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Authors: Alan Glynn

Tags: #Drama, Intriga, Policíaco

Sin Límites (18 page)

—¿Eddie?

Me di la vuelta y allí estaba Kevin, mirándome.

Le tendí la mano.

—Kevin.

—Eddie.

—¿Qué tal?

—Bien.

Mientras nos dábamos la mano intenté desterrar aquella imagen de Melissa de mi cabeza. Le pregunté si le apetecía algo —un Absolut con hielo—, y aceptó. Tras unos minutos de conversación banal, Kevin empezó a prepararme para el encuentro con Van Loon.

—Es… voluble. Un día es tu mejor amigo y al día siguiente ni te mira a la cara, así que no te desanimes si su comportamiento es un poco raro.

Asentí.

—Ah, y estoy seguro de que no hace falta que te lo diga, pero no hagas pausas ni dudes al responder. Lo odia.

Asentí de nuevo.

—Ahora mismo está envuelto en ese asunto de MCL-Parnassus con Hank Atwood y… No sé.

MCL-Parnassus, uno de los mayores grupos de comunicación del mundo, con estudios cinematográficos y sellos editoriales, era el tipo de empresa que a los periodistas especializados en negocios les gustaba describir como «un megalito» o «un gigante».

—¿Qué pasa con Atwood? —pregunté.

—No lo sé a ciencia cierta. Lo llevan en secreto. Y no le preguntes, pase lo que pase.

Vi que Kevin se estaba arrepintiendo de haber organizado la cita. No dejaba de consultar su reloj, como si hubiese un plazo límite y se estuviese agotando el tiempo. Bebió el último trago de vodka cuando faltaban unos diez minutos para las ocho, pidió otro y dijo:

—Entonces, Eddie, ¿qué le vas a contar exactamente?

—No lo sé —respondí, encogiéndome de hombros—. Supongo que le hablaré de mis aventuras en el comercio intradía, y le resumiré las posiciones importantes que conservo.

Kevin parecía esperar algo más, pero ¿qué? Puesto que no podía ofrecerle ninguna explicación satisfactoria sobre mi índice de éxito, salvo citar una habilidad inexplicable que parecía haber desarrollado, acabé diciendo:

—He tenido suerte, Kevin. No me malinterpretes, me lo he trabajado, he investigado mucho, pero… Sí, las cosas me han venido de cara.

Sin embargo, a Kevin aquellas sandeces no le bastaban, aunque no tuviera valor para decirlo en voz alta. Fue entonces cuando me di cuenta de que en cada una de sus palabras subyacía cierta ansiedad, el temor de que, a menos que le diera algunas claves sobre mi estrategia y, en consecuencia, algo de ventaja sobre Van Loon, acabaría entregándome a él y entonces desaparecería de escena.

Pero yo no podía hacer mucho al respecto.

Me encontraba bastante bien. Había comido un plato de pasta
in bianco
después de mi inquietante episodio de mareos de la noche anterior. Luego había tomado vitaminas y suplementos dietéticos y me había acostado. Dormí unas seis horas, que era más de lo que había descansado en un mes. Todavía tomaba dos dosis de MDT al día, pero ahora me notaba más fresco y controlado, con más confianza que nunca.

Van Loon entró en el Orpheus Room como si lo estuviesen filmando en un elaborado
traveling
y aquélla fuese la última fase de una secuencia que lo había llevado desde su limusina aparcada en la calle. Van Loon, alto, esbelto y algo encorvado, todavía era una figura imponente. Rondaba los sesenta años, estaba bronceado y los pocos mechones de cabello que le quedaban eran de un distinguido blanco plateado. Me estrechó la mano con fuerza y nos invitó a sentarnos a su mesa habitual, que se ubicaba en un rincón.

