—Muy interesante.
—Acido lisérgico y ordenadores personales —recalqué.
—Mola.
—Lo cierto es que no. Pagan bastante mal, y como los libros serán tan breves, cien o ciento veinte páginas, no tendré mucho margen, lo cual lo convierte en un desafío aún mayor porque…
Hice una pausa.
Vernon frunció el ceño.
—¿Sí…?
—… porque… —El justificarme de aquella manera estaba generando inesperadas oleadas de vergüenza y desprecio hacia mí y hacia mi interlocutor. Cambié el pie de apoyo— …porque, bueno, básicamente escribes las leyendas de las ilustraciones, así que si quieres incluir tu propio punto de vista tienes que dominar mucho el material.
—Eso es fantástico, viejo —dijo sonriendo—. Es lo que siempre has querido hacer, ¿no?
Pensé en sus palabras. Supongo que, en cierto modo, era verdad. Pero no en un sentido que él pudiera entender jamás.
«Dios mío —pensé—, Vernon Gant».
—Debe de ser una pasada —dijo.
Vernon era traficante de cocaína cuando lo conocí a finales de los años ochenta, pero por aquel entones su imagen era bien distinta, con mucho pelo y chaquetas de cuero. Le interesaban el taoísmo y los muebles. Ahora empezaba a recordarlo todo.
—La verdad es que me está costando —repuse, aunque no sé por qué me molestaba en seguir con el tema.
—¿Sí? —preguntó Vernon reculando un poco. Se recolocó las gafas como si le hubiera sorprendido lo que acababa de decir, pero se disponía a ofrecer sus consejos en cuanto dedujera dónde radicaba el problema.
—Hay tantas tendencias y contradicciones que es difícil saber por dónde empezar. —Fijé la mirada en un coche aparcado al otro lado de la calle, un Mercedes azul metalizado—. Tienes los años sesenta, con el pensamiento antitecnológico y la vuelta a la naturaleza, el
Whole Earth Catalogue
y toda esa mierda… Móviles de viento, arroz integral y pachuli. Pero luego está la pirotecnia del
rock
, el sonido y la luz, la palabra «eléctrico» y el hecho mismo de que el LSD saliera de un laboratorio… —continué mirando el coche—, y también el que (escucha esto) la Arpanet, el prototipo de Internet, se desarrolló en 1969 en la UCLA.
Mil novecientos sesenta y nueve.
El único motivo por el que mencionaba aquello, imagino, era porque lo tenía metido en la cabeza todo el día. Tan sólo estaba pensando en voz alta, meditando qué punto de vista había adoptado.
Vernon chasqueó la lengua y consultó su reloj.
—¿Qué haces ahora, Eddie?
—Pasear por la calle. Nada. Fumar un cigarrillo. No sé. No puedo trabajar. —Di una calada al cigarrillo—. ¿Por?
—Creo que puedo ayudarte.
Vernon miró de nuevo su reloj y pareció realizar un cálculo mental.
Lo observé con incredulidad; empezaba a sentirme un poco molesto.
—Ven, te explicaré a qué me refiero. Vamos a tomar algo —propuso dando una palmada—.
Vamos
[1]
Irme con Vernon Gant no me parecía una gran idea. Quitando eso, ¿cómo podía ayudarme con un problema que acababa de exponerle a grandes rasgos? Era absurdo, pero vacilé.
Me gustó cómo sonaba la segunda parte de su propuesta, lo de tomar una copa. Debo reconocer que mis dudas también incluían cierto elemento pavloviano; la idea de encontrarme con Vernon e irnos de manera espontánea a otro lugar agitó algo en mi química corporal. Oírle decir «vamos» fue como un código de acceso a toda una fase de mi vida que había permanecido cerrada durante casi diez años.
Me froté la nariz y dije:
—De acuerdo.
—Bien. —Vernon hizo una pausa y entonces añadió, como si estuviese calibrándolo mentalmente—: Eddie Spinola.
Fuimos a un bar de la Sexta Avenida, una coctelería cursi de estética retro que otrora había sido un restaurante Tex-Mex llamado El Charro y antes una tasca de nombre Conroy's. Nos llevó un rato aclimatarnos a la iluminación y la decoración interior y, curiosamente, encontrar una mesa con bancos que satisficiera a Vernon. El lugar estaba prácticamente vacío —no se llenaría al menos hasta las cinco—, pero Vernon se comportaba como si fuesen altas horas de un sábado y estuviésemos reclamando los últimos asientos libres del último bar abierto de la ciudad. Fue entonces, al verle estudiar la visibilidad de cada mesa y la proximidad con los lavabos y las salidas, cuando me di cuenta de que estaba tramando algo. Lo vi tenso, nervioso, y eso no era habitual en él, al menos en el Vernon a quien yo conocía. Su gran virtud como traficante de coca era que guardaba una relativa compostura en todo momento. Otros camellos solían comportarse como anuncios de su mercancía, deambulando sin parar y hablando por los codos. Vernon, en cambio, siempre había destilado calma, mentalidad de empresario y sobriedad, aunque a veces era demasiado pasivo, como un empedernido fumador de marihuana que bogaba a la deriva en un mar de cocainómanos desalmados. De hecho, si no lo hubiera conocido, habría pensado que Vernon —o al menos aquella persona que tenía ante mí— había catado sus primeras rayas de coca aquella misma tarde y no lo llevaba muy bien.
Al final nos sentamos y se acercó una camarera. Vernon tamborileó con los dedos sobre la mesa y dijo:
—Veamos… Yo tomaré un… vodka Collins.
—¿Y usted, señor?
—Un whisky sour, por favor.
Cuando se alejó la camarera, Vernon sacó un paquete de cigarrillos mentolados
ultralight
y bajos en alquitrán y una cajita de cerillas a medio terminar. Mientras se encendía un cigarrillo, dije:
—¿Cómo está Melissa?
Melissa era la hermana de Vernon; había estado casado con ella menos de cinco meses en 1988.
—Melissa está bien —repuso, y dio una calada al cigarrillo. Para hacerlo, tuvo que recurrir a toda la potencia muscular de sus pulmones, hombros y parte superior de la espalda—. Aunque no la veo muy a menudo. Ahora vive al norte del estado, en Mahopac, y tiene un par de hijos.
—¿Cómo es su marido?
—¿Su marido? ¿Estás celoso o qué? —Vernon se echó a reír y miró en derredor como si quisiera compartir el chiste con alguien. Yo no dije nada. Las carcajadas acabaron por remitir y Vernon golpeó ligeramente el cigarrillo al borde del cenicero—. El tipo es un idiota. La abandonó hará cosa de dos años y la dejó tirada.
Lamenté de veras oír aquello, pero a la vez me costaba un poco formarme una imagen plausible de Melissa viviendo en Mahopac con dos niños. Por eso no pude establecer una conexión personal con la noticia, al menos de momento, pero lo que sí pude imaginar —vívidamente, como un intruso— era a Melissa, alta y esbelta, enfundada en un vestido de seda color crema el día de nuestra boda, sorbiendo un Martini en el piso que tenía Vernon en el Upper West Side, con las pupilas dilatadas… y sonriéndome desde el otro lado de la habitación. Pude imaginar su piel perfecta, su melena negra, lisa y brillante, que le llegaba a media espalda. Pude imaginar su boca amplia y elegante monopolizando la conversación.
La camarera se acercó con nuestras bebidas.
Melissa era la más inteligente de los que le rodeaban, más lista que yo, y desde luego más lista que su hermano mayor. Había trabajado de coordinadora de producción en una pequeña guía de televisión por cable, pero siempre pensé que llegaría lejos, que dirigiría un periódico, que dirigiría películas o que sería candidata al Senado.
Una vez que la camarera se hubo marchado, alcé mi copa y dije:
—Lamento oír eso.
—Sí, es una pena.
Pero Vernon lo enunció como si se refiriera a un terremoto sin importancia en una república asiática de nombre impronunciable, como si lo hubiese oído en las noticias e intentara entablar conversación.
—¿Trabaja? —insistí.
—Sí, creo que hace algo. No estoy seguro de qué. La verdad es que no hablo mucho con ella.
Su respuesta me confundió. De camino al bar, y mientras Vernon buscaba la mesa adecuada, pedíamos la bebida y esperábamos a que llegara, me vinieron instantáneas mías y de Melissa y del corto periodo que pasamos juntos, como la del día de nuestra boda en el piso de Vernon. Era psicotrónico… Eddie y Melissa, por ejemplo, entre dos columnas frente al ayuntamiento… Melissa metiéndose rayas mientras se mira al espejo arrodillada, contemplando su hermoso rostro entre las desmenuzadas líneas blancas… Eddie en el cuarto de baño, en varios cuartos de baño, y en varias fases de indisposición… Melissa y Eddie discutiendo por dinero y por quién es más cerdo con un billete de veinte dólares enrollado. La nuestra no fue tanto una boda de drogatas como un matrimonio de drogatas —lo que Melissa, en una ocasión, tachó despectivamente de «asunto de coca»—, así que, con independencia de los sentimientos reales que yo pudiera albergar hacia Melissa o ella hacia mí, no fue una sorpresa que sólo duráramos cinco meses, y puede que incluso sea raro que duráramos tanto, no lo sé.
Pero bueno, la cuestión era qué les había ocurrido. ¿Qué había pasado con Vernon y Melissa? Siempre habían estado muy unidos y siempre habían constituido una pieza importante en la vida del otro. Se habían buscado en la gran ciudad y habían sido el tribunal de última instancia en sus romances, sus trabajos, sus pisos y su decoración. Era una de esas ligazones entre hermano y hermana en la que, de no haberle caído bien a Vernon, Melissa tal vez no habría vacilado en botarme, aunque, personalmente, si hubiese tenido voz en el asunto, yo habría largado al hermano mayor. Pero en fin. No tuve la oportunidad de hacerlo.
De todos modos, habían pasado diez años. Aquello era el presente. Obviamente, las cosas habían cambiado.
Observé a Vernon mientras daba otra calada de dimensiones olímpicas a su cigarrillo de mentol
ultralight,
bajo en nicotina. Intenté pensar alguna agudeza sobre el tabaco, pero ya no podía quitarme a Melissa de la cabeza. Quería hacerle preguntas sobre ella, quería una puesta al día detallada sobre su situación y, sin embargo, ¿qué derecho tenía yo —si es que tenía alguno— a demandar esa información? No sabía si las circunstancias de la vida de Melissa eran asunto mío.
—¿Por qué fumas eso? —dije al final, mientras sacaba un paquete de Camel sin filtro—. ¿No es mucho esfuerzo para tan poca recompensa?
—Desde luego, pero es casi el único ejercicio aeróbico que practico últimamente. Si fumara eso —dijo, señalando mi Camel con la cabeza—, ahora mismo estaría conectado a una máquina de respiración asistida. Pero ¿qué quieres? No voy a dejarlo.
Decidí que intentaría volver a hablar de Melissa más tarde.
—¿Y en qué andas tú, Vernon?
—He estado ocupado.
Eso sólo podía significar una cosa: seguía traficando. Una persona normal habría contestado: «Ahora trabajo para Microsoft» o «Preparo comida rápida en Moe's Diner». Pero no, Vernon estaba ocupado. Entonces caí en la cuenta de que la ayuda de Vernon probablemente consistía en un descuento.
Mierda, debería habérmelo imaginado.
Pero ¿realmente no lo sabía? ¿Acaso no era la nostalgia la que me había llevado hasta allí?
Estaba a punto de soltar una ocurrencia sobre su manifiesta aversión hacia los empleos respetables cuando Vernon puntualizó:
—En realidad, he estado trabajando de asesor.
—¿Qué?
—Para una empresa farmacéutica.
Fruncí el ceño y repetí sus palabras con aire inquisitivo.
—Sí, a finales de año saldrá al mercado una selecta gama de productos y estamos intentando generar una base de clientes.
—¿De qué va esto? ¿Es una nueva jerga callejera, Vernon? Llevo fuera de escena mucho tiempo, lo sé, pero…
—No, no, es cierto. De hecho —Vernon miró a su alrededor unos instantes y entonces prosiguió bajando levemente el tono—, de eso quería hablarte. Ese… problema creativo que tienes.
—Yo…
—La gente para la que trabajo ha ideado una nueva sustancia increíble. —Vernon se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó su billetera—. Viene en forma de píldora.
Extrajo de la cartera una bolsita de plástico con cierre hermético en la parte superior. La abrió y vertió algo en la palma de su mano izquierda, que acercó para mostrarme la diminuta pastilla blanca.
—Mira —dijo—. Cógela.
—¿Qué es?
—Tú cógela.
Abrí la mano derecha y se la tendí. Él volteó la mano izquierda y dejó caer la pequeña pastilla blanca.
—¿Qué es? —insistí.
—Todavía no tiene nombre. Existe una etiqueta de identificación de laboratorio, pero son sólo letras y un código. Todavía no se les ha ocurrido ningún nombre apropiado, pero han realizado todos los ensayos clínicos y está aprobado por la FDA.
Vernon me miró como si hubiese respondido a mi pregunta.
—Muy bien —repuse—, todavía no tiene nombre, han realizado todos los ensayos clínicos y ha sido aprobado por la FDA, pero ¿qué diablos es?
Vernon bebió de su copa y dio otra calada antes de hablar.
—¿Sabes cómo te joden las drogas? Lo pasas bien cuando las tomas, pero luego estás hecho una mierda y al final toda tu vida se desmorona, ¿verdad? Tarde o temprano sucede. ¿Tengo razón?
Asentí.
—Pues con esto no. —Vernon señaló la pastilla que tenía en la mano—. Esta criaturita es la antítesis de todo eso.
Dejé caer la pastilla sobre la mesa y di un trago a mi copa.
—Vamos, Vernon, por favor, no soy un jovencito de instituto intentando pillar su primera bolsa de diez pavos. Ni siquiera…
—Créeme, Eddie, nunca has visto nada igual. Hablo en serio. Tómalo y compruébalo por ti mismo.
Llevaba años sin consumir drogas, justo por los motivos que había expuesto Vernon en su discursito comercial. Sentía deseos a todas horas, anhelaba ese sabor al fondo de la garganta, las felices horas de ardoroso parloteo, los ocasionales atisbos de una forma y una estructura divinas en la conversación del momento, pero nada de eso suponía ya un problema. Era una apetencia que podías sentir por una etapa anterior de tu vida o por un amor perdido, y te invadía incluso una leve sensación narcótica al abrigar esos pensamientos, pero si se trataba de probar algo nuevo, de meterme otra vez en todo aquello… Miré de nuevo la pildorita blanca que descansaba en el centro de la mesa y dije:
—Soy demasiado viejo para estas cosas, Vernon.
—No tiene efectos secundarios físicos, si eso es lo que te preocupa. Han identificado unos receptores cerebrales que pueden activar circuitos específicos y…
—Mira… —Empezaba a exasperarme—. De verdad, no…