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Authors: Alan Glynn

Tags: #Drama, Intriga, Policíaco

Sin Límites (41 page)

—Eddie, esto se ha acabado.

—¿Quién es?

—Has ido demasiado lejos hablando con Dave Morgenthaler. No ha sido buena idea…

—¿Quién diablos eres?

—… así que hemos decidido cerrar el grifo. Pero, ya que has sido tan divertido, hemos pensado que sería mejor decírtelo.

La voz era muy suave, casi un susurro. No había emoción en ella ni acento alguno.

—No debería hacer esto, por supuesto, pero llegados a este punto, casi tengo la sensación de que te conozco.

—¿Qué quieres decir con cerrar el grifo?

—Bueno, estoy seguro de que ya te has dado cuenta de que hemos recuperado el material. Así que, desde este momento, puedes dar por terminado el experimento.

—¿Experimento?

Hubo un silencio.

—Te hemos estado controlando desde que apareciste aquel día por casa de Vernon, Eddie.

Me hundí.

—¿Por qué crees que no has tenido más noticias de la policía? Al principio no estábamos seguros, pero cuando se confirmó que tenías el alijo de Vernon, decidimos ver qué pasaba, realizar un pequeño ensayo clínico, por así decirlo. No hemos dispuesto de muchos sujetos humanos…

Miré al otro lado de la habitación intentando recordar, tratando de identificar señales, indicios…

—… y chico, ¡menudo sujeto has sido! Si te sirve de consuelo, Eddie, nadie ha consumido tanto MDT como tú, nadie lo ha llevado tan lejos como tú.

—¿Quién eres?

—Sabíamos que debías de estar tomando mucho cuando apareciste en Lafayette, pero cuando empezaste a trabajar con Van Loon fue increíble.

—¿Quién eres?

—Por supuesto, se produjo ese pequeño incidente en el Clifden…

—¿Quién eres? —repetí casi mecánicamente.

—Pero, dime, ¿qué pasó exactamente allí?

Colgué el teléfono y continué sujetándolo con fuerza, como si al presionarlo, él, aquel desconocido, fuera a desaparecer.

Cuando el teléfono sonó de nuevo, lo cogí de inmediato.

—Mira, Eddie, no te lo tomes mal, pero no podemos permitir que contactes con detectives privados, y no hablemos ya de prestamistas rusos. Queremos que sepas que has sido… un sujeto muy útil.

—Vamos —dije con desesperación—. Es imposible… No tengo que…

—Escucha, Eddie…

—No le he contado nada a Morgenthaler, no le he contado nada. —Se me empezaba a quebrar la voz—. ¿No me podéis facilitar un poco…?

—Eddie…

—Tengo dinero —dije, agarrando con fuerza el auricular para que dejara de temblarme la mano—. Tengo mucho dinero en el banco. Podría… Se cortó.

Seguí agarrando el auricular, como había hecho la vez anterior. Esperé diez minutos, pero no ocurrió nada. Al final levanté la mano y me puse en pie. Tenía las piernas rígidas. Apoyé mi peso en un pie y luego en el otro. Al menos parecía que estaba haciendo algo.

¿Por qué había colgado? ¿Porque había hablado de dinero? ¿Llamaría al cabo de un rato proponiendo una cifra? ¿Debía estar preparado? ¿Cuánto tenía en el banco? Esperé otros veinte minutos en vano. Después me convencí de que colgar había sido una especie de mensaje en clave. Le había ofrecido dinero, y ahora tendría que sudar hasta que me llamara exigiendo una cantidad, que debería tener preparada. Miré el teléfono.

No quería utilizarlo, así que saqué el móvil y llamé a Howard Lewis, el director del banco. Estaba atendiendo otra llamada. Le dejé un mensaje para que contactara conmigo en aquel número. Le dije que era urgente. Cinco minutos después, me devolvió la llamada. Entre lo que había ganado en bolsa y el préstamo de Van Loon para la decoración y los muebles del piso, había más de 400.000 dólares en la cuenta. Desde que Van Loon intervenía personalmente en mis finanzas, Lewis había adoptado de nuevo su actitud obsequiosa, así que cuando le dije que necesitaba medio millón de dólares en efectivo, y lo antes posible, pareció nervioso, pero a la vez ansioso por complacerme, de modo que prometió tener el dinero listo a primera hora de la mañana.

Le dije que allí estaría. Después apagué el móvil y me lo guardé en el bolsillo.

Medio millón de dólares. ¿Quién podía rechazar eso?

Anduve por la habitación, esquivando la montonera que ocupaba el centro de la estancia. De vez en cuando echaba un vistazo al teléfono, que descansaba en el suelo. Cuando empezó a sonar otra vez, eché a correr, me agaché y lo cogí en lo que pareció un único movimiento.

—¿Hola?

—¿Señor Spinola? Soy Richie, de recepción.

Mierda.

—¿Qué? Estoy ocupado.

—Tan sólo quería comprobar que todo va bien. Por lo de…

—Sí, sí, todo bien. Ningún problema.

Colgué.

Me latía el corazón con fuerza.

