—Recuerda que el recodo es un yugo, un símbolo de control sobre la naturaleza en estado puro —dije—. Cole no creía en el progreso, al menos si ello significaba talar bosques y construir vías de tren. Cada colina y cada valle, escribió en una ocasión (en una incursión bastante poco acertada en la poesía, debería añadir), cada colina y cada valle se ha convertido en un altar para Mammon.
—Humm. —Hizo una pausa para reflexionar—. ¿Sabes del tema?
Había estado en el Met con Chantal una semana antes y había absorbido bastante información de los catálogos y carteles, y también había leído recientemente
Visiones americanas
, de Robert Hughes, y montones de Thoreau y Emerson, así que me sentía lo bastante cómodo como para responder: «Sí, claro. No soy un experto ni nada, pero sí». Me incliné ligeramente hacia adelante y estudié su rostro, sus ojos. Ella me miró fijamente y le dije:
—¿Quieres que te ayude con este… trabajo?
—¿Lo harías? —respondió en voz baja—. ¿Puedes? Si no estás ocupado, claro.
—Soy el príncipe heredero del País de los Juguetes, no lo olvides, así que tampoco tengo un trabajo al que ir. Ella sonrió por primera vez.
Fuimos a su piso y en unas horas despachamos un borrador del trabajo. Cuatro horas después salía tambaleándome del edificio.
En otra ocasión estaba en las oficinas de Kerr & Dexter dejando algún trabajo cuando me encontré con Clare Dormer. Aunque sólo había visto a Clare una o dos veces, la saludé afectuosamente. Acababa de hablar con Mark Sutton acerca de algún asunto contractual, de modo que decidí confiarle la idea de limitar su libro a los chicos, empezando por
Leave it to Beaver
y llevándolo hasta
Los Simpson
, y titularlo
Criando hijos: de Beaver a Bart
. Ella se echó a reír y me golpeó con el dorso de la mano en la solapa de la chaqueta.
Entonces hizo una pausa, como si hubiese caído en la cuenta de algo que se le había pasado por alto.
Veinte minutos después estábamos compartiendo un cigarro en un tranquilo descansillo.
No cesaba de recordarme a mí mismo que en esas situaciones interpretaba un papel, que todo aquello era un teatro, pero con igual frecuencia pensaba que quizá no fuese así, que tal vez no fuese teatro. Cuando me hallaba en pleno episodio de MDT, era como si mi nuevo yo apenas pudiera distinguir al viejo, como si sólo pudiera adivinarlo a través de una neblina, una ventana ahumada de grueso cristal. Era como intentar hablar un idioma que antes sabías pero que prácticamente habías olvidado, y por mucho que hubiese querido, no habría podido revertir la situación, al menos sin una enorme concentración. De hecho, a menudo era más cómodo no molestarse siquiera —¿por qué iba a hacerlo?—, pero una consecuencia de ello era estar más incómodo con la gente a la que conocía bien o, mejor dicho, con la gente que me conocía bien a mí. Impresionar a un desconocido, asumir una nueva identidad, incluso un nombre nuevo, era fascinante y sencillo, pero cuando me encontraba con alguien como Dean, por ejemplo, siempre lanzaba aquellas miradas, unas miradas burlonas y penetrantes. También notaba que a él le resultaba difícil, que quería desafiarme, tacharme de presumido, de payaso, de idiota arrogante, pero al mismo tiempo deseaba prolongar nuestro tiempo juntos y exprimirlo al máximo.
También hablé con mi padre un par de veces por aquella época, y eso fue peor. Estaba jubilado y vivía en Long Island. Me llamaba por teléfono de cuando en cuando para preguntar cómo estaba y charlábamos unos minutos, pero ahora me veía atrapado en las conversaciones que siempre había anhelado mantener con su hijo, la clase de conversaciones que su hijo siempre le había negado, frívolas chácharas sobre negocios y mercados. Hablábamos de la burbuja de las acciones tecnológicas y de cuándo iba a estallar. Hablamos de la fusión de Waldrop CLX que había aparecido en todos los periódicos aquella mañana. ¿Cómo podía afectar la fusión a la cotización de las acciones? ¿Quién sería el nuevo consejero delegado? Al principio pude detectar cierta desconfianza en la voz del viejo, como si creyera que me estaba mofando de él, pero paulatinamente se acostumbró, y al parecer aceptó que, después de años de sensiblerías hippies de su chico, así tenían que ser las cosas. Y si no era del todo así, tampoco distaba mucho. Lo cierto es que me implicaba y, quizá por primera vez en mi vida, le hablé como si lo hiciera con cualquier otro hombre. Pero a la vez me esmeraba en no sobrepasar el límite, porque no era como tomarle el pelo a Dean. Al otro lado de la línea estaba mi padre, animándose, maquinando cosas, permitiendo que esperanzas aletargadas desde hacía largo tiempo brotaran en su mente y estallaran de manera casi audible. ¿Conseguirá Eddie un trabajo como Dios manda? ¿Ganará dinero de verdad? ¿Me dará un nieto?
