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Authors: Alan Glynn

Tags: #Drama, Intriga, Policíaco

Sin Límites (28 page)

Saqué una pildorita del bol, y utilizando una cuchilla, la dividí en dos mitades perfectas. Me tomé una. Entonces me quedé sentado a la mesa, pensando en lo mucho que había cambiado mi situación en los tres o cuatro últimos días, en cómo habían empezado a reventar las costuras, a sufrir convulsiones y hemorragias y deslizarse hacia lo recurrente, lo crónico, lo terminal.

Veinte minutos después, en plena espiral descendente, noté que el dolor de cabeza había desaparecido por completo.

XIX

En días posteriores sólo tomaba media pastilla con el desayuno. Esa dosis me aportaba toda la «normalidad» posible en tales circunstancias. Al principio me sentía aprensivo, pero cuando vi que los dolores de cabeza no reaparecían, me relajé un poco y pensé que quizá había encontrado una escapatoria o, al menos, con un alijo de casi setecientas dosis en mi haber, mucho tiempo para buscarla.

Pero, por supuesto, no era tan sencillo.

El lunes dormí hasta las nueve de la mañana. Desayuné naranjas, tostadas y café, todo ello aderezado con un par de cigarrillos. Después me di una ducha y me vestí. Me puse mi traje nuevo, que ya no lo era tanto, y me planté delante del espejo. Debía ir a la oficina de Carl Van Loon, pero de pronto me sentí sumamente incómodo por tener que salir con aquel atuendo. Me veía raro. Un rato después, cuando me dirigía al vestíbulo del Edificio Van Loon, estaba tan cohibido que casi esperaba que alguien me diera un golpecito en el hombro y me dijera que todo había sido un terrible error y que el señor Van Loon había ordenado que me echaran del edificio si aparecía por allí.

Entonces, en el ascensor que me llevaba hasta la planta 62, empecé a pensar en el acuerdo que supuestamente había de mediar con Van Loon, la adquisición de MCL-Parnassus por parte de Abraxas. Llevaba días sin pensar en él, pero cuando intenté recordar los detalles, todo estaba borroso. No dejaba de oír con insistencia la expresión «modelo de precios para las acciones», pero sólo tenía una ligerísima idea de lo que significaba. También sabía que «la construcción de una infraestructura de banda ancha» era importante, pero ignoraba por qué. Era como despertarse de un sueño en el que has estado hablando una lengua extranjera y, cuando despiertas, descubres que no hablas tal lengua en absoluto y que apenas entiendes una palabra de ella.

Salí del ascensor y me adentré en el vestíbulo. Me dirigí al mostrador principal y aguardé unos instantes hasta que la recepcionista me prestó atención. Era la misma mujer del jueves anterior, así que, cuando se volvió hacia mí, sonreí. Pero no pareció reconocerme.

—¿Puedo ayudarle, señor?

Su tono era formal y bastante frío.

—Eddie Spinola —dije—. Vengo a ver al señor Van Loon.

La recepcionista consultó su agenda y meneó la cabeza. Parecía estar a punto de decirme algo, quizá que estaba fuera del país o que no le constaba nuestra cita, cuando por un pasillo situado a la izquierda del mostrador apareció Van Loon caminando pausadamente. Parecía triste, y cuando me tendió la mano para saludarme, me di cuenta de que su encorvadura era más pronunciada de lo que recordaba.

La recepcionista volvió a los menesteres que la mantenían ocupada antes de mi interrupción.

—Eddie, ¿cómo estás?

—Bien, Carl. Me encuentro mucho mejor.

Nos dimos la mano.

—Bien, bien. Pasa.

Me sorprendieron de nuevo las dimensiones del despacho de Van Loon, que era largo y ancho, pero con escasa ornamentación. Me invitó a sentarme a su mesa.

Van Loon suspiró y meneó la cabeza.

