Las siguientes horas se desgranaron como si hubiesen transcurrido dos segundos. Me las pasé pegado a las cinco pantallas, absorbiendo ansiosamente la información con una rapidez que hacía que mis esfuerzos previos parecieran estáticos. Los tres televisores retransmitían diferentes noticias y programas de servicios financieros —CNN, CNNfn y CNBC—, distintos afluentes de una gran riada global de información, análisis y opinión. El corredor
online
en el que me había registrado —el índice Klondike— ofrecía citas en tiempo real, comentarios de expertos, noticias de última hora e hipervínculos a diversas herramientas de estudio y juegos de simulación. En la otra pantalla de ordenador, visité páginas como
Bloomberg, The Street.com, Quote.com, Raging Bull
y
The Motley Fool
. De vez en cuando me zambullía un rato en las hectáreas de prensa que había acumulado, y leía artículos sobre cualquier cosa… México, por supuesto, pero también alimentos modificados genéticamente, conversaciones de paz en Oriente Próximo,
pop
británico, la debacle del sector del acero, estadísticas de delitos en Nigeria, comercio electrónico, Tom Cruise y Nicole Kidman, separatistas vascos, comercio internacional de plátanos… Lo que fuera.
Por supuesto, no tenía ni idea de lo que acontecía allí, no había una estrategia coherente, era todo aleatorio, pero pensaba que, cuantos más datos almacenara en mi cerebro —datos de toda índole—, más seguro me sentiría llegado el momento de tomar una de esas decisiones inmediatas de las que tanto se hablaba.
Entonces, ¿a qué estaba esperando? Desde el punto de vista económico, no disponía de mucho margen, pero si realmente lo hubiera querido, podría haber iniciado las operaciones por Internet en cuestión de segundos. Para tramitar una solicitud, lo único que debía hacer era elegir un valor, introducir datos sobre la clase de transacción y el número de acciones requeridos, y hacer clic sobre el botón «Enviar pedido» de la pantalla.
Decidí empezar a la mañana siguiente.
A las diez de la mañana, me di la vuelta sobre mi silla giratoria y estudié el piso. Parecía haber sufrido una profunda transformación en las últimas veinticuatro horas. Menos reconocible que antes, menos identificable como vivienda, ahora era, por emplear el término de Bob Holland, como la guarida de un obsesivo degenerado. Sin embargo, estaba demasiado enfrascado en aquello como para andarme con escrúpulos, así que encaré las dos pantallas de ordenador y me dispuse a buscar acciones interesantes. Repasé interminables listas de expertos en la materia, pero a la postre seguí mi instinto y me decanté por una empresa mediana de
software
con sede en Palo Alto. Su nombre era Digicon y supuse que estaría bien situada para emprender acciones a corto plazo. Acababa de pasar por un largo período dentro de una horquilla de precios muy reducida, pero ahora parecía estar a punto de salir de esa situación. De hecho, en el tiempo que me llevó decantarme por Digicon e introducir algunos datos relevantes en los programas de análisis, el precio de las acciones de la empresa subió medio punto. La cuenta que había abierto en Klondike conllevaba unas costosas cuotas de corretaje e imponía elevados tipos de interés, pero permitía hasta un cincuenta por ciento de endeudamiento al abrir depósitos. Así pues, solicité la compra de doscientas acciones de Digicon, a catorce dólares cada una. Durante la media hora siguiente adquirí quinientas acciones de otras seis empresas, utilizando todos los fondos de los que disponía, y pasé el resto del día realizando un seguimiento de éstas y buscando posibles indicios de venta.
A última hora de la mañana y primera de la tarde, todos menos uno de los valores que elegí subieron de precio, y en un grado muy dispar. Decidí rápidamente de cuáles debía desprenderme. Digicon, por ejemplo, subió hasta 17
3/8
, pero no me pareció que fuese a ir a más, de modo que las vendí y me embolsé unos beneficios de más de seiscientos dólares, a los que había que restar la comisión y la cuota de transacción, por supuesto. Otras acciones pasaron de 18
1/2
puntos a 24
3/4
, y otra de 31 a 36
7/16
. Al desprenderme de todas estas acciones en el momento adecuado, conseguí incrementar mi fondo básico, que pasó de unos 7.000 dólares a casi 12.000, y en las dos últimas horas de operaciones lo vendí todo, excepto US-Cova. Éstas fueron las únicas acciones que no se movieron en todo el día, pese a los indicios de que existía una inminente tendencia al alza. Ello me irritó, porque cuando elegí esos valores me había ocurrido algo casi físico, un leve hormigueo al fondo del estómago, o eso me pareció en su momento. En cualquier caso, todas las demás acciones habían variado, y no comprendía por qué no sucedía lo mismo con aquélla.
