Aquella tarde escribí una extensa y cuidadosa nota a Carl Van Loon. En ella me disculpaba por mi reciente conducta e intentaba justificarla haciendo referencia a una medicación que había estado tomando, pero que ya había dejado. Concluía pidiéndole que me permitiera hablar con él, y adjuntaba una carpeta con las proyecciones que había esbozado. Al principio pensé en enviar el paquete por mensajería al día siguiente, pero decidí entregarla en persona. Si me lo encontraba en el vestíbulo o en el ascensor, fantástico; si no, esperaría su reacción a la nota.
Pasé el resto de la tarde y buena parte de la noche estudiando un libro de texto, ochocientas páginas sobre economía empresarial que había comprado semanas antes.
A la mañana siguiente hice mis abdominales, bebí un poco de zumo y me di una ducha. Elegí el traje azul, una camisa blanca y una corbata de color rojo. Me vestí delante del espejo del dormitorio y fui en taxi al Edificio Van Loon. Me sentía como nuevo y lleno de confianza cuando entré en el vestíbulo y me dirigí a los ascensores. Había gente por todas partes y me dio la impresión de que estaba abriéndome paso entre una densa neblina de conmoción. Mientras esperaba a que se abrieran las puertas del ascensor, miré hacia el enorme ventanal en el que me había apoyado la semana anterior con Ginny, y me resultaba difícil identificarme con aquella escena de pánico. Tampoco noté atisbo alguno de ansiedad cuando subía en el ascensor hasta la planta 62. Contemplé mi reflejo en los paneles de acero y admiré el corte de mi traje nuevo.
El vestíbulo de Van Loon & Associates estaba tranquilo. Había unos jóvenes charlando y soltando alguna que otra carcajada. La recepcionista parecía absorta en su pantalla de ordenador. Cuando llegué a su mesa, me aclaré la garganta para llamar su atención.
—Buenos días, señor. ¿En qué puedo ayudarle?
Pareció reconocerme, pero detecté cierta confusión en ella.
—Quiero ver al señor Van Loon, por favor.
—Me temo que el señor Van Loon está fuera del país. Volverá mañana. Si lo desea…
—Está bien —dije—. Me gustaría dejarle este paquete. Es muy importante que lo reciba en cuanto regrese.
—Por supuesto, señor —respondió, sonriente.
Asentí y también le dediqué una sonrisa. A punto estuve de dar un taconazo, pero me di la vuelta y me dirigí hacia los ascensores.
Cuando llegué a casa me pasé el día realizando transacciones, que sumaron 10.000 dólares más a mis ganancias.
Hasta el momento, la combinación de MDT y Dexeron me había funcionado muy bien, y mantenía los dedos cruzados. La había tomado casi una semana y no había sufrido el más leve desvanecimiento. Pero para la visita de Gennadi decidí desordenar un poco el piso. Quería restar importancia a la intensidad del MDT y convencerlo de que tomar más de una píldora cada dos días era peligroso. De esa manera lo contendría un poco y me daría cierto margen. Sin embargo, no tenía ni idea de qué hacer con él.
Cuando llegó el viernes por la mañana, vi que había empeorado un poco. Sin decir nada, extendió la mano, pidiéndome el material con gestos.
Saqué del bolsillo un pequeño envase de plástico que contenía diez pastillas de MDT y se lo di. Lo abrió de inmediato, y antes de que pudiera pronunciar mi discurso sobre la dosis, ya se había tomado una píldora.
Gennadi cerró los ojos y estuvo quieto unos instantes. Entonces los abrió y miró en derredor. Intenté dar un aire descuidado a la casa, pero no fue fácil, y no había comparación entre el aspecto que tenía ahora y el de la semana anterior.
—¿Tú también has consumido? —dijo, señalando con la cabeza aquel orden generalizado.
—Sí.
—¿Has conseguido más de diez? Me dijiste que sólo diez. Mierda.
—He pillado doce —respondí—. He conseguido doce.
Dos más para mí. Pero me han costado mil dólares. No puedo permitirme más.
—De acuerdo. La semana que viene me traes doce.
Iba a negarme. Iba a mandarlo a la mierda. Iba a abalanzarme sobre él y comprobar si los efectos físicos de una triple dosis de MDT eran suficientes para doblegarlo y estrangularlo. Pero no hice nada, porque podía salir mal y ser yo quien acabara estrangulado o, en el mejor de los casos, llamar la atención de la policía, ser fichado y figurar en el sistema. Necesitaba una salida mucho más segura y eficiente a aquella situación. Y tenía que ser permanente.
Gennadi extendió de nuevo la mano y dijo:
—¿Y los diecisiete mil quinientos? Tenía el dinero preparado y se lo entregué sin mediar palabra.
Se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.
Cuando estaba a punto de salir por la puerta, agregó:
—La semana que viene, doce. No lo olvides.
Carl Van Loon me llamó a las siete de la tarde. No esperaba una respuesta tan rápida, pero me alegré, porque ahora podría actuar. Me estaba impacientando, espoleado por la creciente necesidad de participar en algo que consumiera todo mi tiempo y energía.
