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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Antes bruja que muerta (50 page)

BOOK: Antes bruja que muerta
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Jonathan apretó la mandíbula y se puso rojo.

—Son para la señorita Ellasbeth.

—¿Ellasbeth? —Aparté las manos de un vestido morado que a mí me costaría un mes entero de encargos. ¿
Trent tenía novia
?—. ¡Ah, no, joder! No pienso ponerme el vestido de otra mujer sin pedirle permiso.

El tipo lanzó una risita y su rostro adoptó una ligera expresión irritada.

—Son del señor Kalamack. Si él dice que puedes ponértelos, es que puedes.

No del todo convencida, volví a buscar entre los vestidos. Pero todas mis aprensiones se desvanecieron cuando mis manos tocaron uno gris, suave y vaporoso.

—Oh, mira esto —dije sin aliento mientras sacaba la parte superior y la falda del armario y los levantaba con gesto triunfante, como si a Jon le importara una mierda.

Jonathan apartó la mirada del armarito de pañuelos, cinturones y bolsos que acababa de abrir.

—Creí que ese ya lo habíamos tirado —dijo y yo hice una mueca, sabía que estaba intentando que creyera que era feo. Pero no lo era. El ceñido corsé y la falda a juego eran de lo más elegantes, la tela era suave al tacto y lo bastante gruesa para abrigarte en invierno pero sin constreñirte. Era de un reluciente color negro cuando lo saqué a la luz. La falda caía hasta el suelo pero estaba dividida en una multitud de franjas estrechas a partir de la rodilla así que me revolotearía alrededor de los tobillos. Y con las aberturas tan altas, la pistola de hechizos y su muslera me quedarían al alcance de la mano. Era perfecto.

—¿Es adecuado? —pregunté mientras lo sacaba con la percha y lo colgaba encima de mi conjunto. Levanté la cabeza cuando no dijo nada y me encontré un rostro crispado.

—Servirá. —Se llevó la pulsera del reloj a los labios, apretó un botón y habló por aquella pasada de comunicador que recordé que tenía allí—. Que la flor sea negra y dorada —murmuró. Después le echó un vistazo a la puerta y añadió—: Voy a sacar las joyas a juego de la caja fuerte.

—Tengo mis propias joyas —dije, aunque después dudé un momento, prefería no ver la pinta que tendría mi bisutería de imitación encima de una tela como aquella—. Pero vale —me corregí, incapaz de mirarlo a los ojos.

Jonathan carraspeó con intención.

—Mandaré a alguien para que te maquille —añadió al salir. Aquello sí que era insultante.

—Puedo retocarme mi propio maquillaje, muchas gracias —dije en voz alta tras él. Llevaba un maquillaje normal encima del hechizo de complexión que ocultaba los restos de mi ojo a la funerala, todavía en proceso de recuperación, y no quería que nadie lo tocara.

—Entonces solo tengo que llamar al peluquero para que haga algo con tu pelo —resonó el eco de Jonathan.

—¡A mi pelo no le pasa nada! —Grité. Me miré en uno de los espejos y me toqué los rizos sueltos que empezaban a encresparse—. No le pasa nada —añadí en voz más baja—. Acabo de arreglármelo. —Pero lo único que oí fue la risa burlona de Jonathan y el sonido de una puerta al abrirse.

—No pienso dejarla sola en la habitación de Ellasbeth —dijo la voz de ultratumba de Quen en respuesta al murmullo de Jonathan—. La mataría.

Alcé las cejas. ¿Quería decir que yo mataría a Ellasbeth o que Ellasbeth me mataría a mí? Ese tipo de detalles son importantes.

Me giré al ver la silueta de Quen en la puerta que llevaba al baño.

—¿Me vas a hacer de niñera? —dije mientras cogía la combinación y las medias y me llevaba el vestido negro tras el biombo.

