Me agaché y cogí uno de los cajones vacíos. Miré en su interior y le di la vuelta. Hice lo propio con los demás, y hasta que no hube registrado varias cajas de zapatos guardadas en una estantería un par de minutos después no me di cuenta de dos cosas. Primero, estaba dejando mis huellas dactilares por toda la casa, y, segundo, estaba escudriñando la habitación de Vernon. Ninguna de las dos era buena idea, pero dejar huellas en el dormitorio era especialmente preocupante a corto plazo. Había dado mi nombre a la policía y, cuando ésta llegara, tenía la intención de contar la verdad, o al menos casi toda la verdad, pero si descubrían que había estado hurgando por allí, mi credibilidad se resentiría. Me acusarían de toquetear el escenario de un crimen o de alterar pruebas, o a lo mejor me vería implicado en el propio crimen, así que empecé a desandar mis pasos, utilizando la manga de la chaqueta para limpiar la mayor cantidad posible de objetos y superficies que hubiese tocado.
Cuando llegué al umbral momentos después, miré de nuevo la habitación para comprobar que no me había dejado nada. Por algún motivo que no alcanzo a explicar, miré hacia el techo y, al hacerlo, noté algo raro. Era un entramado de pequeños paneles cuadrados, y uno de ellos, situado directamente sobre la cama, parecía estar ligeramente desalineado, como si lo hubiesen tocado hacía poco.
Al tiempo que reparaba en ello, oí una sirena de policía a lo lejos, y vacilé un momento, pero entonces me encaramé a la cama, aparté el panel suelto y busqué en la oscuridad, donde apenas distinguía las tuberías y los revestimientos de aluminio. Extendí el brazo y rebusqué en el interior y alrededor de los bordes. Mis dedos entraron en contacto con algo. Introduje más el brazo, forzando los músculos, y saqué aquel objeto del agujero. Era un gran sobre acolchado de color marrón y lo dejé caer sobre el colchón, que se encontraba boca arriba.
Entonces me paré a escuchar. En aquel momento ululaban dos sirenas, tal vez tres, y estaban cerca.
Volví a colocar el panel suelto lo mejor que pude, bajé de la cama y cogí el sobre. Lo abrí a toda prisa y vertí el contenido sobre el colchón. Lo primero que vi fue una pequeña agenda negra, un grueso rollo de billetes —creo que eran todos de cincuenta— y, por último, un gran envase de plástico con cierre hermético en la parte superior, una versión más voluminosa del que Vernon había sacado del monedero la tarde anterior. En su interior debía de haber trescientas cincuenta, cuatrocientas o quinientas pildoritas blancas, no lo sé…
Contemplé boquiabierto las que tal vez fuesen quinientas dosis de MDT-48. Entonces meneé la cabeza y empecé a realizar cálculos rápidos. Quinientas, pongamos, por quinientos… Eso eran… ¿250.000 dólares? Por otro lado, con sólo tres o cuatro pastillas de aquéllas podría terminar el libro en una semana. Miré a mi alrededor, consciente de que me hallaba en la habitación de Vernon y de que las sirenas, que se oían cada vez más fuerte, empezaban a remitir al unísono.
Después de otro momento de duda, recogí todo aquello del colchón y lo metí de nuevo en el sobre. Fui al salón y me acerqué a la ventana. En la calle pude otear tres coches de policía a escasa distancia unos de otros y con las luces azules girando. En aquel momento, la actividad era frenética. Aparecían agentes de la nada, los transeúntes se detenían y comentaban, y el tráfico de la Calle 90 empezó a colapsarse.
Fui corriendo a la cocina y busqué una bolsa de plástico. Encontré una del A & P local y guardé el sobre dentro. Me dirigí por el pasillo hacia la puerta principal, cerciorándome de que la dejaba abierta. Al otro extremo del pasadizo, en dirección opuesta a los ascensores, había una gran puerta metálica que había visto antes, y corrí hacia ella. La puerta daba a la escalera de emergencia. A su izquierda había una pequeña zona donde se encontraba el vertedero de basuras y una hornacina de cemento con una escoba y varias cajas en su interior. Titubeé unos segundos y entonces decidí correr escaleras arriba. En la hornacina había apiladas cuatro o cinco cajas de cartón.
Oculté la bolsa de plástico detrás de aquellas cajas y, sin mirar atrás, bajé corriendo los escalones de dos en dos o de tres en tres. Crucé la puerta metálica, todavía al trote, y volví al pasillo. Cuando me faltaban un par de metros para llegar, oí las puertas del ascensor y una creciente marea de voces. Llegué a la puerta del piso y entré. Recorrí el pasillo lo más rápido que pude y fui al salón, donde me sobresaltó de nuevo la imagen de Vernon.
Me había quedado sin resuello, y permanecí en mitad del salón jadeando. Me llevé la mano al pecho y me incliné hacia adelante, como si tratara de impedir un infarto. Entonces oí un suave golpeteo en la puerta y una voz prudente que decía:
—Hola… Hola. Policía.
—Sí —dije, intentando coger un poco de aire—, aquí.