Después de una de aquellas sesiones, colgaba el teléfono y me sentía agotado, como si en cierto modo hubiese engendrado un nieto sin ayuda de nadie, como si hubiese gestado una distante y acelerada versión de mí mismo allí, en el suelo del salón. Entonces, como una secuencia a intervalos en un documental sobre la naturaleza, el viejo yo —retorcido, hundido y biodegradable— se marchitaba de repente y se desintegraba, dificultando todavía más el esfuerzo por recuperar cualquier idea plausible de quién era en realidad.
Pero momentos de ansiedad como aquél eran bastante infrecuentes, y la impresión que me llevé de aquellos días es lo bien que me sentaba estar tan ocupado constantemente. No holgazaneaba ni un segundo. Leí nuevas biografías de Stalin, Henry James e Irving Thalberg. Aprendí japonés con una serie de libros y cintas de casete. Jugaba al ajedrez por Internet y resolvía interminables y crípticos rompecabezas. Un día llamé a una emisora de radio local para participar en un concurso y gané productos capilares para un año. Me pasaba horas navegando en Internet y aprendí a hacer varias cosas que, por supuesto, no necesitaba para nada. Aprendí arreglos florales, por ejemplo, a cocinar
risotto
, a criar abejas y a desmontar un motor de automóvil.
Sin embargo, había algo que siempre había deseado de veras: aprender a leer música. Encontré una página web que explicaba todo el proceso al detalle, deconstruyendo rápidamente los misterios de claves, acordes, ritmos y demás. Salí a comprar un taco de partituras, cosas básicas, algunas canciones conocidas, y temas más complicados, un par de conciertos y una sinfonía (la Segunda de Mahler). En cuestión de horas lo había absorbido todo, salvo Mahler, que abordé con cautela, por no decir reverencia. Al ser tan complejo, tardé bastante más, pero al final conseguí adentrarme en su magnífico torbellino de compungidas melodías y fanfarrias de película de terror, sus vertiginosas cuerdas y sus bulliciosas corales. Hacia las dos de la madrugada, envuelto en el misterioso silencio de mi salón, cuando llegaba al potente clímax en mi bemol —
Was du geschlagen, zu Gott wird es dich tragen!
—, sentí uno de esos escalofríos que te recorren todo el cuerpo y se me llenaron los ojos de lágrimas.
El siguiente paso era ver si era capaz de tocar música, así que me dirigí a Canal Street y compré un teclado eléctrico relativamente barato, que monté junto al ordenador. Seguí un curso
on line
y empecé a practicar escalas y ejercicios elementales, pero no era tan sencillo y estuve a punto de dejarlo. Sin embargo, al cabo de unos días algo pareció encajar y empecé a interpretar unas cuantas melodías decentes. En una semana tocaba temas de Duke Ellington y Bill Evans, y poco después me embarcaba en improvisaciones de mi propia factura.
Durante un tiempo imaginé actuaciones en clubes, giras europeas y lluvias torrenciales de tarjetas de visita de directivos discográficos, pero no tardé mucho en darme cuenta de algo crucial: era bueno, pero no tanto. Podía tocar
Stardust
y
It Never Entered My Mind
de manera pasable, y seguro que podía interpretar los dos libros de
El clave bien temperado
si trabajaba duro durante las próximas quinientas horas, pero la cuestión era si verdaderamente quería pasar todo ese tiempo ensayando al piano.
De hecho, ¿qué quería hacer?
Fue por aquel entonces cuando empecé a notarme agitado. Me di cuenta de que si pensaba seguir consumiendo MDT necesitaría ciertos propósitos y estructura en mi vida, de que picotear aquí y allá no sería suficiente. Necesitaba un plan, un procedimiento que debía trabajar.
Aparte, tenía una cuestión más inmediata con la que lidiar. ¿Qué iba a hacer con las 450 píldoras? Podía vender unas cuantas a quinientos dólares cada una, así que, obviamente, me planteé traficar con ellas. Pero ¿cómo iba a hacerlo exactamente? ¿Plantándome en una esquina? ¿Vendiéndolas en clubes nocturnos? ¿Intentando endosárselas todas a un tipo aterrador armado con una pistola en una habitación de hotel? Había demasiadas complicaciones y demasiadas variables. Además, no tardé demasiado en ver que, aunque pudiera vender tan siquiera la mitad a ese precio, 120.000 dólares no eran nada en comparación con los posibles beneficios que podía cosechar si las ingería y utilizaba de manera creativa y juiciosa. Tenía más o menos finiquitado el libro, por ejemplo, y podía despachar otros volúmenes de una serie similar.
Así pues, ¿qué más podía hacer?