Sin dejarme amedrentar, solicité 650 acciones más de US-Cova, a veintidós dólares cada una. Unos veinte minutos después vi un punto luminoso en la pantalla y US-Cova empezó a moverse. Subió dos puntos, y luego tres más. Observé cómo aumentaba el precio de las acciones. Cuando llegaron a 36 dólares, introduje una orden de venta, pero resistí hasta que llegó otro incremento, y no envié la orden hasta que el precio alcanzó los 39 dólares, un aumento de 17 dólares en poco más de una hora.
Por tanto, al cierre de esa primera jornada, tenía más de 20.000 dólares en la cuenta. Si restábamos los 7.000 iniciales y las cuotas, había ganado en torno a 12.000 dólares en un solo día. Era calderilla en el mercado de valores, obviamente, pero aun así era más de lo que había ganado en medio año como redactor autónomo. Por supuesto, aquello era asombroso, pero creí que se trataba de un golpe de suerte increíble: siete decisiones y siete éxitos, y en un día normal en el que el mercado había cerrado con un incremento de sólo doce puntos. Era extraordinario. ¿Cómo lo había hecho? ¿De verdad había sido cuestión de suerte? Intenté repasarlo todo mentalmente, desandar mis pasos y ver si podía identificar qué señales había captado, qué avisos me habían conducido a esas acciones relativamente desconocidas y de escasa relevancia, pero era una tarea demasiado laberíntica. Repasé una vez más docenas de tendencias, utilicé de nuevo los programas de análisis y, en un momento dado, me descubrí arrastrándome por el suelo del piso, asomándome a las páginas de los periódicos y las revistas en busca de algún artículo que recordaba haber leído y que tal vez hubiese sugerido algo, suscitado una idea, llevado en otra dirección, o no. Simplemente no lo sabía. Quizá había escuchado algo en la televisión, un comentario improvisado proveniente de alguno de los centenares de analistas de inversión. O quizá había encontrado algo en un
chat
, en un foro o en una revista digital.
Intentar reconfigurar mis coordenadas mentales en los momentos exactos en que había elegido esas acciones era como intentar meter de nuevo la pasta de dientes en el tubo, así que pronto me rendí. Pero la conclusión que pude extraer de todo aquello es que probablemente había utilizado el análisis fundamental y cuantitativo en igual medida, y aunque la próxima vez a lo mejor no calcularía con exactitud las proporciones y nunca podría recrear las condiciones de ese día en particular, estaba en el buen camino. A menos que hubiese sido de chiripa, que se tratara de la suerte del principiante, lo cual era un pensamiento intolerable. Yo no creía que fuera así, pero necesitaba saberlo con certeza, y estaba ansioso por volver a trabajar al día siguiente, lo cual significaba continuar con la ingesta de datos y, por supuesto, de MDT-48.
Aquella noche dormí tres horas, y cuando desperté, que fue de manera bastante repentina merced a la alarma de un coche, me llevó un buen rato saber dónde estaba y quién era. Antes de que la alarma me desvelara, me hallaba sumido en un sueño particularmente vívido ambientado en el viejo apartamento de Melissa en Union Street, Brooklyn. En el sueño no sucedía gran cosa, pero se respiraba una atmósfera de realidad virtual, con traveling, primeros planos detallados e incluso sonido. El evocador zumbido de los radiadores, por ejemplo, golpes de puertas al fondo del pasillo y voces de niños que llegaban desde la calle.
El ojo del sueño, el punto de vista, la cámara, se deslizaba por encima del suelo de pino y recorría las distintas estancias del piso como si fuera una vía de tren, captándolo todo: el grano de la madera, cada línea ondulante y cada nudo… montoncitos de polvo, una copia de
The Nation
, una botella vacía de Grolsch, un cenicero. Luego, elevándose poco a poco, enfocaba el pie descalzo de Melissa, las piernas cruzadas y la camiseta de seda azul marino, que se arrugaba cuando ella se inclinaba hacia adelante y dejaba entrever sus senos. Su larga y brillante cabellera negra cubría sus hombros y brazos y parte de su rostro. Estaba sentada en una silla, fumando un cigarrillo y rumiando algo. Tenía un aspecto fabuloso. Yo estaba sentado en el suelo, y mi aspecto, imagino, no era tan espléndido. Después de unos segundos me puse en pie, y el punto de vista se levantó conmigo en un efecto vertiginoso. Al darme la vuelta, todo giró también, y en una especie de barrido por la habitación, vi las fotografías en blanco y negro colgadas de la pared, las imágenes del viejo Nueva York que a Melissa siempre le habían gustado tanto; vi la repisa de piedra de la olvidada chimenea y, encima de ella, el espejo, y en él vi fugazmente mi imagen, luciendo aquella vieja chaqueta de pana que tenía, muy delgado, muy joven. Moviéndome aún, vi las puertas abiertas que conectaban aquella sala con el dormitorio de la parte frontal y, luego, flanqueado por las puertas, vi a Vernon, con todo el cabello y su piel suave, enfundado en la chaqueta de cuero que siempre llevaba. Lo contemplé un buen rato, observé sus brillantes ojos verdes y sus pómulos altos, y por unos segundos pareció hablarme. Sus labios se movían, pero no alcanzaba a oír nada de lo que decía…
Pero, de súbito, todo había terminado. La alarma del coche ululaba lastimera en la calle y yo sacaba las piernas de la cama, respirando hondo, con la sensación de haber visto un fantasma.
