Pensé en ello unos instantes, pero ¿qué podía decir?
—¿Qué más has averiguado?
Sánchez suspiró, y me lo imaginé meneando la cabeza.
—Bueno, tenías razón sobre la lista —dijo a la postre—. Fue increíble.
—¿Por qué?
—Esos números de fuera del estado… Tenías razón. Todos parecen ser miembros de la secta y responden a un nombre falso. La mayoría están enfermos, pero conseguí hablar con algunos. —Hubo una breve pausa, durante la cual lo oí suspirar otra vez—. De los tres que buscaba al principio, dos están en el hospital y otro en casa aquejado de graves migrañas.
Por su tono adiviné que, pese a que le habían asignado otro caso, estaba satisfecho de sus progresos.
—Me llevó cierto tiempo conseguir que hablaran conmigo, pero cuando lo hicieron fue increíble. La conversación más larga que mantuve fue con una chica llamada Beth Lipski. Parece que la transformación habitual de Dekedelia conlleva una identidad completamente nueva: una alteración química del metabolismo, cirugía plástica y nuevos familiares «designados». Y, como tú decías, la progresión profesional es la medida de una nueva identidad de éxito, donde un sesenta por ciento de los ingresos vuelven a la organización. Es como una mezcla entre los francmasones y el programa de protección de testigos.
—¿Por qué habló Lipski?
—Porque tiene miedo. Tauber ha cortado cualquier contacto con ella, y está nerviosa, se siente perdida. Tiene un dolor de cabeza permanente y no puede trabajar. No sabe qué le ocurre. Dudo que sepa que está tomando una droga, y no quise empujarla al abismo mencionándolo. Estaba paranoica y le costó aceptar hablar conmigo, pero cuando empezó, ya no había quien la parara.
—¿Por qué crees que les da la droga?
—Al parecer, los somete a todos a un programa de vitaminas y suplementos dietéticos especiales. Supongo que se lo administra sin que ellos lo sepan. Obviamente, esa es la fuente de su poder sobre estas personas y de su supuesto Carisma. —Hizo una pausa. Lo oí dar un pisotón o un puñetazo a algo—. ¡Maldita sea! No me lo puedo creer. Nunca había trabajado en un caso tan interesante.
No tenía tiempo para aquello. Kenny Sánchez estaba sufriendo una crisis profesional mientras hablaba conmigo por teléfono. Noté un leve mareo. Respiré hondo y le pregunté si había averiguado algo sobre United Labtech.
Suspiró de nuevo.
—Sí —dijo—, una cosa. Es propiedad de la empresa farmacéutica Eiben-Chemcorp.
Poco después le dije que tenía que irme, que estaba trabajando. Le di las gracias, le deseé suerte y colgué en cuanto pude.
Recorrí la habitación lentamente y me detuve junto a los ventanales. Hacía un día soleado en Manhattan, y desde allí, en la planta 62, se veía todo, cada monumento, cada elemento arquitectónico, incluso los menos obvios, como el Edificio Celestial a mi derecha o la vieja terminal de la Autoridad Portuaria en la Octava Avenida, donde Kerr & Dexter tenía sus oficinas. Junto a aquella ventana, vi mi vida entera pasar frente mí, como una secuencia de diminutas incisiones en el gran microchip de la ciudad: esquinas, pisos, restaurantes, licorerías y cines. Pero ahora, en lugar de una línea más profunda y permanente tallada en la superficie, aquellas pequeñas muescas corrían el peligro de desaparecer.
Me di la vuelta y contemplé las paredes blancas situadas al otro lado de la sala, la alfombra gris y los muebles anónimos. Todavía no había sucumbido al pánico, aunque éste no tardaría mucho en llegar. La rueda de prensa estaba programada para aquella tarde, y eso me aterrorizaba.
Pero entonces me vino una idea a la cabeza, y con la resolución de un condenado, me aferré a ella y no la solté. Sabía que había oído aquel nombre en alguna parte, y al cabo de unos minutos recordé dónde. Lo había visto aquel día en casa de Vernon, en el
Boston Globe.
Por lo visto, Vernon había estado leyendo acerca de un juicio de responsabilidad civil por productos defectuosos en Massachusetts. Según podía recordar, una adolescente que había tomado Triburbazina había asesinado a su mejor amiga y se había suicidado.
Volví a la mesa y me senté delante del ordenador. Me conecté a Internet y busqué más detalles sobre el caso en los archivos del
Globe.
La familia de la chica había presentado una demanda contra Eiben-Chemcorp por daños y perjuicios. En el tribunal, la empresa refutaría que su medicamento antidepresivo había provocado una «pérdida del control impulsivo» e «ideas suicidas» en la chica. Dave Morgenthaler, un abogado especializado en ese tipo de casos, había de ser el principal asesor de los demandantes, y según un artículo que leí, había pasado los últimos seis meses recabando testimonios extrajudiciales, entre ellos expertos que habían participado en el desarrollo y la producción de Triburbazina, y psiquiatras que estarían dispuestos a testificar que ésta era potencialmente insalubre.