No le vi pedir nada o tan siquiera cruzar miradas con el camarero, pero unos segundos después de que nos sentáramos —yo con mi agua con gas y Kevin con su Absolut—, a Van Loon le sirvieron lo que parecía el Martini perfecto. El camarero llegó, dejó el vaso sobre la mesa y se retiró, todo ello con una ligereza —silencio y casi invisibilidad— que la dirección reservaba sin duda alguna para cierto tipo de clientes.

—Entonces, Eddie Spinola —dijo Van Loon mirándome directamente a los ojos—, ¿cuál es tu secreto?

Noté la rigidez de Kevin, que estaba sentado a mi lado.

—Medicación —dije al instante—. Llevo una medicación especial.

Van Loon se echó a reír. Entonces cogió su Martini, lo alzó hacia mí y dijo:

—Bueno, espero que sea un tratamiento continuado.

En esta ocasión fui yo quien se rió y levanté mi agua con gas.

Pero eso fue todo. No insistió más en el tema. Para enojo de Kevin, Van Loon se puso a hablar de su nuevo Gulfstream V y de los problemas que le ocasionaba. Nos contó que había pasado dieciséis meses en lista de espera para conseguir el cacharro. Dirigía todos sus comentarios a mí, y tenía la impresión —porque era demasiado obvio para ser accidental— que estaba excluyendo deliberadamente a Kevin. Por ello, di por sentado que no volvería a mencionar mi posible «secreto», y hablamos —o más bien lo hizo Van Loon— de otras cosas. De puros, por ejemplo. No hacía mucho, había intentado comprar el humidificador de JFK sin éxito. O de coches. El más reciente era un Maserati que le había costado casi «doscientos de los grandes».

Van Loon era insolente y vulgar, y se ajustaba exactamente a la imagen que me había formado de él una década antes por su perfil público, pero lo extraño del caso es que me caía bien. Su manera de pensar única y exclusivamente en el dinero y en diversas maneras de gastarlo, todas ellas imaginativas y exuberantes, tenía cierto atractivo. Kevin sólo parecía poner énfasis en cómo ganar dinero, y cuando un amigo de Van Loon que ocupaba otra mesa se unió a nosotros al cabo de un rato, Kevin, fiel a su estilo, consiguió desviar la conversación hacia el tema de los mercados. El amigo de Van Loon era Frank Pierce, otro veterano de los años ochenta que había trabajado para Goldman Sachs y dirigía ahora un fondo de inversión privado. Sin demasiada sutileza, Kevin mencionó el uso de las matemáticas y programas informáticos avanzados para revolucionar los mercados. Yo no abrí la boca.

Frank Pierce, que era bastante corpulento y tenía unos ojos redondos y brillantes, espetó:

—Tonterías. Si eso fuera posible, ¿crees que no lo habría hecho alguien a estas alturas? —Miró a su alrededor y añadió—: Todos realizamos análisis cuantitativos, todos aplicamos las matemáticas, pero ellos llevan años sermoneando con esas historias, esos rollos de cajas negras, y son estupideces. Es como intentar convertir metal base en oro. Es imposible. No puedes revolucionar los mercados, pero siempre habrá algún idiota con demasiados títulos universitarios y coleta que crea que sí puede.

—Con el debido respeto —intervino Kevin, dirigiéndose a Frank Pierce, pero a la vez tratando de apartarme de la conversación—. Hay ejemplos de personas que han revolucionado los mercados, o parecen haberlo hecho.

—¿Revolucionado los mercados? ¿Cómo?

Kevin volvió la mirada hacia mí, pero no pensaba morder el anzuelo. Estaba solo en aquello.

—Bueno —dijo—, no siempre hemos tenido la tecnología de la que disponemos ahora, no siempre hemos tenido la capacidad de procesar cantidades tan enormes de información. Si analizamos suficientes datos, aparecen patrones, y algunos de esos patrones podrían tener un valor predictivo.