Inevitablemente, la siguiente imagen que se alojó en mi cabeza fue también de Vernon, pero era él diez u once años después, un Vernon casi calvo, con unos rasgos faciales desfigurados y magullados, un Vernon desparramado en el sofá de otro piso, en otra zona de la ciudad.
Miré la alfombra tendida junto a mi cama, sus intrincados y repetitivos motivos y, muy lentamente, meneé la cabeza de un lado a otro. Desde que había empezado a tomar las pastillas de MDT unas semanas antes, apenas había pensado en Vernon Gant, aunque, se mirara por donde se mirara, mi comportamiento hacia él había sido espantoso. Después de hallarlo muerto, sólo se me ocurrió registrar su habitación, por el amor de Dios, y luego le robé dinero y propiedades que le pertenecían. Ni siquiera había asistido a su funeral, convenciéndome, sin constatación alguna, de que ese era el deseo de Melissa.
Me levanté de la cama y fui a paso ligero hacia la sala de estar. Cogí dos pastillas del bol de cerámica que descansaba sobre la estantería —que había estado rellenando a diario—, y me las tomé. También era cierto que lo que acababa de consumir pertenecía por derecho a la hermana de Vernon, y probablemente también le habrían venido bien esos 9.000 dólares.
Con un nudo en el estómago, extendí el brazo por detrás de los ordenadores y los encendí. Entonces consulté el reloj. Eran las 4:58.
No obstante, ahora podría darle sin problemas el doble de esa cifra, y quizá mucho más si mi segunda jornada de trabajo marchaba bien. Pero ¿en cierto sentido no sería como saldar una deuda con ella?
De repente me entraron ganas de vomitar.
Desde luego, no era como yo había pensado renovar mi relación con Melissa. Fui corriendo al cuarto de baño y cerré la puerta de golpe. Me incliné al borde de la taza del váter, pero no ocurrió nada. No podía devolver. Me quedé allí unos veinte minutos, respirando fuertemente, pegando la mejilla a la fría y blanca porcelana, hasta que aquella sensación desapareció. Porque lo extraño fue que, al levantarme para regresar al salón y ponerme a trabajar adelante de mi escritorio, ya no tenía ganas de vomitar, pero tampoco me sentía culpable.
Aquel día, mis operaciones comerciales fueron animadas. Elegí otra cartera de acciones con la que trabajar, cinco empresas de mediana envergadura, casi desconocidas y más o menos saneadas. Antes, mientras tomaba café, había visto referencias en varios artículos periodísticos e innumerables menciones en páginas web a US-Cova y su extraordinario rendimiento en los mercados el día anterior. Digicon y una o dos empresas más también eran mencionadas de pasada, pero no obtuve una panorámica coherente que pudiera explicar lo que había ocurrido, o que pudiera relacionar de algún modo las diversas empresas implicadas. El consenso generalizado parecía ser un sonoro «a saber», así que, aunque las posibilidades de que alguien eligiera de una tacada siete empresas ganadoras eran verdaderamente ínfimas, en aquel momento todavía era posible, en ausencia de otros indicios, que mi racha hubiera sido una mera cuestión de suerte.
Sin embargo, pronto resultó evidente que había algo más. Porque, al igual que el día anterior, siempre que encontraba unas acciones interesantes me ocurría algo físico. Notaba lo que sólo puedo describir como una descarga eléctrica, normalmente por debajo del esternón, una pequeña oleada de energía que recorría mi cuerpo a toda velocidad y que luego parecía desbordarse en la atmósfera de la sala, agudizando la definición del color y la resolución del sonido. Tenía la sensación de estar conectado a un gran sistema, enchufado, como una fibra diminuta pero activa palpitando en un tablero de circuitos. Las primeras acciones que elegí, por ejemplo —llamémoslas V—, empezaron a moverse cinco minutos después de que enviara la orden de compra. Realicé el seguimiento, al tiempo que husmeaba en varias páginas web buscando otras cosas que comprar. Con creciente confianza en mí mismo, rastreé acciones buena parte de la mañana, saltando de unas a otras, vendiendo V con beneficios e invirtiéndolos todos inmediatamente en W, que a su vez se vendieron en el momento justo para financiar una incursión en X.
Pero a medida que ganaba confianza, se apoderaba de mí la impaciencia. Quería más pasta con la que jugar, más capital, más endeudamiento. A media mañana había ganado, paso a paso, casi 35.000 dólares, lo cual estaba bien, pero para dejar huella en el mercado, lo más probable es que necesitara al menos el doble —y probablemente el triple o el cuádruple— de esa cifra.