—Mira, Eddie —dijo—, lo que apareció publicado el viernes en el
Post
no nos beneficia. No es la clase de publicidad que deseamos para este acuerdo, ¿cierto? —Asentí, sin saber muy bien adónde podía llegar todo aquello. Tenía la esperanza de que no hubiese visto el artículo—. Hank no te conoce, y el acuerdo todavía es un secreto, así que no hay de qué preocuparse. Creo que no deberías dejarte ver más por Lafayette.

—No, claro que no.

—Sé discreto. Haz tus transacciones aquí. Como te dije, tenemos una sala. Es discreta y privada. —Sonrió—. Aquí no hay gorras de béisbol.

Yo también sonreí, pero la verdad es que me sentía bastante incómodo y nervioso, como si fuese a vomitar.

—Luego te enseñarán toda la planta.

—Bien.

—Otra cosa que quería comentarte, y quizá sea provechoso, es que Hank no estará aquí mañana. Ha sufrido un retraso en Los Ángeles, así que no celebraremos esa reunión hasta… probablemente mediados o incluso finales de… la semana que viene.

—Sí, de acuerdo —farfullé, incapaz de mirar a Van Loon a los ojos—. Probablemente… Como usted dice, probablemente sea algo beneficioso, ¿no?

—Sí. —Van Loon cogió un bolígrafo de la mesa y jugueteó con él—. Yo también estaré fuera, al menos hasta el fin de semana, lo cual nos da cierto respiro. El jueves era demasiado justo, en mi opinión, pero ahora podemos ir a nuestro ritmo, pulir los números y preparar una oferta sólida.

Levanté la cabeza y vi que Van Loon me entregaba algo. Era el bloc amarillo que había utilizado el jueves anterior para anotar los valores de opción.

—Quiero que amplíes estas proyecciones y las introduzcas en el ordenador. —Se aclaró la garganta—. Por cierto, las he estado estudiando y quería hacerte un par de preguntas.

Me recosté y miré las densas hileras de números y símbolos matemáticos de la primera página. Aunque eran de mi puño y letra, no entendía nada y me daba la sensación de tener delante un extraño jeroglífico. Sin embargo, aquellas cifras empezaron a reconfigurarse ante mis ojos y a resultarme vagamente familiares, y vi que si podía concentrarme en ellas una hora o dos quizá sería capaz de descodificarlas.

Pero con Carl Van Loon sentado frente a mí y dispuesto a hacer preguntas, dos horas eran un imposible. Aquél fue el primer indicio de que consumir la dosis mínima sólo serviría para contener los dolores de cabeza. Porque no sucedía nada más, y cada vez era más consciente de lo que significaba ser «normal». Significaba no poder influir en la gente, infundirles el anhelo de hacer cosas por ti. Significaba no guiarte por tus instintos y tener siempre razón. Significaba no poder recordar detalles nimios y realizar cálculos rápidos.

—Veo un par de inconsistencias aquí —dije, tratando de evitar las preguntas de Van Loon—. Y tiene usted razón, íbamos justos de tiempo.

Pasé a la segunda página y me levanté de la silla. Fingiendo estar concentrado en las proyecciones, deambulé un poco e intenté pensar qué decir a continuación, como un actor que ha olvidado su texto.

—Yo quería preguntarte por qué la vida de la tercera opción es distinta de las demás —dijo Van Loon desde la mesa.

Miré a mi alrededor durante un segundo, murmuré algo y me concentré de nuevo en el cuaderno. Lo miraba atentamente, pero tenía la mente en blanco y sabía que ninguna idea repentina acudiría en mi ayuda.

—¿La tercera? —pregunté, mientras pasaba las hojas para ganar tiempo. Entonces volví a la primera página y me puse el cuaderno debajo del brazo—. ¿Sabe qué, Carl? —dije, mirándolo fijamente—. Tendré que repasar esto a conciencia. Déjeme calcularlo todo con el ordenador como usted proponía y a lo mejor entonces podamos…

—La tercera opción, Eddie —dijo, levantando el tono de voz—. ¿Qué diablos te pasa? ¿Es que no puedo hacerte una pregunta sencilla?

