Me levanté, me acerqué a la ventana y pensé en ello unos momentos. Entonces respiré hondo. Quería hacerlo bien.
Vale.
La influencia…
La influencia de las estructuras subatómicas y los microcircuitos en el diseño posterior de ese siglo, junto con la idea por excelencia de los años sesenta, que hablaba de la interconexión de todas las cosas, hallaba un claro paralelismo aquí con el matrimonio de la Era de las Máquinas y la creciente idea de que la libertad personal sólo podía alcanzarse a través de una mayor eficiencia, movilidad y velocidad.
Sí.
Volví a la mesa y tecleé algunas notas en el ordenador, unas diez páginas, y todas de memoria. En aquel momento, mis procesos mentales desplegaban una claridad que me resultaba estimulante, y aunque todo aquello me era extraño, no me sentía raro y, en cualquier caso, no podía parar, ni tampoco quería hacerlo, porque durante la última hora había trabajado más concienzudamente en el libro que en los tres meses anteriores.
De modo que, sin detenerme ni para respirar, extendí el brazo y cogí otro libro de la estantería, un estudio de la Convención Nacional Demócrata celebrada en 1968 en Chicago. Lo leí en diagonal durante unos cuarenta y cinco minutos, tomando notas sobre la marcha. Leí otros dos libros, uno sobre la influencia del
art nouveau
en el diseño de los años sesenta y otro sobre los primeros días de los Grateful Dead en San Francisco.
En suma escribí unas treinta y cinco páginas. Asimismo, redacté un borrador de la primera parte de la introducción y esbocé un plan detallado para el resto del libro. Despaché unas tres mil palabras, que después releí y corregí un par de veces.
Empecé a aminorar el ritmo sobre las seis de la mañana, y todavía no había fumado un solo cigarrillo, comido nada ni ido al cuarto de baño. Notaba un cansancio considerable, un leve dolor de cabeza tal vez, pero eso era todo, y en comparación con otras veces que había estado despierto hasta las seis —rechinando los dientes, insomne, incapaz de cerrar el pico—, el cansancio y un ligero dolor de cabeza no eran nada.
Me tumbé de nuevo en el sofá y estiré los músculos. Miré por la ventana y pude ver el tejado del edificio de enfrente, y también un tramo de cielo bañado ya por la luz del alba. Escuché los sonidos, la tambaleante demencia de los camiones de basura al pasar, alguna que otra sirena de policía, el rumor grave y esporádico del tráfico proveniente de las avenidas. Volví la cabeza hacia el cojín y finalmente empecé a relajarme.
En esa ocasión no era una sensación desagradable e irritante, y me quedé en el sofá, aunque al cabo de un rato algo seguía molestándome.
Acostarse en el sofá tenía algo de descuidado, desdibujaba la frontera entre un día y el siguiente, y carecía de un sentido de culminación, o al menos ese era mi razonamiento en aquel momento. Estaba convencido de que tras la puerta de mi dormitorio también había bastante desorden. Todavía no había entrado. Había logrado evitarlo durante la frenética compartimentación de las doce horas previas, así que me levanté del sofá, me dirigí a la habitación y abrí la puerta. Estaba en lo cierto: mi dormitorio era una pocilga. Pero necesitaba dormir, y necesitaba hacerlo en mi cama, así que empecé a poner orden. Me resultó más laborioso que antes, más cansino que cuando acondicioné la cocina y el salón, pero aún quedaban restos de droga en mi organismo, y eso me mantenía en activo. Cuando hube terminado me di una larga ducha caliente, tras lo cual ingerí dos comprimidos de Excedrina extrafuerte para mitigar el dolor de cabeza. Luego me puse una camiseta y unos pantalones cortos, me metí debajo de las sábanas y me quedé dormido, diría, treinta segundos después de que mi cabeza entrara en contacto con la almohada.
Aquí, en el Northview Motor Lodge, todo es gris y deprimente. Contemplo mi habitación y, pese a los extraños motivos ornamentales y la peculiar combinación de colores, no hay nada que llame verdaderamente la atención, excepto el televisor, que todavía parpadea afanosamente en el rincón. Están entrevistando a un tipo con barba y gafas enfundado en un traje de
tweed,
e inmediatamente doy por hecho que es historiador, y no un político o un portavoz de seguridad nacional, o tan siquiera un periodista. Mis sospechas se confirman cuando el siguiente plano lo ocupa una fotografía del bandido y revolucionario Pancho Villa, y después turbias imágenes en blanco y negro que, me figuro, datan más o menos de 1916. No voy a subir el volumen para averiguarlo, pero estoy bastante convencido de que las figuras espectrales que trotan hacia la cámara a lomos de sus caballos envueltos en lo que parece una nube de polvo (pero que tal vez sea el deterioro periférico del propio filme de archivo) son fuerzas invasoras iracundas que siguen los pasos de Pancho Villa.
Y eso ocurrió en 1916, ¿no es así?