Me levanté otra vez y seguí caminando por la habitación. Pensé en ordenar aquel desaguisado, pero deseché la idea. Al cabo de un rato me senté en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, y me limité a esperar.

Me mantuve en esa posición ocho horas.

Normalmente, habría tomado una dosis de MDT por la tarde, pero como había sido imposible, me venció la fatiga a última hora, algo que identifiqué como la primera fase del síndrome de abstinencia. A consecuencia de ello, logré conciliar el sueño, aunque fuese poco placentero. No tenía cama, así que amontoné unas mantas y un cobertor en el suelo. Cuando me desperté hacia las cinco de la mañana, noté un fuerte dolor de cabeza y tenía la garganta seca y rasposa.

Hice un esfuerzo por ordenar el salón, pero me sentía demasiado atenazado por la ansiedad y el miedo, y no llegué muy lejos.

Antes de ir al banco, tomé dos comprimidos de Excedrina. Luego saqué el contestador automático de uno de los baúles de madera. No parecía haber sufrido grandes desperfectos. Cuando lo conecté al teléfono, parecía funcionar. Cogí también el maletín, me puse un abrigo y salí, evitando el contacto visual con Richie.

En el taxi que me llevaba al banco, con el maletín vacío en el regazo, me vi asediado por una oleada de angustia, la sensación de que la esperanza a la que me aferraba no sólo era estéril, sino clara y absolutamente infundada. Al circular entre el tráfico y las fachadas de la Calle 34, la idea de que podía cambiar las cosas de pronto me pareció… excesiva.

Pero en el banco, mientras observaba al empleado llenar el maletín con fajos de cincuenta y cien dólares, recuperé cierta confianza en mí mismo. Firmé todos los documentos relevantes, sonreí educadamente al servil Howard Lewis, le di los buenos días y me marché.

De regreso a casa, con el maletín rebosante descansando ahora en mi regazo, sentí cierta excitación, como si el nuevo plan fuese infalible. Cuando llamara el desconocido, tendría preparada una oferta y él una propuesta. Negociaríamos y las cosas volverían a su cauce.

Subí a casa, puse el maletín junto al teléfono y lo abrí para poder ver el dinero. No había mensajes en el contestador, y verifiqué si habían dejado alguno en el móvil. Había uno de Van Loon. Comprendía que necesitara un descanso, pero esa no era manera de hacerlo y tenía que llamarlo. Apagué el teléfono.

A mediodía, el dolor de cabeza había arreciado bastante. Seguí tomando Excedrina, pero ya no parecía surtir efecto. Me duché y permanecí bajo el chorro de agua caliente una eternidad, intentando atenuar la tensión del cuello y los hombros.

El dolor había empezado en la frente y detrás de los ojos, pero a media tarde abarcaba todo el cráneo y me golpeaba como un martillo neumático.

Deambulé por la habitación durante horas, intentando absorber el dolor, mirando el teléfono con la esperanza de que sonara. No entendía por qué aquel tipo no había vuelto a llamar. En el suelo había medio millón de dólares esperando que viniese alguien y se lo llevara.

Al anochecer, me di cuenta de que caminar no servía de nada. De vez en cuando sentía náuseas y me temblaba todo el cuerpo. Sería más fácil tumbarme en la cama improvisada, dando vueltas y agarrándome la cabeza en un vano intento por aliviar el dolor. Cuando oscureció, dormí a ratos en un estado febril. Me desperté con arcadas, intentando desesperadamente vaciar el estómago, en el que ya no quedaba nada. Tosí sangre en el suelo y me tumbé de nuevo boca arriba, mirando al techo.

Aquel martes por la noche fue interminable, pero en cierto modo no quería que acabara. A medida que se descorría el velo del MDT, el miedo se intensificaba. El tormento de la incertidumbre me corroía por dentro y no dejaba de pensar: «¿Qué he hecho?». Tuve sueños realistas, casi alucinaciones, en los que parecía estar a punto de comprender lo ocurrido aquella noche en el Hotel Clifton, pero incapaz de distinguir invención y realidad en aquel estado febril, nunca estuve lo bastante cerca de resolverlo. Vi a Donatella Álvarez caminando tranquilamente por la habitación, como antes, con un vestido negro y sangre deslizándose por su mejilla, pero era esta habitación, y no la del hotel, y pensé que si había recibido un golpe tan fuerte en la cabeza, no estaría tranquila ni paseando. También soñé que los dos estábamos juntos en un sofá, rodeándonos con los brazos, y yo la miraba a los ojos, excitado, engullido por las llamas de una emoción sin nombre, pero a la vez nos encontrábamos en mi viejo sofá, el del piso de la Calle 10, y me susurraba algo al oído, exhortándome a vender las acciones de inmediato. Luego estaba sentada frente a mí en el comedor de Van Loon, fumando un puro y charlando animadamente, «porque ustedes, los norteamericanos, no entienden nada de nada…», y yo, enojado, cogía la botella de vino más cercana…

A lo largo de la noche poblaron mi imaginación diversas versiones de este encuentro, todas ellas con sutiles diferencias —un cigarrillo o una vela en vez de un puro, o un bastón o una estatuilla en lugar de una botella de vino—, todas ellas como un fragmento de vidrio coloreado avanzando a cámara lenta tras una explosión, todas ellas prometiendo recrear un recuerdo sólido, algo objetivo que pudiera evocar, que fuese fiable.

