ventana.
Empezaba a no sentirme muy segura de todo aquello, pero tampoco sabía muy bien por qué. No era como si tuviera que entrar sin amuletos, pensé mientras me ponía la falda gris y remetía la blusa blanca por dentro. Ivy y Kisten me iban a llevar todo lo que necesitaba. La bolsa de lona ya estaba hecha y esperando en la cocina. Y no era porque me fuera a enfrentar a alguien al que se le daba mejor la magia de líneas luminosas. Eso era el pan nuestro de cada día.
Me puse la chaqueta con un encogimiento de hombros y guardé la orden de arresto de Lee en un bolsillo interior. Metí los pies en los tacones bajos que había sacado del fondo del armario y me quedé mirando mi reflejo. Mejor, pero seguía siendo yo así que estiré el brazo para coger las lentillas que David me había mandado por mensajero un rato antes.
Mientras parpadeaba y colocaba en su sitio los finos trochos de plástico marrón, decidí que la inquietud se debía a que David no confiaba en mí. No confiaba en mis habilidades y no confiaba en mí. Yo jamás había tenido una relación profesional en la que yo fuera el compañero dudoso. No era la primera vez que me consideraban una cabeza de chorlito, un desastre o incluso incompetente, pero jamás alguien que no era digno de confianza. Y no me hacía ninguna gracia. Claro que viendo lo que le había hecho a Jenks, seguramente me lo merecía.
Me peiné con movimientos lentos y deprimidos y me hice un moño sobrio y profesional con el pelo corto que tenía. Me puse una buena capa de maquillaje y usé una base que era demasiado oscura, así que tuve que darle a las manos y al cuello una buena cantidad también, pero me cubrió las pecas, que era de lo que se trataba. Con una sensación desdichada, me quité el anillo de madera del meñique, el hechizo se había roto. Con el maquillaje oscuro y las lentillas marrones, tenía un aspecto diferente pero era la ropa lo que hacía que funcionara el disfraz. Me planté delante del espejo y mientras me miraba con mi soso y aburrido traje, mi soso y aburrido peinado y la expresión sosa y aburrida de mi cara, tuve la sensación de que ni mi madre sería capaz de reconocerme.
Me eché unas gotas del costoso perfume de Ivy (el que ocultaba mi olor) y luego lo acompañé de un chorrito del perfume almizclado que Jenks había dicho una vez que olía como la parte inferior de un tronco: terroso e intenso. Me sujeté el teléfono de Ivy a la cintura y salí al pasillo; por culpa de los tacones hacía un ruido muy poco habitual en mí. El sonido suave de la conversación de Ivy y David me condujo al santuario, donde los encontré delante del piano de mi compañera de piso. Ojalá estuviera Jenks allí, con nosotros. Lo necesitaba para algo más que para hacer reconocimientos o para que se encargara de grabaciones y demás. Lo echaba de menos de verdad.
David e Ivy levantaron la cabeza al oír mis pasos. Ivy se quedó con la boca abierta.
—Que me muerdan y me desprecien —dijo—. Por Dios, pero si es lo más horrible que te he visto usar jamás. Hasta pareces respetable y todo.
Esbocé una débil sonrisa.
—Gracias. —Me quedé allí, con las manos juntas mientras David me recorría entera con los ojos, la ligera relajación de los hombros fue la única señal de aprobación. Se dio la vuelta, metió los papeles en el maletín y lo cerró de un golpe. La señora Aver había dejado el suyo allí y lo cogí cuando me lo indicó David—. ¿Me traerás mis hechizos? —le pregunté a Ivy.
Mi compañera de piso suspiró y miró al techo.
—Kisten ya viene de camino. Lo repasaré todo con él una vez más, y después cerraremos la iglesia y nos iremos. Te daré un toque cuando estemos listos. —Me miró—. ¿Supongo que tienes mi teléfono de reserva?
—Eh… —Lo toqué en la cintura—. Sí.
—Bien. Vete —dijo mientras se daba la vuelta y se alejaba—. Antes de que haga algo absurdo, como darte un abrazo, por ejemplo.
Deprimida e insegura, me fui a la calle. David estaba detrás de mí, no hacía ruido pero notaba su presencia por el leve aroma a helechos.
—Gafas de sol —murmuró cuando estiré el brazo para coger el pomo de la puerta, hice una pausa y me las puse. Abrí la puerta de un empujón y guiñé los ojos bajo los rayos de últimas horas de la tarde mientras me abría camino entre las ofrendas de pésame que iban desde ramos de floristería a páginas de colores brillantes arrancadas de libros de colorear. Hacía frío y el aire vivificante me refrescó.
El sonido del coche de Kisten me hizo levantar la cabeza y se me disparó el pulso. Me paré en seco en los escalones y David estuvo a punto de chocar conmigo. Tiró con el pie un jarrón achaparrado que rodó por los escalones hasta la acera y derramó el agua y el único capullo de rosa que albergaba.
—¿Lo conoces? —preguntó, y sentí su aliento cálido en el oído.
—Es Kisten. —Lo vi aparcar y salir del coche. Dios, qué guapo estaba, tan sexy y elegante.
David me cogió por el codo y me puso en movimiento.