—La señorita Ellasbeth no sabe que estás aquí —dijo—. No me pareció necesario contárselo porque ya ha vuelto a casa, pero no es la primera vez que cambia de planes sin avisar.

Le eché un vistazo al papel de arroz que había entre Quen y yo y después me quité las deportivas de una patada. Me sentía vulnerable y bajita pero me quité la ropa con un par de meneos y la doblé en lugar de dejarla tirada en un montón arrugado como solía hacer.

—Te pone eso de contar solo lo imprescindible, ¿eh? —dije, y le oí hablar en voz baja con alguien que acababa de entrar—. ¿Qué es lo que no me estás contando?

La segunda persona, invisible, se fue.

—Nada —dijo Quen con aspereza.

Ya, seguro
.

El vestido estaba forrado de seda y ahogué un gemido cuando me deslicé en él. Miré el borde y decidí que con las botas la caída sería perfecta. Después fruncí el ceño y dudé un segundo. Las botas no le irían muy bien. Con un poco de suerte Ellasbeth calzaría un treinta y seis y esa noche los golpes se podrían dar con los tacones puestos. El corsé me dio algún que otro problemilla y al final dejé de intentar subir los últimos centímetros de la cremallera.

Me eché un último vistazo y me metí el amuleto de complexión en la cintura, junto a la piel. Con la pistola de hechizos en la muslera, salí de detrás del biombo.

—¿Me subes la cremallera, cielo? —le pedí con tono ligero, y me gané lo que me pareció una de las escasas sonrisas de Quen. Asintió y le di la espalda—. Gracias —dije cuando terminó.

Se giró hacia la mesa y las sillas y se inclinó para coger una flor que no estaba allí cuando yo me había metido detrás del biombo. Era una orquídea negra envuelta en una cinta verde y dorada. Se irguió, cogió el broche y dudó cuando miró el tirante estrecho del vestido. Supe de inmediato el dilema en el que estaba pero no pensaba ayudarlo ni un poco.

El rostro marcado de Quen se crispó. Con los ojos clavados en el vestido, apretó los labios.

—Disculpa —dijo mientras estiraba las manos. Me quedé inmóvil, sabía que no me tocaría a menos que no le quedara más remedio. Había tela suficiente para prender la flor pero tendría que poner los dedos entre el broche y yo. Exhalé y vacié los pulmones para darle una pizca más de espacio.

—Gracias —dijo en voz baja.

Tenía el dorso de la mano frío y contuve un estremecimiento. Intenté no moverme mucho y me puse a mirar al techo. Cruzó mi rostro una leve sonrisa que creció cuando Quen terminó de prenderme la orquídea y dio un paso atrás con un suspiro de alivio.

—¿Hay algo que te haga mucha gracia, Morgan? —dijo con tono agrio.

Dejé caer la cabeza y lo miré entre los mechones marchitos.

—La verdad es que no. Es que me recordaste a mi padre… solo por un minuto.

Quen adoptó una expresión que era a la vez incrédula y curiosa. Sacudí la cabeza, cogí mi bolso de la mesa y fui a sentarme en el tocador que había junto al biombo.

—Verás, era el baile de séptimo y yo llevaba un vestido sin tirantes —dije mientras sacaba el maquillaje—. Mi padre no quiso dejar que mi cita me prendiera la flor así que lo hizo él. —Se me empañó la visión y crucé las piernas—. Se perdió mi baile de graduación.

Quen no se sentó. No pude evitar notar que se había colocado en un sitio desde el que podía verme a mí y la puerta a la vez.

—Tu padre era un buen hombre. Esta noche estaría orgulloso de ti.

Me quedé sin aliento, una punzada rápida y dolorosa. Exhalé poco a poco y mis manos regresaron a la operación de acicalamiento. La verdad era que no me sorprendía mucho que Quen lo hubiera conocido, eran de la misma edad, pero dolía de todos modos.

—¿Lo conociste? —no pude evitar preguntar.