—Tonterías —exclamó Frank Pierce otra vez. Kevin se sentía un tanto abatido, pero siguió al pie del cañón:

—Si utilizas complejos sistemas y análisis de series temporales puedes… puedes identificar ventanas de probabilidad. Luego las unes en un mecanismo de reconocimiento de patrones… —en ese momento hizo una pausa, menos seguro de sí mismo, pero también demasiado enfangado como para callar—, y a partir de ahí creas un modelo para predecir tendencias del mercado.

Kevin me lanzó una mirada de súplica, como diciendo: «Eddie, por favor, ¿estoy en el buen camino? ¿Así es como lo haces?».

—Vete a la mierda —sentenció Pierce—. ¿Cómo te crees que ganamos dinero? —Se inclinó hacia adelante y con su dedo regordete señaló rápidamente a Van Loon y a él—. ¿Eh? —Entonces apuntó a su sien derecha, la golpeó lentamente y dijo—: Entendiendo. Así es como lo hacemos. Los negocios funcionan a fuerza de entender. Entender cuándo una empresa está sobrevalorada o infravalorada. Entender que nunca arriesgarás cuando no puedes permitirte perder.

Van Loon se volvió hacia mí, como si fuera el presentador de un programa de entrevistas, y dijo:

—¿Eddie?

—Desde luego —respondí en voz baja—, eso es indiscutible…

—¿Pero? —terció Pierce sarcásticamente—. Con esta gente siempre hay un pero.

—Sí —proseguí, consciente de que Kevin se sentía aliviado por que me hubiese dignado hablar—. Hay un pero. Es una cuestión de rapidez —no tenía ni idea de qué diría a continuación—, porque… ya no hay tiempo para aplicar el criterio humano. Ves una oportunidad, pestañeas y ha desaparecido. Nos adentramos en la era de la toma de decisiones on line y descentralizadas, donde las decisiones las toman millones de inversores, y posiblemente cientos de millones en todo el mundo, gente con capacidad para mover grandes sumas de dinero en menos de lo que uno tarda en estornudar, pero sin consultarse unos a otros. Así que entender no es un factor y, si lo es, no se trata de entender cómo funcionan las empresas, sino de cómo funciona la psicología de masas. Pierce agitó una mano en el aire.

—¿Qué? ¿Crees que puedes explicarme por qué se producen los auges o las debacles de los mercados? ¿Por qué ocurren hoy, por ejemplo, y no mañana ni ayer?

—No, no puedo. Pero estas son preguntas legítimas. ¿Por qué iban a concentrarse los datos en patrones predecibles? ¿Por qué deberían los mercados financieros tener una estructura? —Hice una pausa, a la espera de que alguien dijese algo, pero, puesto que no fue así, continué—: Porque los mercados son producto de la actividad humana, y los seres humanos siguen tendencias. Así de sencillo.

Llegados a este punto, Kevin había palidecido.

—Y, lógicamente, las tendencias suelen ser las mismas. En primer lugar, la aversión al riesgo y, en segundo lugar, seguir al rebaño.

—Bah —dijo Pierce.

Pero lo dejó ahí. Murmuró algo a Van Loon que no alcancé a oír y miró su reloj. Kevin permaneció inmóvil, contemplando la alfombra, casi desesperado. «¿Eso es todo? —parecía pensar —. ¿La puta naturaleza humana? ¿Y cómo se supone que voy a sacar provecho de ella?».

Yo me sentía sumamente avergonzado. No tenía intención de decir nada, pero no pude rechazar la invitación de Van Loon a participar. ¿Y qué ocurre entonces? Que hablo y acabo convirtiéndome en un idiota condescendiente. ¿Que entender no era un factor? ¿Cómo se me pasó por la cabeza sermonear a dos multimillonarios sobre cómo ganar dinero?