Mi cabeza era un hervidero. Cogí un bolígrafo y empecé a garrapatear en un trozo de papel, intentando relacionar todo aquello.
Eiben-Chemcorp era propietaria de Labtech, de donde parecía proceder el MDT. Eso significaba que el MDT lo había desarrollado y producido una empresa farmacéutica internacional. A su vez, esta empresa hacía frente a un litigio muy importante y potencialmente perjudicial.
Volví al ordenador y entré en una página sobre finanzas, y allí estaba: debido a la publicidad negativa que rodeaba al caso, las acciones de Eiben-Chemcorp habían sufrido bastante, y al parecer habían caído a un 69
7/8
, frente al 87
1/4
de hacía unos meses. El interés ciudadano probablemente seguiría creciendo a medida que se aproximaba el juicio. Encontré numerosos artículos que tocaban el que sin duda sería un punto clave del proceso: si la conducta humana era una cuestión de sinapsis y serotonina, ¿dónde encajaba la voluntad? ¿Dónde terminaba la responsabilidad personal y empezaba la química cerebral?
En pocas palabras, Eiben-Chemcorp se hallaba en una posición muy vulnerable.
Yo también, por supuesto, pero a la sazón me preguntaba cómo podía utilizar mis conocimientos del MDT para sacar cierta ventaja a Eiben-Chemcorp. ¿Un suministro de MDT a cambio de no hablar con Dave Morgenthaler, tal vez?
Me levanté y deambulé por la habitación.
La información que pudiera trascender en el juicio sobre un producto de Eiben-Chemcorp que ni siquiera había sido probado y que ya había ocasionado muchas muertes tendría un efecto devastador en la cotización de las acciones de la empresa. Esa opción entrañaba un alto riesgo, pero, dadas las circunstancias, tal vez fuera la única que me quedaba.
Pasé de nuevo junto a la ventana, pero en esa ocasión no miré afuera. Después de mucho meditar, decidí que el primer paso, y el más práctico, sería establecer contacto con Dave Morgenthaler. Tendría que acercarme a él con suma cautela, pero, a fin de suponer una amenaza creíble para Eiben-Chemcorp, debería conseguir que estuviese preparado para entrar en acción al instante.
Realicé algunas pesquisas y encontré el número de su oficina en Boston. Llamé de inmediato y pregunté por él, pero iba a estar fuera de la oficina todo el día. Dejé mi teléfono móvil y un mensaje: contaba con cierta información «explosiva» sobre Eiben-Chemcorp y quería reunirme con él lo antes posible para hablar de ello.
Cuando colgué el teléfono, intenté ponerme de nuevo manos a la obra, centrar mis esfuerzos en el acuerdo de MCL y Abraxas y en la vespertina rueda de prensa, pero me resultó harto difícil. No cesaba de revivir las últimas semanas y me arrepentía de no haber tomado otras decisiones, por ejemplo, investigar a Deke Tauber un poco antes, cosa que podría haberme llevado a Todd Ellis antes de que abandonara United Labtech.
Me preguntaba asimismo si existía alguna relación entre su muerte y la de Vernon. Pero ¿qué sentido tenía? La muerte de Todd Ellis, fuese accidental o no, era una ruta cerrada para mí. No tenía más opción que encontrar una alternativa.
Me acerqué a la ventana y oteé los edificios, aquellas enormes placas verticales de acero y cristal, hasta las calles que tenía a mis pies, y los diminutos riachuelos de gente y tráfico. La noticia no tardaría en caer como una bomba sobre la ciudad, y yo estaría allí cuando saliera a la luz. Pero ahora me sentía al margen de todo. Era como si me hubiera visto arrastrado a un sueño confuso, sabedor de que no volvería a salir de él.
Aquella impresión se vio reforzada casi al instante, cuando reclamaron mi presencia en otro despacho para que repasara algunas disposiciones de último momento para la rueda de prensa. Organizada con muy poca antelación por un trabajador de Van Loon, la cita tendría lugar a las cinco de la tarde en un hotel del centro. Eso era cuanto sabía al respecto, pero al ver de qué hotel se trataba, volvió aquella punzada en el estómago.
—¿Estás bien?
Era uno de los empleados. Alcé la cabeza y vi mi reflejo en un espejo situado en un lateral del despacho. Estaba pálido como un muerto.
—Sí —dije—. Estoy bien, será sólo… un… momento… creo…
Me di la vuelta y salí corriendo del despacho. Entré en el cuarto de baño y fui directo a uno de los lavamanos. Me eché agua fría en la cara.
La rueda de prensa se celebraría en el Hotel Clifden.
Van Loon y yo llegamos sobre las tres y media, y ya se respiraba bastante alboroto en el lugar. Para los medios de comunicación, el primer indicio de que algo se estaba cociendo había llegado a primera hora del día, después de que Van Loon llamara a ciertas personas cuidadosamente seleccionadas y les pidiera que cancelaran cualquier plan que tuviesen para aquella tarde. Se mentó a Atwood y Bloom en la misma frase, y eso fue suficiente para desencadenar un torbellino de rumores y especulaciones. Enviamos la nota de prensa una hora después. Entonces los teléfonos empezaron a sonar y ya no dejaron de hacerlo.