—Eddie.
—Carl.
—¿Cuántas veces tendremos que hacer esto, Eddie?
Interpreté que un comentario relativamente comedido como aquél era buena señal, y me embarqué en una diatriba de defensa para acabar rogándole que me permitiera participar de nuevo en el acuerdo entre MCL y Abraxas. Le dije que era un hervidero de ideas nuevas y que si daba un vistazo a las proyecciones que había revisado, se daría cuenta de la seriedad con la que me tomaba el asunto.
—Ya las he estudiado, Eddie. Son fantásticas. Hank está aquí y se las he enseñado. Quiere verte. —Hizo una pausa—. Quiere llevarlo adelante.
Hizo una nueva pausa, más larga en esta ocasión.
—¿Carl?
—Pero, Eddie, te seré franco. Me cabreaste. No sabía con quién o qué estaba hablando. Tengas lo que tengas, bipolaridad o lo que sea, no lo sé, ese grado de inestabilidad no es viable cuando juegas a estos niveles. Cuando se anuncie la fusión, habrá muchas presiones, cobertura mediática por todas partes, cosas que ni te puedes imaginar si no has pasado por algo similar.
—Déjeme hablar con usted cara a cara, Carl. Si no está satisfecho después de eso, me retiraré. No volverá a saber de mí. Firmaré contratos de confidencialidad o lo que haga falta. Serán cinco minutos.
Van Loon permaneció medio minuto callado. En aquel silencio podía oír su respiración. A la postre dijo:
—Estoy en casa. Más tarde tengo un compromiso, así que, si vas a venir, hazlo ahora.
Tenía a Van Loon de mi parte a los diez minutos. Nos sentamos en la biblioteca, tomando whisky escocés, y le conté una elaborada historia sobre la enfermedad completamente imaginaria que padecía. Era fácil de tratar con una medicación suave, pero había sufrido una reacción adversa a un componente que derivó en mi conducta errática. Me habían ajustado la medicación, había finalizado el tratamiento y me encontraba bien. Era un argumento bastante endeble, pero dudo que Van Loon estuviese escuchándome. Más bien parecía hipnotizado por mi timbre de voz, por mi presencia física, e incluso tuve la sensación de que lo que más deseaba era tocarme y, en cierto modo, sentirse electrizado. Era una versión aumentada de cómo reaccionaba la gente ante mi presencia: Paul Baxter, Artie Meltzer, Kevin Doyle y el propio Van Loon. No estaba mal, pero debía proceder con cautela. No quería interferir ni desequilibrar las cosas. Resolví que la mejor manera de actuar era mantenerme ocupado, y también mantener ocupada a la gente sobre la que podía influir. Con esto en mente, desvié rápidamente la conversación hacia el acuerdo entre MCL y Abraxas.
Era muy delicado, dijo Van Loon, y el tiempo era oro. Pese a las complicaciones, Hank Atwood estaba ansioso por seguir adelante. Después de concebir una estructura de precios, el siguiente paso era proponer la directiva y la configuración de la nueva empresa. Luego llegarían las reuniones y negociaciones, las sesiones de testosterona, la gente de MCL-Parnassus con la gente de Abraxas, y «nosotros en medio».
¿Nosotros?
Bebí un trago de whisky.
—¿Nosotros?
—Yo y, si esto sale bien, tú. Jim Heche, uno de mis vicepresidentes está al corriente de todo, al igual que mi mujer, y nadie más. Lo mismo con los directores. Hank acaba de contratar a un par de asesores, está siendo muy cuidadoso. Por eso queremos finiquitar este asunto en un par de semanas, un mes a lo sumo.
Van Loon se acabó su copa y me miró.
—No es fácil llevar algo así en secreto, Eddie.
Charlamos una hora más, y entonces Van Loon anunció que debía marcharse. Nos citamos a la mañana siguiente en su oficina. Comeríamos con Hank Atwood y lo pondríamos todo en marcha.
Van Loon me estrechó la mano en el umbral de la puerta y dijo:
—Eddie, espero sinceramente que esto funcione. De verdad.
Asentí.
De camino hacia la puerta principal, miré en torno, con la esperanza de ver a Ginny…
—No me decepciones, Eddie. ¿De acuerdo?
… si es que estaba en casa.
—No lo haré, Carl. Estoy en esto, créame.
Pero no había rastro de ella.
—Claro. Lo sé. Nos vemos mañana.
La comida con Hank Atwood discurrió sin sobresaltos. Le impresionó mi dominio de la documentación relacionada con el acuerdo, pero también mis amplios conocimientos del mundo de los negocios en general. No tenía problemas para responder a sus preguntas, e incluso logré formular algunas al propio Atwood. El alivio de Van Loon por cómo se estaban desarrollando los acontecimientos era palpable, y le complacía que mi actuación dejase en buen lugar a Van Loon & Associates. Habíamos ido de nuevo al Four Seasons, y mientras contemplaba la sala, jugando con el pie de mi copa de vino vacía, intenté recordar los detalles de lo ocurrido la última vez que estuve allí. Pero pronto tuve la extraña sensación de que aquella especie de sueño distorsionado era poco fiable. Llegué a pensar que nunca había estado allí, sino que me había forjado aquel recuerdo a partir de algo que me habían contado o había leído. Con todo, la lejanía de ese momento era de agradecer, porque ahora estaba allí, y eso era lo importante.