—Sigue andando. No digas nada. Quiero ver cómo aguanta tu disfraz. Tengo el coche ahí enfrente.
Me gustó la idea así que seguí bajando las escaleras y solo paré para recoger el jarrón y ponerlo en el último escalón. De hecho, era un tarro de mermelada con un pentagrama de protección pintado y emití un leve sonido de reconocimiento después de volver a meter la rosa roja y enderezarme. Hacía años que no veía uno.
Sentí un hormigueo en el estómago cuando se acercaron los pasos de Kisten.
—Bendita sea —dijo al pasar a mi lado, creyendo que había sido yo la que había dejado la flor allí, no que solo la había recogido. Abrí la boca para decir algo pero la cerré cuando David me pellizcó el brazo.
—¡Ivy! —gritó Kisten mientras aporreaba la puerta—. ¡Venga! ¡Vamos a llegar tarde!
David me acompañó al otro lado de la calle y rodeamos su coche, me cogía del codo con firmeza. El suelo estaba resbaladizo y los tacones que llevaba puestos no estaban hechos para el hielo.
—Muy bien —dijo, y parecía impresionado a su pesar—. Claro que tampoco es como si te hubieras acostado con él.
—En realidad —dije mientras me abría la puerta—, lo he hecho.
Me miró de repente y una expresión convulsa de asco le cruzó la cara. Dentro de la iglesia se oyó un grito tenue.
—¡Estás de puta coña! ¿Era ella? ¡No jodas!
Apoyé la frente en los dedos. Por lo menos no hablaba así cuando yo estaba delante. Posé los ojos en David, solo nos separaba la anchura de la puerta.
—Es lo de ser de especies distintas, ¿no? —dije con tono neutro.
El hombre lobo no dijo nada. Apreté la mandíbula y me dije que podía pensar lo que le diera la gana. Yo no tenía por qué vivir de acuerdo con sus principios. Había mucha gente a la que no le hacía gracia. Había mucha gente a la que le importaba un bledo. Con quién me acostara no debería tener nada que ver con nuestra relación profesional.
Cada vez de peor humor, me metí en el coche y cerré la puerta antes de que pudiera hacerlo él. Me abroché el cinturón con un chasquido, él se deslizó detrás del volante y arrancó su cochecito gris. No dije ni una sola palabra mientras salía a la carretera y se dirigía al puente. La colonia de David empezó a empalagarme y abrí un poco la ventanilla.
—¿No te importa entrar allí sin tus amuletos? —preguntó David.
En su tono no había rastro del asco que yo había esperado y decidí aferrarme a eso.
—No es la primera vez que voy sin amuletos —dije. Y confío en que Ivy me los traiga.
No movió la cabeza pero se le entrecerraron un poco los ojos.
—Mi antiguo compañero no salía jamás sin sus amuletos. Yo me reía de él cuando entrábamos en algún sitio y él tenía tres o cuatro colgándole del cuello. «David» decía, «este es para ver si mienten. Este es para saber si están disfrazados. Y este es para que me diga si andan por ahí con un montón de energía alrededor del
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y están listos para mandarnos a todos al infierno de un bombazo».
Lo miré y me ablandé un poco.
—A ti no te importa trabajar con brujas.
—No. —Quitó la mano del volante cuando traqueteamos por encima de una vía del tren—. Sus hechizos me ahorraron un montón de problemas. Pero no sabes el tiempo que perdía revolviendo en busca del hechizo adecuado cuando un buen derechazo habría solucionado las cosas más rápido.
Cruzamos el río y entramos en Cincinnati en sí, los edificios arrojaban sombras que caían sobre mí cruzándose y parpadeando. David tenía prejuicios solo cuando entraba en juego el sexo. Cosa que no me importaba demasiado.
—No voy a entrar indefensa por completo —dije, empezaba a animarme un poco—. Puedo hacer un círculo protector a mi alrededor si no me queda más remedio. Pero en realidad soy una bruja terrenal, lo que podría poner las cosas difíciles porque es más difícil detener a alguien si no se puede hacer la misma magia. —Hice una mueca que mi compañero no vio—. Claro que es imposible que yo pueda vencer a Saladan con la magia de las líneas luminosas así que menos mal que no voy a intentarlo siquiera. Lo cogeré con mis amuletos terrenales o con una patada en las tripas.
David detuvo el coche sin brusquedad en un semáforo en rojo y se volvió hacia mí con los primeros signos de interés en la cara.
—He oído que derribaste a tres asesinos de líneas luminosas.
—Ah, eso —dije, más animada—. Tuve cierta ayuda. Estaba allí la AFI.
—Y derribaste a Piscary tú sola.
El semáforo cambió y agradecí que no se le echara encima al coche que teníamos delante y que esperara hasta que se movió.
—Me ayudó el jefe de seguridad de Trent —admití.
—Él lo distrajo —dijo David en voz baja—. Tú fuiste la que le diste porrazos hasta dejarlo inconsciente.
Junté bien las rodillas y me di la vuelta para mirarlo a la cara.
—¿Cómo lo sabes?
La mandíbula pesada de David se tensó y después se relajó pero no apartó los ojos de la calle.