Me hallaba a unos cinco metros de la mesa de un hombre que había aparecido en docenas de portadas de revistas, un multimillonario, un emprendedor, un icono, y me estaba gritando. No sabía cómo responder. Aquél no era mi medio. Estaba asustado.

Por suerte, en ese momento sonó el teléfono. Van Loon lo cogió y gritó:

—¿Qué?

Esperé un segundo, me di la vuelta y me alejé para dejarle hablar. Me temblaban un poco las manos y reaparecieron las náuseas.

—No envíes esos —decía Van Loon—. Habla con Mancuso antes de hacer nada. Y escucha, sobre las fechas de entrega…

Aliviado por haber conseguido salir momentáneamente del atolladero, me dirigí a los ventanales de la enorme sala. Los cristales iban del techo al suelo, y ofrecían una panorámica del oeste de la ciudad oscurecida parcialmente por unas cortinas colgantes. Cuando Van Loon colgara el teléfono le diría que tenía migraña y que no podía concentrarme como era debido. Me había visto realizar anotaciones el jueves y habíamos hablado detalladamente, así que no podía dudar de mi dominio de la materia. Para mí, lo importante en ese momento era salir de allí.

Mientras esperaba, observé la oficina. La zona del fondo estaba dominada por el gran escritorio de Van Loon, pero el resto rezumaba la holgura y la austeridad de una sala de espera de una estación ferroviaria de estilo
art déco
. Cuando llegué a los ventanales, tuve la impresión de que Van Loon estaba muy lejos y, si me volvía, sería una figura en la distancia. Su voz era casi inaudible, un rumor que hablaba de fechas de entrega. En aquel extremo de la sala había unos sofás de cuero rojo y mesas bajas de cristal con revistas de negocios esparcidas sobre ellas.

Al mirar por la ventana, a través de las cortinas, una de las primeras cosas que atisbé entre el enjambre de rascacielos del centro de la ciudad fue un fragmento del Edificio Celestial, situado en el West Side. Desde aquella perspectiva, parecía estar encajonado entre una docena de edificios, pero si prestabas atención, veías que se encontraba más atrás y que, en realidad, se alzaba en soledad. Me parecía increíble haber estado en el Celestial un par de días antes y haber acariciado la idea de comprar un piso allí, y uno de los más caros, por cierto.

Nueve millones y medio de dólares.

—¡Eddie!

Me di la vuelta.

Van Loon había colgado el teléfono y se acercaba desde el otro lado de la sala. Me preparé para lo que se avecinaba.

—Me ha surgido un imprevisto. Tengo que irme. Lo siento. —Su tono era amigable, y cuando estuvo junto a mí, señaló con la cabeza el bloc amarillo que llevaba bajo el brazo—. Ocúpate de eso y ya hablaremos. Como te he dicho, estaré fuera hasta el fin de semana. Con eso deberías tener tiempo suficiente. —De repente, dio una palmada—. De acuerdo, ¿quieres dar un vistazo a la sala de transacciones bursátiles? Llamaré a Sam Welles para que te la enseñe.

—Creo que me iré a casa y me pondré con esto, si no le importa —dije, extendiendo el brazo.

—Pero si será sólo… —Van Loon hizo una pausa y me miró. Percibí su confusión, y tal vez sintiera cierta hostilidad hacia mí, como había ocurrido antes, pero no entendía por qué le estaba ocurriendo aquello y no sabía cómo actuar.

»¿Qué te pasa, Eddie? —preguntó al final—. No estarás blandeando, ¿verdad?

—No, yo…

—Porque estas historias no son para timoratos.

—Ya lo sé. Yo sólo…

—Y me la estoy jugando, Eddie. Nadie sabe nada de esto. Si me jodes, si mencionas esto a alguien, mi credibilidad quedará por los suelos.

—Lo sé, lo sé. —Señalé de nuevo el bloc.

—Sólo quiero hacer esto bien.