Sólo por mantenerme ocupado, cogí el traje que había dejado antes y la bolsa que contenía el desayuno. Puse la bolsa encima de la mesa de cristal y el traje en el tramo más próximo de sofá.
Por el pasillo apareció un joven policía uniformado de unos veinticinco años.
—Discúlpeme… —dijo, consultando una diminuta libretita—, ¿Edward Spinola?
—Sí —respondí, sintiéndome de repente culpable, comprometido, un fraude y un sinvergüenza—. Sí… soy yo.
Al cabo de diez o quince minutos, un pequeño ejército de agentes uniformados, policías de paisano y técnicos forenses invadió el piso.
Me llevaron a la cocina y me interrogó uno de los policías de uniforme. Anotó mi nombre, dirección y número de teléfono y me preguntó dónde trabajaba y de qué conocía al difunto. Mientras respondía a sus preguntas, vi cómo examinaban, fotografiaban y etiquetaban a Vernon. Vi también a dos tipos de paisano agazapados junto al escritorio, que seguía ladeado, y estudiando los papeles que había esparcidos por el suelo. Se pasaban documentos, cartas y sobres el uno al otro, y hacían comentarios que no alcanzaba a oír. Un agente se hallaba junto a la ventana hablando por radio, y otro estaba en la cocina revolviendo armarios y cajones.
Todo aquel proceso se desarrollaba con una cualidad onírica. Tenía un ritmo coreografiado propio y, aunque yo estaba allí respondiendo preguntas, no me sentía parte de ello, sobre todo cuando metieron a Vernon en una bolsa negra y lo sacaron de la habitación en una camilla.
Momentos después, uno de los agentes de paisano se acercó a mí, se presentó y despachó al policía uniformado. Se llamaba Foley. Era de estatura media y llevaba traje oscuro y chubasquero. Se apreciaban algunas entradas y cierto sobrepeso. Me hizo varias preguntas; quería saber cuándo y cómo había descubierto el cadáver. Se lo conté todo, salvo la parte del MDT. Para corroborar mi declaración, señalé el traje que había recogido en la tintorería y la bolsa de papel marrón.
El traje estaba tendido en el sofá, al otro lado de donde se encontraba el cuerpo de Vernon. Lo habían envuelto en un plástico y resultaba inquietante y espectral, como una imagen residual del propio Vernon, un eco visual, un rastro. Foley observó el traje unos instantes, pero no reaccionó; desde luego no lo veía igual que yo. Entonces se acercó a la mesa de cristal y cogió la bolsa de papel marrón. La abrió y sacó su contenido —los dos cafés, el bollo, el bacón canadiense y los condimentos— y formó una hilera con ellos sobre la mesa, como si se tratase de fragmentos de un esqueleto expuestos en un laboratorio forense.
—¿Conocía bien al tal… Vernon Gant? —preguntó.
—Lo vi ayer por primera vez después de diez años. Me lo encontré por la calle.
—Se lo encontró por la calle —repitió asintiendo.
—¿Y a qué se dedicaba?
—No lo sé. Coleccionaba y vendía muebles cuando lo conocí.
—Ah —dijo Foley—. De modo que era
comerciante…
—Yo…
—Y, para empezar, ¿qué hacía usted aquí?
—Bueno… —Me aclaré la garganta—. Como le decía, me lo encontré ayer y decidimos reunimos. Ya sabe, para recordar viejos tiempos.
Foley miró en derredor.
—Recordar viejos tiempos —dijo—, recordar viejos tiempos.
Obviamente tenía la costumbre de repetir frases como aquélla, en voz baja, para sus adentros, como si estuviese ponderándolas, pero su verdadera intención era cuestionar su credibilidad y minar la confianza de quienquiera que hablase en ese momento.
—Sí —repuse, demostrando mi irritación—, recordar viejos tiempos. ¿Algún problema? Foley se encogió de hombros.
Tuve la inquietante sensación de que me iba a marear; buscaría incongruencias en mi historia y luego me arrancaría una confesión. Pero mientras hablaba y formulaba más preguntas, advertí que había empezado a mirar el café y el bollo envuelto sobre la mesa, como si lo único que quisiera o le importara en el mundo fuera sentarse a desayunar, y tal vez leer la prensa.
—¿Sabe algo de su familia o de sus parientes? ——inquirió.
Le hablé de Melissa y le conté que la había telefoneado y dejado un mensaje en su contestador automático.
Foley hizo una pausa y me miró.
—¿Le ha dejado un mensaje?
—Sí.
En esa ocasión sí que ponderó la respuesta unos instantes y dijo:
—Es usted un tipo sensible, ¿eh?
No respondí, aunque ciertamente quería hacerlo. Me dieron ganas de atizarle. Pero, a la vez, capté su mensaje. Aunque sólo habían transcurrido treinta o cuarenta minutos, lo que había hecho al dejarle aquel mensaje resultaba ahora verdaderamente horroroso. Meneé la cabeza y me volví hacia la ventana. La noticia ya era triste de por sí, pero ¿no sería mucho peor que la conociera por mí y a través de un contestador automático? Suspiré, frustrado, y me di cuenta de que estaba temblando un poco.