El Clifden era una torre de cuarenta y cinco plantas que se elevaba sobre un emblemático edificio de la Calle 56, frente a Madison Avenue. Era un hotel de lujo con más de ochocientas habitaciones, además de instalaciones para negocios y conferencias. El vestíbulo conducía a un salón rodeado de vidrio, y al fondo se hallaba la sala de recepción en la que ofreceríamos la rueda de prensa.
Mientras Van Loon atendía una llamada, escruté atentamente el vestíbulo, pero no reconocí nada. Aunque todo aquello me provocaba cierta intranquilidad, llegué a la conclusión de que nunca había estado allí.
Van Loon colgó el teléfono. Entramos en el atrio, y en el tiempo que nos llevó atravesarlo, Carl fue abordado en tres ocasiones por los periodistas. Les respondió con amabilidad, pero no les dijo nada que no hubiesen oído antes o leído en la nota de prensa. La sala de conferencias era un hervidero de actividad. Los equipos técnicos montaban las cámaras y probaban sonido al fondo. Un poco más atrás, el personal del hotel colocaba hileras de sillas plegables, y en la parte frontal había un podio con dos largas mesas a cada lado. Detrás se erguían dos atriles con los logos de MCL-Parnassus y Abraxas.
Me quedé un rato al fondo de la sala mientras Van Loon realizaba unas consultas a sus trabajadores habituales. Detrás de mí, oí a dos técnicos hablando mientras manipulaban cables.
—Te lo juro por Dios. La golpearon en la nuca.
—¿Aquí?
—Con un objeto contundente. ¿No lees los periódicos? Era mexicana. Estaba casada con un pintor.
—Sí, ahora lo recuerdo. Mierda. ¿Fue aquí?
Me dirigí hacia la puerta para no oírlos. Después salí lentamente de la sala de conferencias y volví al atrio.
Una de las cosas que recordaba con bastante claridad de aquella noche, o al menos de sus últimos compases, era un pasillo vacío. Aún podía reproducirlo mentalmente: el techo bajo, la alfombra con motivos carmesí y azul marino, las paredes en tono magnolia, las puertas de roble a ambos lados…
No recordaba nada más.
Crucé el atrio y me adentré en el vestíbulo. En ese momento llegó más gente y reinaba un ambiente de expectativa en el lugar. Vi a un conocido al que quería evitar, de modo que fui hacia los ascensores, que se encontraban frente al mostrador de recepción. Pero entonces, como si me arrastrara una fuerza irresistible, seguí a dos mujeres que se metieron en el ascensor. Una de ellas pulsó un botón y se me quedó mirando, haciendo oscilar el dedo delante del panel.
—Quince —dije—. Gracias.
En el aire se mezclaban libremente mi ansiedad, el aroma a perfume caro y la intimidad siempre cargada, pero nunca reconocida, de un viaje en ascensor. En el trayecto se me revolvió el estómago y tuve que apoyarme para recobrar el equilibrio. Cuando la puerta se abrió en la planta 15, miré con incredulidad la pared magnolia. Esquivando a una de las dos mujeres, salí tambaleándome y vi la alfombra carmesí y azul marino.
—Buenas tardes.
Me di la vuelta, y cuando las puertas se cerraban y las dos mujeres desaparecían de mi campo de visión, farfullé algo a modo de respuesta.
Solo en aquel pasadizo vacío, experimenté algo cercano al terror. Había estado allí. Era exactamente como lo recordaba. Aquel pasillo amplio de techos bajos… colores vivos, lujoso, profundo como un túnel. Pero eso era todo. Di unos pasos y me detuve. Contemplé una de las puertas y traté de imaginar cómo sería la habitación, pero no ocurrió nada. Seguí andando, dejando a un lado una puerta tras otra hasta que al final del pasillo divisé una que estaba entreabierta.
Allí erguido, con fuertes palpitaciones, observé lo que alcanzaba a ver de la habitación: el extremo de una cama doble, unas cortinas y una silla, todo en tonos crema.
Abrí suavemente la puerta con el pie y di un paso atrás. Ya en el umbral tuve una perspectiva más amplia de aquella habitación genérica de hotel, Pero, de repente, vi a una mujer alta de cabello oscuro con un vestido largo de color negro. Se agarraba la cabeza y le corría un reguero de sangre por la mejilla. Me dio un vuelco el corazón y retrocedí hasta tocar la pared. Me incorporé y volví hacia los ascensores tambaleándome.
Momentos después, oí un ruido detrás de mí y me di la vuelta. De la habitación que acababa de abandonar salieron un hombre y una mujer. Cerraron la puerta y echaron a andar hacia mí. La mujer era alta, tenía el pelo oscuro y llevaba un abrigo con cinturón. Ambos debían de rondar los cincuenta años. Iban charlando, y me ignoraron por completo al pasar. Los vi recorrer el pasillo y desaparecer en un ascensor.