Van Loon me aguantó la mirada unos instantes y suspiró, como si dijera: «Me alegra saberlo». Entonces se dio la vuelta y se dirigió hacia su mesa.

—Llámame cuando hayas terminado —dijo. Estaba de espaldas a mí frente al escritorio, consultando algo, un diario o un cuaderno—. Como muy tarde, el martes o el miércoles de la semana que viene.

Vacilé, pero entonces caí en la cuenta de que acababa de despedirme. Salí de la oficina sin mediar palabra.

De camino a casa me paré en Gristede's y compré unas bolsas grandes de patatas chip y cervezas. Una vez llegué al piso, me senté a la mesa, saqué la gruesa carpeta que Van Loon había enviado la semana anterior y organicé mis notas. Creí que si podía asimilar aquel material todo iría bien. Estaría tan bien informado y al día como cuando impresioné a Van Loon con mi propuesta de estructuración para el acuerdo de compra.

Empecé por los informes trimestrales de MCL-Parnassus. Los dejé sobre la mesa, abrí la primera bolsa de patatas y una cerveza, y me dispuse a leer.

Estuve dos horas avanzando y retrocediendo y acabé admitiendo que aquel material no sólo me resultaba sumamente tedioso, sino que apenas entendía nada. El problema era muy simple: no recordaba cómo se interpretaban aquellas cosas. Eché un vistazo a otros documentos, y aunque eran algo menos densos e impenetrables que los informes trimestrales, el aburrimiento era el mismo. Pero perseveré, y me cercioré de que lo leía todo o, al menos, de que al pasear la vista por encima de cada palabra y cada línea no se me escapaba nada.

Me terminé las patatas y la cerveza y pedí comida china hacia las diez. Poco después de la medianoche, me derrumbé y me fui a la cama.

A la mañana siguiente realicé un rápido y aterrador cálculo. El día anterior me había llevado ocho horas leer lo que antes habría despachado en cuarenta y cinco minutos. Entonces intenté recordar algo, pero sólo pude evocar fragmentos y generalidades. Días atrás habría podido recordarlo todo, de la portada a la contraportada, de arriba abajo.

En ese momento me tentó la idea de tomar un par de píldoras de MDT, pero desistí. Si volvía a consumir desaforadamente, acabaría sufriendo más desvanecimientos, y ¿adónde me llevaría eso? De modo que mantuve esa pauta dos días más. Me quedé en casa y hojeé centenares de páginas de material, y sólo salí de casa para comprar patatas fritas, hamburguesas con queso y cerveza. Vi mucho la televisión, pero evitaba a conciencia los informativos y los programas de actualidad. Desconecté el teléfono. Supongo que, en cierto modo, me había creado la ilusión de que estaba intentando comprender todo aquello, pero al paso que iban desgranándose los días, tuve que reconocer que había asimilado muy poco.

El miércoles por la noche detecté un incipiente dolor de cabeza. No estaba seguro de qué lo había provocado. Quizá se debía a la cerveza y la comida basura, pero al no remitir el jueves por la mañana, decidí aumentar la dosis mínima de MDT a una píldora diaria. Por supuesto, a los veinte minutos de haber tomado una dosis más elevada, el dolor de cabeza había desaparecido y empecé a preocuparme. ¿Cuánto tardaría en incrementar de nuevo la dosis? ¿Cuánto tardaría en tomar tres o incluso cuatro pastillas cada mañana para evitar los dolores de cabeza?

Cogí de nuevo la pequeña agenda de Vernon y la examiné. No sentía el menor deseo de reproducir la misma rutina, pero si había alguna esperanza en aquella situación, debía de estar entre aquellos teléfonos. Decidí llamar a algunos números que estaban tachados y no habían sido sustituidos por otros. Acaso pertenecían a personas que seguían vivas y ni siquiera estaban enfermas, personas que hablarían conmigo, ex clientes. O quizá, lo cual era más probable, descubriría que la razón por la que eran ex clientes era que habían fallecido. Pero valía la pena intentarlo.

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