La mirada que me lanzó por el espejo fue ilegible.

—Tuvo una buena muerte.

¿Que tuvo una buena muerte? Dios, ¿pero qué le pasaba a aquella gente?

Enfadada, me giré en la silla para mirarlo directamente.

—Murió en una asquerosa habitación de hospital, un sitio diminuto con suciedad en las esquinas —dije con voz tensa—. Se suponía que tenía que vivir más, coño. —No me temblaba la voz pero sabía que, no seguiría así mucho tiempo—. Se suponía que tenía que estar ahí cuando consiguiera mi primer trabajo y lo perdiera tres días después, al darle un porrazo al hijo del jefe por intentar meterme mano. Se suponía que iba a estar allí cuando terminara el instituto y después la facultad. Se suponía que tenía que estar allí para asustar a mis citas y que se comportaran, para no tener que volver sola a casa después de que el gilipollas de turno me dejara tirada cuando descubriera que yo era de las que no se dejaban. Pero no estaba, ¿verdad? No. Murió haciendo algo con el padre de Trent y nadie tiene los huevos de decirme qué era eso por lo que merecía la pena joderme a mí la vida.

Tenía el corazón desbocado y me quedé mirando el rostro tranquilo y marcado por la viruela de Quen.

—Has tenido que cuidarte sola durante mucho tiempo —dijo.

—Sí. —Apreté los labios y me volví hacia el espejo mientras daba golpecitos en el suelo con el pie.

—Lo que no te mata…

—Duele. —Observé su reflejo—. Duele. Duele mucho. —El moratón del ojo me palpitó con la subida de tensión y levanté una mano para tocarlo—. Ya soy bastante fuerte —dije con amargura—. No quiero ser más fuerte. Piscary es un cabrón y si sale de la cárcel, va a morir dos veces. —Pensé en Skimmer y esperé que fuera tan mala abogada como buena amiga de Ivy.

Quen cambió de postura pero no se movió del sitio.

—¿Piscary?

El interrogante de su voz me hizo levantar la cabeza.

—Dijo que había matado a mi padre. ¿Me mintió? —Necesitaba saberlo. ¿Le parecería a Quen por fin «información imprescindible»?

—Sí y no. —Los ojos del elfo se posaron un momento en la puerta.

—Bueno, ¿sí o no?

Quen agachó la cabeza y dio un paso atrás simbólico.

—No soy yo el que debe decírtelo.

Me levanté con el corazón en la boca y los puños apretados.

—¿Qué pasó? —le pregunté.

Una vez más, Quen miró al baño. Se encendió una luz y se derramó un haz por la habitación que después se difuminó en la nada. La voz de un hombre afeminado que parloteaba al parecer para sí llenó el aire de una presencia brillante. Jonathan le respondió y yo miré a Quen aterrada, sabía que no diría nada delante de Jon.

—Fue culpa mía —dijo Quen en voz baja—. Estaban trabajando juntos. Debería haber estado allí yo, no tu padre. Piscary los mató igual que si hubiera apretado el gatillo él mismo.

Me envolvió una sensación de irrealidad y me acerqué tanto que incluso noté que estaba sudando. Era obvio que se había extralimitado diciéndome tan solo aquello. Jonathan entró seguido por un hombre con un traje negro ceñido y unas botas brillantes.

—¡Oh! —exclamó el hombrecito, que se precipitó hacia el tocador con unas cajas de cebos—. ¡Es rojo! Adoro el pelo rojo. Y además es natural. Se nota desde aquí. Siéntate, palomita. ¡No sabes la de cosas que puedo hacer por ti! No te va ni a reconocer.

Giré en redondo y miré a Quen. Este se apartó con expresión cansada, atormentada, y me dejo sin aliento. Me erguí y lo miré fijamente, quería saber más pero también sabía que no iba a conseguir nada. Maldición. Quen era jodidamente inoportuno, así que tuve que obligarme a mantener las manos a los lados en lugar de usarlas para estrangularlo.