Un par de minutos después, Frank Pierce se excusó y se fue sin despedirse de Kevin y de mí. Van Loon parecía bastante satisfecho, y dejó que la conversación divagara sin rumbo. Hablamos de México y de los efectos que tendría la postura aparentemente irracional del gobierno en los mercados. En un momento dado, todavía con una agitación considerable, me descubrí enumerando una lista comparativa de PIB per cápita de 1960 y 1995, unos datos que debí de leer en algún lado, pero Van Loon me interrumpió, insinuando que estaba siendo estridente. También contradijo algunas cosas que dije, y tenía razón. Lo sorprendí mirándome extrañado una o dos veces, como si estuviese a punto de llamar a seguridad para que me echaran del edificio.

Pero, al rato, cuando Kevin fue al baño, Van Loon me dijo:

—Creo que ha llegado el momento de que nos libremos de este payaso. —Señaló en dirección a los servicios y se encogió de hombros—. Kevin es un gran tipo, no me malinterpretes. Es un excelente negociador, pero a veces… Dios.

Van Loon me miró, buscando complicidad. Le dediqué una sonrisa tímida, pues no sabía muy bien cómo reaccionar. Y allí estaba de nuevo aquella sensación, aquella respuesta ansiosa y necesitada que había desencadenado en todos los demás: Paul Baxter, Artie Meltzer y Kevin Doyle.

—Bien, Eddie, acábate eso. Vivo a cinco manzanas de aquí. Cenaremos en mi casa.

Cuando salíamos los tres del Orpheus Room me percaté de que nadie había pagado la cuenta, ni firmado nada, ni siquiera hecho un gesto a nadie. Pero entonces recordé que Van Loon era el propietario del local. De hecho, era el propietario de todo el edificio, un anónimo tubo de acero y cristal situado en la Calle 54, entre Park y Lexington. Recuerdo haberlo leído cuando lo inauguraron unos años antes.

Ya en la calle, Van Loon rechazó sumariamente a Kevin diciéndole que se verían a la mañana siguiente. Kevin titubeó, pero respondió:

—Claro, Carl. Nos vemos por la mañana.

Establecimos contacto visual por unos instantes, pero ambos nos alejamos avergonzados. Luego Kevin desapareció, y Van Loon y yo recorrimos la Calle 54 en dirección a Park Avenue. Después de todo, no le esperaba una limusina, y luego recordé haber leído algo más en una revista, un artículo que contaba que a Van Loon le gustaba mucho caminar, sobre todo por su «barrio», como si eso significara que era un hombre corriente.

Llegamos a su edificio de Park Avenue. El breve trayecto desde el vestíbulo hasta su piso era justamente eso, un trayecto, con todos los elementos en su sitio: el portero uniformado, el mármol de color turquesa, los paneles de caoba y los radiadores cromados. Me sorprendió lo pequeño que era el ascensor, pero el interior era muy lujoso e íntimo, e imaginé que esa combinación podía infundir a la experiencia, y a la consiguiente sensación de movimiento, cierta carga erótica si te encontrabas con la persona adecuada. A mí me parecía que la gente rica no veía las cosas de esa manera y luego decidía comprarlas; esas cosas, como los accidentes fortuitos del lujo, sólo ocurrían si tenías dinero.

La vivienda estaba en la cuarta planta, pero lo primero que te llamaba la atención al pisar el vestíbulo principal era una escalera de mármol que se alzaba majestuosa hasta el que debía de ser el piso superior. Los techos eran muy altos y estaban decorados con elaborados motivos en escayola. Había frisos en los márgenes y, justo debajo, grandes cuadros con marcos dorados.

Si el ascensor era el confesionario, el piso era la catedral entera.

Van Loon me condujo por el pasillo hasta lo que describió como «la biblioteca», una oscura habitación forrada de libros y alfombras persas, una enorme chimenea de mármol y varios sofás de piel roja. También había montones de muebles franceses con pinta de caros, mesas de nogal en las que jamás dejarías nada y delicadas sillitas en las que nunca te sentarías.

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