Esbocé posibles proyectos. Una idea era llevarme
En marcha
de Kerr & Dexter y convertirlo en un estudio completo, ampliar el texto y suprimir ilustraciones. Otra idea era escribir una obra de teatro inspirada en la vida de Aldous Huxley, centrándome en sus días en Los Ángeles. Barajé la idea de escribir un libro de historia económica y social sobre algún producto, puros quizá, u opio, azafrán, chocolate o seda, algo que luego pudiera vincular a una serie de documentales televisivos sin escatimar en gastos de producción. Pensé en fundar una revista, una agencia de traducción o una productora cinematográfica, o en inventar un nuevo servicio de Internet… O, no sé, patentar un dispositivo electrónico que fuera indispensable y consiguiera un reconocimiento de marca internacional en seis meses o un año, y hacerme un hueco en el gran panteón de epónimos del siglo xx junto a Kodak, Ford, Hoover, Bayer… y Spinola.
Pero el inconveniente de todas aquellas ideas era que resultaban muy poco originales o quijotescas en exceso. Empezar me supondría mucho tiempo y capital, y al final no había garantía, por muy inteligente que fuese, de que funcionaran o tuvieran suficiente atractivo para su comercialización. Acto seguido me planteé la posibilidad de volver a la universidad para cursar un posgrado. Con un consumo prudente de MDT podría acumular créditos con bastante rapidez y sacarme una demorada carrera por la vía rápida. Pero el problema era cuál. ¿Derecho? ¿Arquitectura? ¿Odontología? ¿Alguna rama científica? El mero hecho de enumerar esas opciones fue suficiente para retroceder veinte años y empezar a darle vueltas a la cabeza. ¿De verdad quería empezar otra vez con toda aquella mierda de exámenes, trabajos trimestrales y profesores? La idea misma bastaba para hacerme vomitar.
Entonces, me pregunté a mí mismo, ¿qué me quedaba?
¿Y tú qué crees? Ganar dinero.
¿Ganar dinero, cómo?
Haciendo llamadas telefónicas.
¿Cómo?
El mercado de valores, idiota.
Parecía lo más obvio. Había leído cada día la sección de economía en la prensa, mantenido aquellas conversaciones con mi padre, e incluso contado elaboradas historias a desconocidas sobre mis avatares como analista de inversiones, de modo que el paso siguiente era, sin lugar a dudas, involucrarme de verdad, de una manera práctica, trabajando con mi PC desde casa con opciones, futuros, derivados o lo que fuese. Sería mejor que cualquier empleo que pudiera encontrar, y los mercados poseían el atractivo añadido de ser el nuevo
rock and roll
. La única pega era que no acababa de entender qué opciones, futuros y derivados existían en realidad, al menos no lo suficiente para empezar a trabajar con ellos. Podía desenvolverme en una conversación con fanfarronadas, desde luego, pero eso no me serviría de mucho llegado el momento de poner dinero real sobre la mesa.
Lo que necesitaba eran un par de horas con alguien que pudiera explicarme al detalle cómo funcionaban los mercados y que me enseñara los mecanismos de la especulación. Pensé en Kevin Doyle, el tipo con el que había desayunado hacía dos domingos, que trabajaba en Van Loon & Associates, pero, según recordaba, era bastante apasionado, el típico ejecutivo de Wall Street que probablemente se mofaría de mí cuando le dijera que pensaba trabajar desde el PC. Así pues, telefoneé a algunos periodistas especializados en negocios a los que conocía y les conté que estaba preparando una sección para un nuevo libro de K & D sobre el fenómeno de las operaciones especulativas. Recibí una llamada de uno de ellos, y dijo que podía organizarme una entrevista con un amigo suyo que había trabajado por Internet el año anterior y estaría más que dispuesto a hablar de ello. El pacto era que yo acudiría al piso de esa persona, hablaría, tomaría notas y lo vería en acción.
Aquel hombre se llamaba Bob Holland y vivía en la Calle 33 Este con la Segunda Avenida. Me recibió en calzoncillos, me condujo por un pasillo hasta su salón y me preguntó si quería una taza de
espresso
. La estancia estaba dominada por una larga mesa de caoba con tres ordenadores encima y una máquina de café Gaggia. Había una bicicleta estática entre la mesa y la pared. Bob Holland rondaba los cuarenta y cinco años, era esbelto y enjuto y tenía el cabello gris. Estaba de pie frente a uno de los equipos, mirando la pantalla.
—Esta es la guarida de la bestia, Eddie, así que tendrás que… —dijo, tirando distraídamente de sus calzoncillos con una mano mientras tecleaba algo con la otra— …tendrás que disculpar el código de vestimenta.
Todavía ausente, señaló la Gaggia y medio susurró la palabra
espresso
.
Me entretuve con la máquina de café y miré en torno como si esperara que Holland volviese a hablar. Aparte de la mesa y del espacio inmediato que la rodeaba, la sala proyectaba una sensación de dejadez. Estaba oscura, olía a humedad y parecía que no hubieran pasado la aspiradora en una buena temporada. Los muebles y la decoración también me parecieron demasiado abigarrados para aquel guerrero espartano del Nasdaq.
Supuse que probablemente se había divorciado en los últimos tres o seis meses.
De repente, tras un prolongado ataque de intensa concentración y tecleo intermitente —durante el cual tomé el café—, Holland empezó a hablar.