Lo estaba pasando bien, aunque sólo picoteé la comida y no bebí nada. Hank Atwood se relajó bastante, e incluso intuí esa necesidad de llamar mi atención que se había convertido en una característica de relaciones anteriores. Eso estaba bien. Estaba allí sentado, en el Four Seasons, y me deleité en su atmósfera embriagadora. En algunos momentos, cuando me recordaba a mí mismo quiénes eran aquellos hombres, pensaba que la experiencia bien podía ser el prototipo de un juego de realidad virtual extremadamente sofisticado.
En cualquier caso, aquella comida había de significar el comienzo de un ajetreado, extraño y emocionante período de mi vida. Durante las dos o tres semanas siguientes me vi atrapado en un torbellino de reuniones, comidas, cenas, confabulaciones de madrugada con hombres poderosos, bronceados y enfundados en trajes caros, todos nosotros en búsqueda de lo que Hank Atwood definía como un «encaje de visiones», ese momento en que las dos partes coincidían en un borrador básico del acuerdo. Me reuní con toda clase de gente: abogados, financieros, estrategas corporativos, un par de congresistas y un senador, y mantuve el tipo con todos ellos. De hecho, me convertí en un elemento fundamental del proceso en varios aspectos, lo cual alarmó un poco a Carl Van Loon. A medida que nos aproximábamos al momento crítico del encaje de visiones, los pocos involucrados en el acuerdo nos hicimos bastante amigos, formamos una especie de camarilla, pero era yo quien ejercía de elemento unificador. Era yo quien podía tapar la grietas entre dos culturas de negocios marcadamente distintas. Además, me convertí en alguien indispensable para Van Loon. Al no poder rodearse de su equipo habitual, confiaba cada vez más en mí para controlarlo todo y digerir y procesar cantidades ingentes de información, desde regulaciones de la Comisión Federal de Comercio hasta las complejidades de la banda ancha, horarios de reuniones y nombres de esposas.
En paralelo a esto, me dedicaba también a otros menesteres. Iba casi cada día al gimnasio de Van Loon & Associates para quemar el excedente de energía, y utilizaba distintas máquinas para realizar una rutina completa. Pude continuar con mi cartera de Klondike e incluso llegué a trabajar en la sala de la que Van Loon me había hablado. Conseguí un móvil, cosa que quería hacer desde hacía siglos. Me compré más ropa, y llevaba un traje distinto cada día, o al menos rotaba seis o siete. Puesto que el acto de dormir ya no era algo cotidiano, leía los periódicos e investigaba, sentado frente al ordenador a altas horas de la noche.
Otra parte de mi vida, un aspecto que por desgracia no podía ignorar, era Gennadi. Al estar tan ocupado en aquel momento cada vez más borroso de vigilia, empecé a procurarle una docena de pastillas cada viernes por la noche, diciéndome a mí mismo que resolvería el problema la siguiente vez, que adoptaría medidas para atajar aquella situación. Pero no sabía cómo hacerlo.
Cada vez que acudía me asombraba lo mucho que había cambiado. La palidez del adicto había desaparecido, y de su piel emanaba ahora un brillo saludable. Se había cortado el pelo y también llevaba trajes, aunque no eran ni de lejos tan bonitos como los míos. Ahora acudía en un Mercedes negro, y unos tipos lo esperaban en la calle. Tuvo que hacérmelo saber, por supuesto, y me pidió que mirara por la ventana a su séquito. Otra cosa que me molestaba de Gennadi era que se llevara una píldora a la boca en cuanto se las entregaba, como si yo fuese un traficante de coca y estuviese catando el producto in situ. Luego vertía el resto en un pequeño pastillero de plata, que guardaba en el bolsillo delantero de la americana. Se daba una palmadita en el pecho y decía: «Hay que estar siempre preparado». Gennadi era un imbécil y no soportaba su presencia. Pero no había forma de contenerlo, porque obviamente había ascendido de rango en la Organizatsiya. ¿Qué podía hacer?
Decidí compartimentarlo, aguantar cuando no quedaba más remedio y seguir adelante.
Esa parecía ser una constante en aquellos días.
Sin embargo, pasaba gran parte del tiempo en despachos y salones del Edificio Van Loon con Carl, Hank Atwood y Jim Heche, o con Carl, Jim y Dan Bloom, el presidente de Abraxas, y su gente.
Pero una noche me encontré solo con Carl en una de las salas de reuniones. Tomamos una copa y, como estábamos a punto de alcanzar un acuerdo, aludió al tema del dinero, algo que no había mencionado desde aquella primera noche en su piso de Park Avenue. Comentó la comisión que obtendríamos como mediadores del acuerdo, así que decidí preguntarle directamente cuál sería mi porcentaje. Sin pestañear, y consultando distraídamente una carpeta que había sobre la mesa, respondió: