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Authors: Alan Glynn

Tags: #Drama, Intriga, Policíaco

Sin Límites (30 page)

Estaba claro, pensé. Era un maldito ataque de pánico. Respiré hondo, al tiempo que golpeaba los cojines del sofá con la palma de la mano. Eran las cuatro de la mañana. No podía llamar a nadie. No podía ir a ninguna parte. No podía dormir. Me sentía como una rata arrinconada.

Sin embargo, aguanté en el sofá. Era como sufrir un gravísimo infarto que duraba una hora pero que no te mataba ni dejaba secuelas físicas que el médico pudiera detectar en caso de someterte a una batería de pruebas.

Al día siguiente decidí que debía hacer algo. Había llegado demasiado lejos y demasiado rápido, y sabía que, si iba más allá, corría el peligro de perderlo todo, aunque, a la sazón, ese «todo» estaba abierto a interpretaciones. En cualquier caso, había de tomar medidas, pero el problema era cuáles. La preocupación más acuciante era la situación de Donatella Álvarez, pero eso escapaba a mi control. Luego estaba, por supuesto, Carl Van Loon. Pero, francamente, mi asociación con él empezaba a parecerme un tanto lejana. Me costaba aceptar que hubiese «trabajado» con él, sobre todo en algo tan inverosímil como las finanzas de un acuerdo de adquisición empresarial. En mi recuerdo, las diversas reuniones que habíamos mantenido —en el Orpheus Room, en su piso, en su oficina, y en el Four Seasons— parecían más un episodio onírico que acontecimientos reales, y atesoraban asimismo la retorcida lógica de los sueños.

Pero, al mismo tiempo, no podía hacer caso omiso de la situación. Ya no. No podía desoír la realidad que se abría ante mí cada vez que veía mi caligrafía en el bloc amarillo de Van Loon. Por lejano que me pareciese ahora, me había relacionado con él y había ayudado a perfilar el acuerdo entre MCL y Abraxas. Por lo tanto, si quería salvar algo de aquella experiencia, tendría que enfrentarme a Van Loon, y cuanto antes.

Me duché y me afeité. Todavía me encontraba bastante mal cuando fui al dormitorio a sacar el traje del armario, pero no era nada comparado con lo que sentí cuando intenté ponérmelo. Llevaba una semana sin ponérmelo y, de repente, los pantalones no me entraban. Era mi único traje presentable, así que no tenía alternativa.

Cogí un taxi y me dirigí a la Calle 48.

Cuando atravesé el vestíbulo principal del Edificio Van Loon y subí en el ascensor hasta la planta 62, me embargó el miedo. Al pisar la zona de recepción de Van Loon & Associates identifiqué aquella sensación como el inicio de otro ataque de pánico. Deambulé un rato, fingiendo consultar algo en la parte posterior de un gran sobre marrón que llevaba, un nombre o una dirección. El sobre contenía el bloc amarillo de Van Loon, pero no había nada escrito en él. Miré a la recepcionista, que también me estaba mirando a mí, y cogió uno de los teléfonos. Ahora el corazón me latía a toda velocidad y el dolor en el pecho era casi insoportable. Me di la vuelta y me dirigí a los ascensores.

¿Qué me proponía? ¿Enfrentarme a Van Loon? Pero ¿cómo? ¿Devolviéndole las proyecciones exactamente como las habíamos dejado? ¿Demostrándole que estaba siguiendo un régimen muy estricto a base de hamburguesas con queso y pizza?

Había sido una imprudencia por mi parte el presentarme de aquella manera. Obviamente, no estaba en mis cabales.

Al final se abrieron las puertas, pero el alivio que me procuraba el poder escapar de la recepción duró poco, porque ahora tenía que enfrentarme al ascensor, cuyo interior, con sus paneles de acero reflectantes, su calefacción y su incesante rumor parecían diseñados para inducir y alimentar episodios de pánico. Era un entorno físico que parecía imitar los síntomas de la ansiedad, la sensación de hundimiento, las incontrolables sacudidas en el estómago y la omnipresente amenaza de las náuseas.

Cerré los ojos, pero no pude evitar visualizar el oscuro hueco del ascensor encima y debajo de mí. No podía evitar imaginarme los gruesos cables de acero quebrándose mientras la caja y los contrapesos aceleraban rápidamente en direcciones opuestas y la consiguiente caída libre hasta el primer piso.

Sin embargo, el ascensor se detuvo con suavidad a los pies de aquel tubo de cemento y la puerta se abrió lentamente. Para mi sorpresa, allí estaba Ginny Van Loon.

—¡Señor Spinola! —Al no hallar una respuesta inmediata, Ginny dio un paso al frente e hizo ademán de cogerme del brazo—. ¿Se encuentra bien? —Salí del ascensor y entré con ella en el vestíbulo, que estaba atestado y me resultaba casi tan aterrador como el ascensor, aunque por otros motivos. Estaba bañado en sudor frío y reaparecieron los temblores—. Dios mío, señor Spinola, tiene usted un aspecto… —dijo ella.

—¿… de mierda?

—Bueno —repuso al momento—, sí.

Cruzamos el vestíbulo y nos detuvimos junto a un gran ventanal cobrizo que daba a la Calle 48.

—¿Qué… qué le ocurre? ¿Qué ha pasado?

Me concentré en Ginny y vi que su preocupación era real. Todavía se aferraba a mi brazo y, por alguna razón, aquello me hacía sentir un poco mejor. Cuando me di cuenta de eso, se produjo un efecto atenuador y conseguí calmarme bastante.

—Estaba… en la planta 62 —dije—, pero no…

—No ha aguantado la presión, ¿verdad? Sabía que no era usted uno de esos hombres de negocios de papá. Da igual. No son más que una partida de autómatas.

—Creo que he sufrido un ataque de pánico.

—Bien hecho. Quien no sufra un ataque de pánico ahí arriba tiene un problema muy grave.

Ginny iba enfundada en unos vaqueros negros y un jersey a juego, y llevaba una pequeña cartera de piel.

—¿Cómo se encuentra ahora?

Respiré hondo unas cuantas veces y me llevé la mano al pecho.

—Un poco mejor, gracias.

De repente, me di cuenta de la cintura que había desarrollado, e intenté incorporarme para respirar. Ginny me estudió unos instantes.

—Señor Spi…

—Eddie, llámame Eddie. Tengo sólo treinta…

—Eddie, ¿estás enfermo?

—¿Eh?

—¿Te encuentras mal? Porque tienes mal aspecto. Has… —no daba con las palabras adecuadas—, has… Desde que nos vimos en tu casa, has ganado… un poco de peso. Y…

—Mi peso varía.

—Sí, pero de eso hace sólo dos semanas.

Alcé las manos.

—¿Es que uno no puede comerse un par de pasteles de nata de vez en cuando?

Ginny sonrió y dijo:

—Lo siento, no es asunto mío, pero creo que deberías cuidarte un poco más.

—Sí, sí, lo sé. Tienes razón.

Ahora mi respiración era más regular y me encontraba mucho mejor. Le pregunté qué hacía.

—Voy a ver a papá.

—¿Quieres tomar un café?

—No puedo —respondió, haciendo una mueca—. De todos modos, si acabas de sufrir un ataque de pánico, creo que deberías evitar el café. Bebe zumo o algo saludable que no empeore el estrés.

Me incorporé de nuevo y me apoyé en la ventana.

—Pues entonces ven a tomar un zumo saludable conmigo.

Me miró fijamente a los ojos. Los suyos eran de color azul claro, brillantes, celestes.

—No puedo.

Iba a insistir, a preguntarle por qué no, pero no lo hice. Tuve la sensación de que de repente se sentía un poco incómoda, lo cual también me incomodó a mí. A la vez me di cuenta de que el miedo probablemente sobrevenía a rachas, y de que, si bien el ataque había remitido, podía volver con igual facilidad. No quería estar allí si eso ocurría, ni siquiera con Ginny.

—De acuerdo —dije—. Muchas gracias. Me alegro mucho de haberte visto.

—¿Estás bien? —preguntó, sonriente.

Asentí.

—¿Seguro?

—Sí, estoy bien. Del todo. Gracias.

Ginny me dio una palmada en el hombro y dijo:

—Vale, Eddie. Nos vemos.

Un segundo después se alejaba de mí bamboleando su pequeña cartera de médico. Entonces desapareció entre la multitud.

Me volví hacia el enorme ventanal y me vi reflejado en su cristal de color bronce. La gente y los coches que circulaban por la calle me atravesaban como si fuera un fantasma. Para colmo, ahora me sentía decepcionado porque la hija de Van Loon me veía sólo como un genial socio de su padre; un socio pedante, aterrorizado y con sobrepeso, por cierto. Abandoné el edificio, recorrí la Quinta Avenida y puse rumbo al centro. Pese a aquellos lóbregos pensamientos, conseguí mantener el control. Entonces, cuando cruzaba la Calle 42, tuve una ocurrencia y alcé la mano por impulso para detener un taxi.

Veinte minutos después tomaba otro ascensor, en esta ocasión hasta la cuarta planta de Lafayette Trading, en Broad Street. Aquél había sido el escenario de triunfos pretéritos, días de emoción y éxito, y pensé que ya nada podría impedirme intentar recrearlos. No contaba con la ventaja del MDT, de acuerdo, pero tampoco me importaba. Mi confianza había quedado magullada y sólo quería comprobar lo bien que podía hacerlo yo solo.

Se produjo una reacción desigual cuando entré en la sala. Algunos, incluido Jay Zollo, se esforzaron por hacerme caso omiso. Otros no pudieron evitar sonreír e inclinar sus gorras de béisbol a modo de saludo. Aunque no me había dejado caer por allí desde hacía tiempo y no tenía ninguna posición abierta, mi cuenta seguía activa. Me dijeron que mi puesto «habitual» estaba ocupado, pero que había otros disponibles y podía empezar a trabajar de inmediato si así lo deseaba.

Mientras ocupaba mi lugar en uno de los terminales y me preparaba, percibí la creciente curiosidad que reinaba en la sala. Se oía un rumor, y algunos miraban por encima de mi hombro, mientras que otros no perdían detalle desde el otro lado del «pozo». Era mucha presión, y cuando descubrí que no estaba muy seguro de cómo proceder, hube de admitir que quizá había sido un tanto precipitado el ir allí. Pero era demasiado tarde para batirse en retirada.

Pasé un rato estudiando la pantalla, y paulatinamente todo volvió a mí. No era un proceso tan complejo. Lo complicado de verdad era elegir las acciones adecuadas. No había seguido los mercados últimamente y no sabía dónde buscar. Mi estrategia de venta en descubierto, que dependía mucho de la investigación, tampoco me resultaba muy útil, así que decidí jugar sobre seguro en mi primer día. Resolví seguir la corriente y decantarme por el sector tecnológico. Compré acciones de Lir Systems, una empresa de servicios de gestión del riesgo, de Key-Gate Technologies, una compañía de seguridad en la Red, y de varias puntocom: Boojum, Wotlarks!, @Ease, Dromio, PorkBarrel.com, eTranz y WorkNet.

Una vez que empecé ya no podía parar, y merced a una combinación de temeridad y miedo, acabé vaciando mi cuenta bancaria, gastando todo mi saldo en el espacio de dos horas. Tampoco ayudó la naturaleza artificial del comercio electrónico, ni la peligrosa sensación de que el dinero que manejaba era real. Por supuesto, aquel torrente de actividad concitó mucha atención, y por más que mi «estrategia» era lo más corriente que uno pudiera imaginar, la rapidez y la envergadura de mis operaciones le daban una apariencia insólita, un color, un carácter propio. Al poco, la gente empezó a imitarme, observando cada uno de mis movimientos, canalizando «consejos» e «información» salidos de mi estación de trabajo. Reinaba el apremio, nadie quería quedarse rezagado, y pronto tuve la impresión de que muchos de los brokeres que me rodeaban estaban solicitando elevados créditos y renegociando el apalancamiento de sus depósitos.

Por lo visto, el mareante auge de las acciones de Internet todavía tenía el poder de desorientar a quien se atreviera a acercarse a ellas, y eso me incluía a mí, porque, si bien había aterrizado allí avalado por mi reputación, empezaba a darme cuenta de que en esa ocasión no sabía lo que estaba haciendo, no sabía cómo parar.

Sin embargo, al final la presión me superó. Desencadenó otro ataque de pánico, y no tuve más alternativa que coger el sobre e irme sin cerrar siquiera mis posiciones. Esto causó cierta consternación en la sala, pero creo que la mayoría de los brokeres de Lafayette esperaban lo inesperado de mí, y conseguí huir sin demasiados problemas. Muchas de las acciones que había comprado habían subido por unos márgenes ínfimos, así que nadie estaba preocupado ni nervioso. Tan sólo les entristecía dejar escapar al que consideraban un superbróker. Cuando bajaba en el ascensor, comenzaron de nuevo las palpitaciones, y una vez en la calle era horrible. Recorrí Broad Street en dirección a la estación del
ferry
y luego a Battery Park, donde me senté en un banco, me desanudé la corbata y contemplé Staten Island.

Estuve media hora allí, respirando hondo y evitando los pensamientos lóbregos e inquietantes. Me apetecía estar en casa, en mi sofá, pero no quería recorrer de nuevo las calles y soportar a la gente y el tráfico. Al cabo de un rato me levanté y eché a andar. Fui a State Street y conseguí un taxi de inmediato. Salté al asiento trasero, con el sobre entre las manos, y mientras el coche se abría paso entre el tráfico, discurriendo por Bowling Green y luego Broadway, Beaver Street, Exchange Place y Wall Street, tuve la impresión de que estaba sucediendo algo bastante raro. No sabía qué era exactamente, pero se respiraba una atmósfera de nerviosismo en las calles. La gente se detenía a hablar, algunos susurraban en tono conspiratorio, otros se gritaban de un coche a otro, o desde las escaleras de los edificios, o por el móvil, con esa curiosidad que genera un hecho nefasto, como un asesinato o un revés en las Series Mundiales. Entonces el tráfico se disipó un poco y avanzamos hacia el distrito financiero, dejando atrás aquella extraña situación. Pronto estábamos atravesando Canal Street, y momentos después doblábamos a la derecha para tomar Houston Street, donde todo estaba como siempre.

Cuando llegué a casa, fui directo al sofá y me desplomé. El viaje en taxi había sido insoportable, y en una o dos ocasiones había estado a punto de decir al conductor que parara y me dejara salir. Tumbarse en el sofá no fue mucho mejor, pero al menos me encontraba en un entorno conocido y controlado. Durante una hora pensé que el ataque pasaría, pero también que no, que iba a morirme en aquel momento, allí mismo, en aquel puto sofá.

Pero la muerte no llegó y empecé a encontrarme un poco mejor. Extendí la mano para recoger el control remoto, que había caído en un lateral del sofá. Encendí el televisor y fui cambiando de canal. Tardé unos momentos en concentrarme y percatarme de que estaba ocurriendo algo. Puse la CNNfn, cambié a la CNBC, y después volví a la CNNfn. Miré la esquina de la pantalla para ver qué hora era. Eran las 14.35 y desde la una del mediodía los mercados habían entrado en barrena. El Nasdaq había caído ya 319 puntos; el Dow Jones, 185, y el S & P, 93, y ninguno daba señales de frenar, y mucho menos de recuperarse. CNNfn y CNBC estaban ofreciendo una cobertura al minuto desde la Bolsa de Nueva York, y también desde sus respectivos estudios. El quid de la noticia era que la burbuja tecnológica parecía haber estallado a cámara lenta ante nuestros ojos.

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