—¡Sienta ese culito! —exclamó el estilista cuando Quen se despidió con una inclinación de la cabeza y salió—. ¡Solo tengo media hora!

Fruncí el ceño y le lancé a la expresión burlona de Jonathan una mirada cansada, después me senté en la silla e intenté explicarle al tipo que me gustaba como estaba ¿y no podría darle solo un cepillado rápido? Pero me siseó, me obligó a callar y empezó a sacar frasco tras frasco de espuma y unos instrumentos muy raros cuyo uso fui incapaz de adivinar siquiera. Comprendí que era una batalla perdida.

25.

Me acomodé en el asiento de la limusina de Trent, crucé las piernas y me cubrí la rodilla con una de las estrechas franjas de la falda. El chal que llevaba en lugar de abrigo se me deslizó por la espalda y lo dejé donde estaba. Olía a Ellasbeth y mi perfume, bastante más discreto, no podía competir.

Los zapatos eran de un número más pequeño pero el vestido me quedaba a la perfección. El corsé era ceñido pero no apretado y la falda se me ajustaba a la cintura. La muslera que llevaba era tan sutil como la pelusilla de un diente de león, invisible por completo. Randy me había recogido el pelo y me lo había sujetado con un grueso hilo de oro y unas cuentas de época que lo convertían en un peinado elaborado que al buen hombre le había llevado veinte minutos de parloteo incesante terminar. Pero tenía razón. No me parecía en nada a mí misma y aquello tenía clase, mucha clase.

Era la segunda limusina a la que me subía en solo una semana. Quizá empezaba a convertirse en costumbre. En cuyo caso no me costaría habituarme. Inquieta, le eché un vistazo a Trent, que miraba los enormes árboles mientras nos acercábamos a la garita de la verja, donde los troncos negros destacaban contra la nieve. Parecía estar a mil kilómetros de distancia, como si ni siquiera fuera consciente de mi presencia.

—El coche de Takata es más bonito —dije para romper el silencio.

Trent se crispó pero se recuperó en un instante. La reacción lo hizo parecer todo lo joven que era.

—El mío no es de alquiler —dijo.

Me encogí de hombros y agité un pie mientras miraba por las ventanillas ahumadas.

—¿Tienes frío? —preguntó.

—¿Qué? Oh. No, gracias.

Jonathan pasó junto a la garita sin frenar, la barrera alcanzó el límite de altura en cuanto pasamos bajo ella y se cerró con la misma rapidez. Me revolví un poco y miré en el bolso de mano para comprobar que había metido mis amuletos, palpé el peso de la pistola de hechizos y me toqué el pelo. Trent volvía a mirar por la ventanilla, perdido en su propio mundo, que no tenía nada que ver conmigo.

—Oye, siento lo del ventanal —dije, aquel silencio no me hacía graci\1.

—Te mandaré la factura si no se puede arreglar. —Se volvió hacia mí—. Estás muy guapa.

—Gracias. —Recorrí con los ojos el traje de lana forrado de seda del elfo. No llevaba abrigo y la americana estaba hecha a medida para realzar cada centímetro de su cuerpo. Llevaba una flor, un diminuto capullo negro de rosa y me pregunté si lo habría cultivado él mismo—. Tú tampoco estás mal cuando te arreglas.

Me dedicó una de sus sonrisas profesionales pero había un destello distinto en ella y se me ocurrió que quizá tuviera un matiz real de calidez.

—El vestido es precioso —añadí, me preguntaba cómo iba a sobrevivir a aquella noche sin recurrir a la típica charla sobre el tiempo. Me incliné para colocarme bien las medias.

—Lo que me recuerda una cosa. —Trent se giró para meterse una mano en el bolsillo—. Esto va con él. —Extendió la mano y dejó caer un par de pesados pendientes en la palma de mi mano—. También hay un collar.

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