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Authors: Alan Glynn

Tags: #Drama, Intriga, Policíaco

Sin Límites (16 page)

BOOK: Sin Límites
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Ese proceso cobró un impulso considerable y alcanzó su apogeo por la tarde con dos grandes tantos —llamémoslos Y y Z—, unos valores de alto riesgo y gran rendimiento que estaban subiendo rápidamente. El valor Y me supuso 200.000 dólares, y con Z superé el cuarto de millón. Fueron unas horas tensas, a ratos angustiosas, pero me sirvieron para degustar los placeres del riesgo, y me brindaron grandes cantidades de adrenalina, una sustancia que casi notaba recorriendo mi organismo, igual que se mueven los precios en los mercados.

No obstante, pese a mi tasa de éxito, o quizá debido a ella, empecé a sentir cierta insatisfacción. Tenía la sensación de que podía ir mucho más allá de las transacciones en casa con un PC, y de que ser un corredor de guerrilla no bastaba ni por asomo para hacerme feliz. El asunto era que quería conocer los entresijos de la Bolsa y al más alto nivel. Quería saber qué se sentía al comprar millones de acciones de una tacada.

Así pues, telefoneé a Kevin Doyle, el banquero de inversión con el que había desayunado hacía varios domingos, y me cité con él para tomar una copa en el Orpheus Room.

La última vez que nos vimos parecía dispuesto a darme consejos para confeccionarme una cartera de valores, así que creí que podría interrogarlo un poco y recibir algún consejo para intentar ascender a primera división.

Al principio, Kevin no me reconoció cuando entró en el bar. Me dijo que había cambiado y que estaba bastante más delgado que cuando nos vimos en Herb and Jilly's.

Me preguntó a qué gimnasio iba.

Lo miré unos instantes.
¿Herb and Jilly's?
Entonces me di cuenta de que, quienesquiera eme fuesen Herb y Jilly, aquella noche debí de terminar en su local del Upper West Side.

—No voy al gimnasio —respondí—. Eso es para enclenques.

Él se echó a reír y pidió un Absolut con hielo.

Kevin Doyle tendría cuarenta o cuarenta y dos años y era bastante delgado. Llevaba un traje gris marengo y una corbata de seda roja. No recordaba nuestro encuentro en el Herb and Jilly's, ni más tarde en aquel restaurante de Amsterdam Avenue, pero algo que sí recordaba con claridad es que era yo quien monopolizaba la conversación, y Kevin —aparte de intentar darme algunos consejos sobre el mercado de valores— había escuchado todas y cada una de mis palabras. Había sucedido de nuevo; había intentado impresionarlo y ser su mejor amigo, como ya hice con Paul Baxter y Artie Meltzer. Traté de analizar a qué se debía y llegué a la conclusión de que quizá mi entusiasmo y mi actitud poco crítica —poco competitiva— tocaban la fibra sensible de las personas, sobre todo aquellas que estaban estresadas y en guardia todo el tiempo. En cualquier caso, últimamente controlaba un poco más mi verborrea, así que dejé que Kevin tomara las riendas. Le pregunté por Van Loon & Associates.

—Somos un pequeño banco de inversión —dijo—, con unos doscientos cincuenta empleados. Nos dedicamos al capital de riesgo, la gestión de fondos, el sector inmobiliario y ese tipo de cosas. De un tiempo a esta parte hemos cerrado varios acuerdos bastante importantes.

El año pasado nos encargamos de la compra de Cableplex por parte de MCL-Parnassus, y el propio Carl van Loon ha iniciado conversaciones sobre otro negocio con Hank Atwood, el presidente de MCL. —Kevin hizo una pausa y añadió, como quien anuncia que acaban de ficharlo para el equipo de fútbol—: Yo soy director ejecutivo.

Pero cuando entró en detalle y me contó que era uno de los siete u ocho directores ejecutivos de la empresa que se encargaban de sus propios negocios y se embolsaban jugosas comisiones, me di cuenta de que Kevin no era un don nadie de Wall Street. De sus palabras inferí que tal vez ganara dos o tres millones al año.

Ahora sí que estaba impresionado.

—¿Qué hay de Van Loon? —pregunté sin ninguna intención en particular. Obviamente, había sucumbido un poco al magnético atractivo de celebridad que todavía rodeaba al jefe de Kevin.

—Carl está bien. Se ha calmado mucho con los años, pero trabaja tanto como siempre.

Asentí, pensando hasta qué punto trabajaría en realidad.

—Sin él, la empresa no sería lo que es hoy.

Aquel hombre tal vez se embolsara dos o tres millones a la semana.

—Ya.

—Y tú, ¿qué tal?

—¿Yo? Bien.

No recordaba gran cosa de nuestro anterior encuentro, pero estaba convencido de que había mencionado mi libro, seguramente sin decir que formaba parte de una colección barata para un editor de segunda fila. Hasta donde yo sabía, Kevin me tenía por una especie de escritor, un comentarista, una persona que estaba al caso del espíritu de su época, con quien podía mantener una conversación inteligente y congratulatoria, pero no amenazadora, sobre temas como la nueva economía, las megatendencias y la digitalización. Pero fui al grano bastante rápido.

—¿Qué opinas de las transacciones electrónicas intradía, Kevin?

—Es sólo ruido —dijo tras pensárselo unos segundos—. Esos tipos no son especuladores, ni siquiera inversores. Son jugadores o unos pobres
freaks
que creen haber democratizado los mercados. Cuando estalle la burbuja van a correr regueros de sangre.

Kevin dio un trago.

Yo levanté mi vaso.

—Lo he estado haciendo en casa con el PC, utilizando un programa que compré en la Calle 47. He ganado alrededor de un cuarto de millón en dos días.

Kevin me miró horrorizado, intentando asimilar la información. Pero también se sentía confuso y no sabía qué decir. Entonces cayó en la cuenta.

—¿Un cuarto de millón?

—Aja.

—¿En dos días? Eso está bastante bien.

—Sí, eso creo. Pero, curiosamente, me siento… ¿Cómo te diría? Insatisfecho. Me siento limitado. Necesito expandirme.

Mientras intentaba comprender lo que le decía, Kevin se agitó en su taburete, y puede que incluso se retorciera un poco. Era un tipo que confiaba en sí mismo, un triunfador, y se hacía raro verlo sumido en la incertidumbre.

—Esto… A lo mejor… —se rascó la nariz—, podrías… ¿Por qué no pruebas con una de esas empresas que se dedican al comercio intradía?

Le pregunté qué cambiaría eso.

—Bueno, no estás aislado. Ocupas una sala con otros corredores y el principio es que, en un entorno como ese, nadie quiere ver a otros fracasar. Se ayudan unos a otros y comparten información. La mayoría de las empresas ofrecen un endeudamiento elevado, entre cinco y diez veces tu depósito. También captas mejor el comportamiento de los mercados —volvía a tomárselo con calma—, porque a menudo es sólo cuestión de calibrar la atmósfera colectiva y decidir luego si te sumas a ella o…, no sé… —se encogió de hombros—, vas contra ella.

Le pregunté si podía recomendarme alguno de esos lugares.

—He oído hablar de un par que están bien. Se encuentran en la misma Wall Street o alrededores. Aunque, en mi opinión, Eddie, parece que te va bastante bien a ti solo.

Anoté los nombres que me facilitó y le di las gracias de todos modos. Entonces bebimos de nuestros respectivos vasos.

—Conque un cuarto de millón en dos días. —Lanzó un silbido de admiración—. ¿Cuál es tu estrategia?

Estaba a punto de obsequiarle una versión editada de los hechos cuando aparecieron dos hombres trajeados y uno de ellos dio una palmada en la espalda a Kevin.

—Eh, Doyle, ¿qué pasa, viejo?

Eran
yuppies
que apestaban a billetes, y cuando Kevin me presentó pero no dijo que fuese director ejecutivo o vicepresidente en funciones de tal o cual compañía, me hicieron caso omiso. Mientras conversaban sobre los mercados emergentes de Latinoamérica y la burbuja tecnológica, noté que Kevin estaba atemorizado por si empezaba a hablar de operaciones intradía con un PC delante de aquellos tipos, así que, cuando me levanté, creo que se sintió un tanto aliviado.

Le dije que le llamaría al cabo de unos días para contarle cómo me había ido con aquello que habíamos hablado.

Lafayette Trading se encontraba en Broad Street, a sólo unas manzanas de la Bolsa de Nueva York. En la sala principal de un conjunto de oficinas escasamente amueblado de la cuarta planta había veinte mesas que formaban un gran rectángulo. En cada mesa había suficientes terminales y ordenadores para al menos tres corredores, y de la cincuentena que vi allí mi primera mañana —todos hombres, sentados en cómodas sillas de directivo—, diría que más de la mitad tenían menos de treinta años, y de ellos, la mitad lucían vaqueros y gorras de béisbol.

Las condiciones te obligaban a dar un depósito mínimo de 25.000 dólares y Lafayette proporcionaba todo el hardware y software necesario para realizar las transacciones. A cambio, cobraban una comisión de dos centavos por acción en cada operación que llevaras a cabo. Si querías, como ocurría con casi todos, también ofrecían un endeudamiento bastante elevado de tu depósito. Me registré, aboné 200.000 dólares y pacté un endeudamiento que superaba en dos veces y media esa cantidad, lo cual significaba, en la práctica, que comenzaría esa nueva fase de mi carrera profesional con medio millón de dólares a mi disposición.

Por la mañana tuve que asistir a un breve curso introductorio. Luego pasé casi toda la tarde hablando con algunos corredores y observando la sala. El ambiente en Lafayette era, como pronosticó Kevin, amigable y cooperativo. La idea era que todos participábamos de aquello, que trabajábamos contra los grandes actores del mercado. Pero no tardé mucho en darme cuenta de que había facciones en la sala, grandes personalidades, y que la dinámica no siempre sería tan fácil de interpretar. También había distintos estilos de corretaje. El tipo que se sentaba a mi izquierda, por ejemplo, tecleaba como un maniaco y no parecía investigar ni analizar nada.

—¿Qué son esas acciones? —le pregunté, señalando un símbolo que aparecía en su pantalla una vez me hube sentado.

—Ni idea —farfulló, sin apartar los ojos de lo que tenía entre manos—. Tiene mucha difusión y se está moviendo. Eso es todo lo que necesito saber.

Otros corredores parecían más cautos e indagaban bastante, observando los televisores atornillados a la pared lateral, dirigiéndose a una terminal de Bloomberg situada al otro extremo de la sala, o simplemente cerniéndose sobre interminables gráficas de valores que tenían en pantalla. En cualquier caso, cuando consideré que había calibrado la sala y su ambiente, empecé a trabajar en el espacio que se me había asignado, buscando posibles operaciones. Pero, como era mi primer día de trabajo, me lo tomé con bastante calma, y al cerrar mis posiciones antes de que sonara la campana del cierre sólo había conseguido cinco mil dólares más. Habida cuenta de mi breve historial, no me pareció gran cosa, pero algunos de los allí presentes no estaban de acuerdo con esa apreciación. El chico nuevo había despertado cierta curiosidad en la sala, por no decir desconfianza. Alguien me preguntó con bastante indecisión si quería unirme a un grupo que iba a tomar una copa en un local de Pier 17 Pavilion, pero rechacé la oferta. Todavía no quería formar ninguna alianza.

Había sido una jornada relativamente lenta para mí —al menos en cuanto a la actividad mental y la cantidad de trabajo que había llevado a cabo—, así que cuando llegué a casa me sentía bastante inquieto, incluso un poco enloquecido. Incapaz de dormir aquella noche, me quedé en el sofá del comedor viendo la televisión y leyendo. Con películas, concursos y anuncios como telón de fondo, leí la sección de economía de la prensa diaria, una biografía de Warren Buffet y todo el texto, pies de foto, anuncios, cabecera y créditos de las fotografías de unas seis revistas de negocios.

El martes durante mi segunda mañana en Lafayette, pasé un buen rato curioseando las diversas páginas web dedicadas a las finanzas. A la postre abrí más de una docena de posiciones importantes, 80.000 acciones en total, y me concentré en realizar un seguimiento exhaustivo.

Hacia las once y media noté cierta conmoción a mi izquierda. Unas mesas más allá, tres muchachos con gorra de béisbol, que parecían trabajar en estrecha colaboración, empezaron a soltar puñetazos al aire y a susurrarse «sí» unos a otros. El chivatazo tardó unos minutos en filtrarse. Jay, el corredor que estaba sentado a mi lado, se apartó de la pantalla unos momentos y se volvió hacia mí.

—Creo que acaba de trascender algo sobre unas acciones de biotecnología.

Jay se encogió de hombros y retomó sus quehaceres, pero el tipo que se encontraba junto a él movió su silla y se dirigió a mí como si nos conociéramos desde el instituto.

—Es un descubrimiento médico. Todavía no lo han anunciado. MEDX. Eso es Mediflux Inc., una empresa farmacéutica de Florida, ¿no? Al parecer están desarrollando una proteína contra el cáncer. Los investigadores de la National Cancer Research Foundation están entusiasmados.

—¿Y?

Me miró como diciendo: «¿Eres idiota?». Luego, con una pausa cargada de incertidumbre, exhortó: —¡Compra Mediflux!

Vi que Jay ya lo estaba haciendo. Asentí al otro tipo y volví a concentrarme en mi pantalla para ver qué información había sobre aquella compañía farmacéutica, Mediflux Inc. En aquel momento se vendía a 43
1/3
, en contraste con un precio de salida de 37
3/4
. Todo el mundo daba por sentado que aquella tendencia al alza continuaría, y todo el mundo —al menos, todos los que me rodeaban— parecía estar comprando Mediflux ciñéndose a ese criterio. Estudié un rato su información básica —ganancias históricas, potencial de crecimiento, ese tipo de cosas— y, mientras lo hacía, Jay me dio un suave golpe con el codo y preguntó:

—¿Cuánto has comprado?

Lo miré y, antes de contestar, repasé mentalmente lo que acababa de leer acerca de Mediflux.

—Nada. De hecho, voy a vender en descubierto. Esto significaba que, en contra de la idea que imperaba en la sala, yo esperaba que el precio de las acciones de Mediflux cayera. Mientras todos andaban enfrascados en sus compras, yo pediría prestadas acciones de Mediflux a mi corredor. Luego las vendería, después de haberme comprometido a recomprarlas a un precio considerablemente inferior, o eso esperaba. Cuanto menor fuera el precio, por supuesto, mayores beneficios me embolsaría.

—¿Vas a vender en descubierto?

Lo dijo en voz alta, y cuando la palabra «descubierto» recorrió las mesas como un dolor agudo en el nervio ciático, noté que la tensión inundaba la estancia. Hubo un breve silencio y todos empezaron a hablar a la vez, estudiando sus pantallas y mirando en dirección a mi mesa. En los dos minutos que siguieron, la tensión de la sala fue a más cuando la facción original de Mediflux se reagrupó y empezó a hacer comentarios dirigidos a mi persona.

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