Al final miré de nuevo a Foley, esperando más preguntas, pero no las hubo. Había retirado la tapa de plástico del café y estaba abriendo el
muffin
inglés, envuelto en papel de plata. Se encogió de hombros una vez más y me lanzó una mirada que parecía insinuar: «¿Qué quieres que te diga? Tengo hambre».
Unos veinte minutos después me sacaron del piso y me llevaron en coche a la comisaría del distrito para prestar declaración oficial. Nadie me dirigió la palabra durante el trayecto y, con distintos pensamientos pugnando por hacerse un hueco en mi cerebro, presté muy poca atención a mi entorno inmediato. Cuando me vi obligado a hablar de nuevo me encontraba en una gran oficina abarrotada, sentado a una mesa frente a otro agente con sobrepeso y de nombre irlandés. Brogan.
El policía transitó el mismo terreno que Foley, formuló las mismas preguntas y mostró más o menos el mismo interés en las respuestas. Luego tuve que sentarme en un banco de madera durante media hora mientras mecanografiaban e imprimían mi declaración. Había mucha actividad en la sala, entraba y salía toda clase de gente, y me costaba pensar.
Por último, Brogan me pidió que volviera a la mesa y que leyera y firmara la declaración. Mientras la repasaba, él permanecía allí sentado en silencio, jugando con un clip. Justo antes de llegar al final, sonó su teléfono y respondió con un «¿Sí?». Hizo una breve pausa, dijo «sí» una o dos veces más y procedió a relatar sucintamente lo ocurrido. En aquel momento estaba agotado y ni me molesté en escuchar, así que, hasta que no le oí murmurar las palabras «sí, señora Gant», no me sobresalté.
El pragmático informe de Brogan se prolongó unos momentos más, pero de repente le oí decir: «Sí, claro, está aquí. Se lo paso». Entonces me tendió el teléfono y con un ademán me indicó que lo cogiera. Extendí la mano, y en los dos o tres segundos que tardé en llevarme el auricular a la oreja sentí lo que en mi imaginación eran cantidades inenarrables de adrenalina penetrando en mi torrente sanguíneo.
—Hola… ¿Melissa?
—Sí, Eddie. He recibido tu mensaje.
Hubo un silencio.
—Escucha, lo lamento mucho. Me entró el pánico y…
—No te preocupes. Para eso están los contestadores automáticos.
—Sí… Bueno… De acuerdo. —Miré a Brogan con nerviosismo—. Y siento mucho lo de Vernon.
—Sí, yo también. Dios mío. —Su voz sonaba pausada y agotada—. Pero te diré una cosa, Eddie. No me sorprende demasiado. Se veía venir desde hacía mucho tiempo. —No sabía qué responder a eso—. Sé que suena duro, pero andaba metido en… —En ese momento, Melissa hizo una pausa— …asuntos. Pero supongo que será mejor que tenga la boca cerrada en esta línea, ¿no?
—Probablemente sea buena idea.
Brogan seguía jugando con el clip, y parecía que estuviese escuchando un episodio de su serial radiofónico favorito.
—No podía creérmelo cuando oí tu voz —continuó Melissa—, y apenas entendí el mensaje. Tuve que reproducirlo dos veces. —Hizo una nueva pausa, que se antojó más larga de lo que parecía natural—. ¿Qué hacías tú en casa de Vernon?
—Ayer por la tarde me lo encontré en la Calle 12 —dije, prácticamente leyendo la declaración que tenía ante mí—, y decidimos vernos hoy en su casa.
—Todo esto es muy raro.
—¿Hay alguna posibilidad de que nos veamos? Me gustaría…
No pude acabar la frase. ¿Me gustaría qué?
Melissa dejó que el silencio mediara entre nosotros.
—La verdad es que ahora mismo voy a estar muy ocupada, Eddie. Tendré que organizar el funeral y sabe Dios qué más —dijo al final.
—Bueno, ¿puedo ayudarte en algo? Me siento…
—No. No tienes que sentir nada. Déjame llamarte cuando…, cuando tenga tiempo, y podremos mantener una conversación en condiciones. ¿Qué te parece?
—Claro.
Quería decir algo más, preguntarle cómo estaba, hacerla hablar, pero allí se terminó. Melissa se despidió y colgamos el teléfono.
Brogan arrojó el clip, se inclinó hacia adelante y señaló la declaración con la cabeza.
La firmé y se la devolví.
—¿Eso es todo?
—De momento. Si le necesitamos, le llamaremos. Entonces abrió un cajón de su mesa y empezó a buscar algo.
Yo me levanté y me fui.
Una vez en la calle me encendí un cigarrillo y di unas cuantas caladas profundas.
Consulté el reloj. Eran las tres y media pasadas.
El día anterior a esas horas no había sucedido nada de aquello.
En breve no podría contemplar más aquella idea, cosa que en cierto sentido me alegraba, porque cada vez que ocurría me daba la sensación de que había caído en la molesta trampa de pensar que podía haber alguna clase de indulto, casi como si existiera un período de gracia en estos asuntos, durante el cual revertías las cosas y obtenías un reembolso moral por tus errores.