En un momento dado, aparté el cobertor agarrándome la tripa y me arrastré hasta el lavabo envuelto en la oscuridad. Después de soportar más arcadas, esta vez en la taza del inodoro, conseguí ponerme en pie. Me incliné sobre el lavamanos, abrí con dificultad el grifo y me eché agua fría en la cara. Cuando me vi en el espejo, parecía un fantasma, y el único signo de vida se intuía en mis ojos.

Volví arrastrándome al salón, donde los oscuros contornos de las cajas rasgadas, la ropa amontonada y el maletín de dinero abierto parecían formaciones rocosas irregulares sobre un terreno extraño y azulado. Me apoyé en la pared más cercana al teléfono y me senté. Estuve allí un par de horas mientras la luz del día lo invadía todo a mi alrededor y la sala se reconstituía ante mí sin cambio alguno.

Conseguí dominar un poco el dolor de cabeza. Mientras no me moviera, mientras no me estremeciera, quedaría reducido a un ritmo apagado, a un martilleo mecánico.

XXVII

Cuando sonó el teléfono pasadas las nueve, fue como si una corriente de mil voltios me trepanara el cerebro.

Extendí el brazo, y con los ojos entrecerrados y mano temblorosa, cogí el auricular.

—¿Diga?

—¿Señor Spinola? Soy Richie, de recepción.

—Sí.

—Aquí hay un tal señor… Gennadi que desea verle. ¿Le hago subir?

Viernes por la mañana.

Esta mañana. Bueno, ayer por la mañana.

—Sí.

Colgué el teléfono. Se daría cuenta, vería en lo que se convertiría en breve.

Me levanté trabajosamente. Cada movimiento que hacía enviaba otra corriente eléctrica a mi cerebro. Cuando por fin estuve erguido, vi que me hallaba en un pequeño charco de orina. Tenía manchas de sangre y mucosidad en la camisa y me temblaba todo el cuerpo.

Observé el maletín lleno de dinero y el teléfono. ¿Cómo pude ser tan idiota, tan iluso? Miré por la ventana. Hacía un día soleado. Me dirigí hacia la puerta muy lentamente y la abrí.

Me di la vuelta, caminé en dirección al salón y me acerqué de nuevo a la entrada. A mis pies había una caja grande, y su contenido, sartenes, ollas y utensilios de cocina, estaba esparcido en el suelo como si fueran unos intestinos.

De repente me había convertido en un anciano, débil, encorvado, a merced de todo lo que me rodeaba. Oí las puertas del ascensor y unos pasos, y al momento apareció Gennadi en el umbral.

—¡Buf, joder!

Miró a su alrededor boquiabierto; me observó a mí, el desorden, la grandiosidad del lugar, las ventanas, incapaz de decidir si estaba disgustado o impresionado. Llevaba un traje de raya diplomática y camisa negra sin corbata. Se había afeitado la cabeza y lucía una barba de tres días. Me miró de pies a cabeza un par de veces.

—¿Qué demonios te pasa?

Murmuré algo.

Gennadi entró en el salón. Luego, esquivando la montonera, se acercó a una de las ventanas, incapaz de resistirse a su magnetismo, supongo, como me había ocurrido a mí cuando visité por primera vez el piso con Alison Botnick.

No me moví. Tenía náuseas.

—Menudo cambio comparado con aquel agujero de la Calle 10.

—Sí.

Oí sus pasos detrás de mí, junto a los ventanales.

—Mierda, desde aquí se ve todo. —Hizo una pausa—. Me habían dicho que habías encontrado un buen piso, pero esto es increíble.

¿Qué significaba aquello?

—Ahí está el Empire State. El World Trade Center. Brooklyn. Me gusta. Puede que yo también me compre uno. —Por su tono de voz, supe que se había dado la vuelta—. Es más, puede que me quede con este, que me traslade aquí. ¿Qué te parecería eso, imbécil?

—Sería estupendo, Gennadi —repuse—. De todos modos, estaba buscando un compañero de piso para costear los pagos.

—Fíjate, un cómico con los pantalones manchados de mierda. ¿Qué demonios está pasando aquí, Eddie?

Bordeó de nuevo las cajas y se detuvo cuando vio el dinero en el suelo.

—No te gustan nada los bancos, ¿verdad?

Dándome la espalda, se agachó y empezó a coger fajos.

—Aquí debe de haber trescientos o cuatrocientos mil dólares. —Silbó—. No sé en qué andas metido, Eddie, pero si prevés embolsarte más pasta, deberías plantearte invertir parte de ella. Mi empresa de importación se pondrá en marcha en poco tiempo, así que si quieres comprar una parte, ya sabes, podemos acordar un precio.

¿Acordar un precio?

Gennadi lo ignoraba, pero cuando en unos días se agotara su suministro de MDT, estaría muerto.

—Bien —dijo, poniéndose de pie—. ¿Cuándo voy a conocer a ese camello tuyo?

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