Me parece recordar que en su día lo sabía.
Contemplo hipnotizado las parpadeantes imágenes. Siempre he sido una especie de yonqui de la imagen, y nunca ha dejado de asombrarme que lo que se muestra en pantalla —ese día, esos momentos— haya acontecido en realidad, y que la gente que aparece, las personas que pasaron fugazmente frente a una cámara y fueron capturadas en película, después continuaron con sus vidas cotidianas, entraron en edificios, comieron, hicieron el amor o lo que sea, felizmente ajenas a que sus espasmódicos movimientos al cruzar la calle de una ciudad, por ejemplo, o al apearse de un tranvía, habían de ser preservados durante décadas y más tarde aireados, expuestos y reexpuestos, en lo que sería, de hecho, otro mundo.
¿Cómo puede interesarme eso a estas alturas? ¿Cómo puedo siquiera estar pensando en ello?
No debería distraerme tanto.
Echando mano de la botella de Jack Daniel's que descansa en el suelo junto a mi butaca de mimbre, pienso que beber whisky a esa hora tal vez no sea buena idea. Cojo la botella de todos modos y le doy un buen trago. Entonces me levanto y deambulo un rato por la habitación. Pero la espantosa quietud, puntuada por el rumor de la máquina para hacer hielo que hay afuera y los violentos colores que ahora se agolpan a mi alrededor, tiene un efecto desorientador y prefiero sentarme de nuevo y volver a la tarea que tengo entre manos.
Debo mantenerme ocupado, me digo a mí mismo, y no distraerme.
Concilio el sueño bastante rápido. Pero no dormí muy bien. Di muchas vueltas y tuve sueños extraños e inconexos.
Eran pasadas las once y media cuando desperté. Debieron de transcurrir sólo unas cuatro horas, así que todavía estaba muy cansado cuando me levanté de la cama y, aunque podría haber intentado dormir más, sabía que me habría tumbado allí, con los ojos abiertos como platos, reproduciendo mentalmente la noche anterior una y otra vez y, cómo no, habría pospuesto lo inevitable, que era entrar en el salón, encender el ordenador y averiguar si todo aquello habían sido imaginaciones mías o no.
Sin embargo, al observar la habitación sospeché que no era así. La ropa estaba doblada sobre una silla a los pies de la cama, y los zapatos estaban alineados en perfecta formación debajo de la ventana. Salí rápidamente de la cama y fui al baño a mear. Luego me mojé la cara con abundante agua fría.
Cuando estuve lo bastante despierto, me miré unos instantes en el espejo. No era la típica estampa de cuarto de baño. No tenía la vista nublada ni los ojos hinchados; mi aspecto no era peligroso. Tan sólo acusaba el cansancio y nada había cambiado desde el día anterior: estaba gordo y tenía papada, y necesitaba urgentemente un corte de pelo. Necesitaba algo más, un cigarrillo, pero eso no se apreciaba con sólo mirarme al espejo.
Entré pesadamente en el comedor y cogí la chaqueta del respaldo de la silla. Saqué el paquete de Camel del bolsillo lateral, encendí uno y llené mis pulmones de fragante humo. Al exhalar observé la habitación y pensé que ser desordenado no era tanto un estilo de vida como un defecto, así que no pensaba discutirlo, pero también sentí que no era eso lo importante, porque, si quería orden, podía pagar por él. Por otro lado, lo que había escrito en el ordenador —al menos, lo que recordaba haber tecleado y ahora esperaba recordar con exactitud— era algo por lo que no podías pagar.
Pulsé el interruptor situado en la parte trasera. Mientras se iniciaba, miré la ordenada pila de libros que había dejado sobre la mesa, junto al teclado. Cogí
Vida de Raymond Loewye,
y me pregunté cuánto sería capaz de recordar si me viese en un aprieto. Intenté rememorar un par de datos o fechas, una anécdota tal vez, un aspecto divertido de la tradición del diseño, pero no podía pensar con claridad, era incapaz de pensar en nada.
Pero ¿y qué esperaba? Estaba cansado. Era como si me hubiese acostado a medianoche y me hubiese levantado a las tres de la mañana intentando resolver el doble acróstico de
Harper's.
Lo que yo necesitaba era un café, dos o tres tazas de café de Java para reiniciar el cerebro, y volvería a estar bien.
Abrí el archivo titulado «Intro». Era el borrador que había escrito para la introducción de
En marcha,
y me quedé allí de pie, delante del ordenador, desplazando el cursor por el texto. Recordaba cada párrafo a medida que lo leía, pero en ningún momento pude anticipar qué vendría después. Aquello lo había escrito yo, pero no tenía la sensación de haberlo hecho.
Dicho esto, y sería poco honrado por mi parte el no admitirlo, lo que estaba leyendo era manifiestamente superior a cualquier cosa que hubiera escrito en circunstancias normales. De hecho, tampoco era un borrador, porque, según pude comprobar, aquello atesoraba todas las virtudes de una buena y refinada obra en prosa. Era convincente, mesurado y elaborado, precisamente esa parte del proceso que por lo común me resultaba tan difícil, y a veces imposible. Siempre que trataba de concebir una estructura para el libro, las ideas revoloteaban a su aire dentro de mi cabeza, pero si en algún momento intentaba enjaular alguna, retenerla para sacar provecho de ella, se escabullía, se disgregaba, y no me quedaba más que un sentimiento de frustración por saber que tendría que volver a empezar de cero.
En cambio, parecía que la noche anterior había bordado el dichoso texto de una tacada.
Apagué el cigarrillo y contemplé maravillado la pantalla por unos instantes.
Entonces me di la vuelta y me dirigí a la cocina para servirme un poco de café.
Mientras llenaba la cafetera, preparaba el filtro y pelaba una naranja, me sentía otra persona. Era consciente de todos mis movimientos, como si fuese un actor de segunda fila que protagonizase una escena en una obra teatral, una escena ambientada en una cocina de una pulcritud inverosímil en la que tenía que preparar café y pelar una naranja.
Sin embargo, aquello no duró demasiado, porque se advertía un incipiente desorden, como antaño, en el reguero que dejé a mi paso a lo largo y ancho de la encimera. En diez minutos aparecieron un cartón de leche, un bol de Corn Flakes empapados a medio terminar, un par de cucharas, una taza vacía, manchas diversas, un filtro de café usado, cascaras de naranja y un cenicero con dos colillas.
Volvía a ser yo.
Aun así, mi preocupación por el estado de la cocina no era más que una estratagema. Lo que no quería era sentarme de nuevo frente al ordenador, porque sabía exactamente lo que ocurriría. Intentaría proseguir con el resto de la introducción, como si ello fuese lo más natural del mundo y, ni que decir tiene, me atascaría. Sería incapaz de hacer nada. Entonces, en un arrebato de desesperación, repasaría lo que había escrito la noche anterior y empezaría a criticarlo, a picotearlo como un buitre y, tarde o temprano, eso también empezaría a desmoronarse.
Suspiré, frustrado, y encendí otro cigarrillo.
Observé la cocina y pensé ordenarla de nuevo, devolverla a su estado prístino, pero la idea tropezó en la misma línea de salida —el pastoso bol de cereales— y la juzgué forzada y poco espontánea. No me importaba la cocina de todos modos, ni la disposición de los muebles, ni los compactos alfabetizados. Todo aquello era una atracción secundaria; daños colaterales, si se prefiere. El verdadero objetivo, donde había aterrizado el proyectil, se hallaba allí, en el salón, justo en medio de mi escritorio.
Apagué el cigarrillo que había encendido hacía solo unos momentos —el cuarto aquella mañana— y salí de la cocina. Sin mirar el ordenador, atravesé el comedor y me metí en el dormitorio para vestirme. Luego fui al cuarto de baño y me lavé los dientes. Volví al salón, cogí la chaqueta que había dejado sobre una silla y rebusqué en los bolsillos. A la postre encontré lo que buscaba: la tarjeta de Vernon.
«Vernon Gant, asesor», decía. Llevaba impresos sus teléfonos fijo y móvil, así como de su dirección. Ahora vivía en el Upper East Side. También incluía un pequeño y vulgar logo en la esquina superior derecha. Por un momento barajé la posibilidad de llamarlo, pero no quería que me sacara el cuerpo con cualquier pretexto. No quería correr el riesgo de que me dijera que estaba ocupado, o que no podía reunirme con él hasta mediados de la semana siguiente, porque lo que yo deseaba era verlo de inmediato, y cara a cara, para averiguarlo todo sobre aquella droga inteligente suya, de qué estaba compuesta y, lo más importante de todo, cómo podía conseguir más.
Bajé a la calle, di el alto a un taxi e indiqué al conductor que me llevara a la Calle 19 con la Primera Avenida. Me recosté y miré por la ventana. Hacía un día radiante y frío, y el tráfico no era demasiado denso en dirección a la parte alta de la ciudad.
Puesto que trabajo en casa y la mayoría de la gente con la que alterno vive en el Village, el Lower East Side y el SoHo, no suelo tener ocasión de ir hacia el norte, sobre todo el del East Side. De hecho, mientras iban pasando intersecciones y nos aproximábamos a las calles 50, 60 y 70, era incapaz de recordar la última vez que había estado tan al norte. Manhattan, pese a su envergadura y a su densidad de población, es un lugar bastante provinciano. Si vives allí, delimitas tu territorio, eliges tus rutas y eso es todo. Puede que nunca llegues a visitar ciertos barrios. O puede que te pases una temporada por una zona, lo cual puede depender del trabajo, de las relaciones e incluso de las preferencias alimentarias. Intenté recordar cuándo había sido… Quizá la vez que fui a aquel sitio italiano con la pista de
bocce,
Il Vagabondo, en la Tercera con no sé qué otra, pero de eso hacía al menos dos años.