—Mucha gente cree que cuando compras una acción estás comprando un porcentaje proporcional de una empresa. —Hablaba lentamente, como si estuviese pronunciando una conferencia, pero no apartaba la mirada de la pantalla—. Por lo tanto, para averiguar cuánto vale cualquier porcentaje proporcional, tienes que determinar cuánto vale la empresa. Esto se conoce como análisis «fundamental», y en él estudias la salud económica básica, potencial de crecimiento, proyección de beneficios,
cash flow
y ese tipo de cosas. —Hizo una pausa, tecleó varias veces más y continuó—. Otros sólo estudian los números, sin apenas prestar atención al negocio subyacente o a su valoración actual. Son los analistas cuantitativos. Exprimenúmeros. Consideran que criterios como la experiencia en gestión y el potencial de mercado son demasiado subjetivos. Compran y venden basándose en criterios puramente cuantitativos, y utilizan sofisticados algoritmos para descubrir discrepancias mínimas en los precios de mercado. —Me miró fugazmente—. ¿Entiendes?
Asentí.
—Después tienes el análisis técnico. Ahí estudias pautas de precio y volumen e intentas comprender la psicología que rodea a una acción.
Continuó mirando la pantalla mientras hablaba, y no dejaba de asentir.
—Pero el corretaje no es una ciencia exacta, Eddie. El mercado de valores no se puede determinar con un único sistema, motivo por el cual oyes hablar de términos confusos como «exuberancia irracional», y la gente intenta explicar el comportamiento del mercado en términos de psiquiatría, biología e incluso química cerebral. No bromeo. Hace poco se ha afirmado que la cautela del inversor se ha visto inhibida por el elevado porcentaje de corredores de bolsa y comerciantes que toman Prozac. Así que —añadió encogiéndose de hombros—, puesto que nadie sabe nada, no es sorprendente que la mayoría de los inversores utilicen una combinación de las tres tácticas básicas que te he resumido.
Durante la hora siguiente, todavía sentado a la mesa y con aspecto de acabar de llegar de un vigoroso partido de tenis, Bob Holland amplió estas ideas y entró en detalles sobre opciones, futuros, derivados, garantías, fondos de protección, mercados internacionales y demás. Tomé algunas notas, pero cuando escuché las explicaciones me di cuenta de que, en general, entendía aquellos términos y de que solo con pensar en todo aquello se estaba abriendo una gran reserva de conocimientos en mi cerebro, unos conocimientos que probablemente había acumulado de manera inconsciente a lo largo de los años.
Cuando hubo expuesto la panorámica general —cómo trabajaban los bancos de inversiones y los gestores de fondos—, Holland empezó con los corredores independientes.
—Luego está la gente como yo —dijo—, los nuevos parias de Wall Street. Hace diez años existían las LBO, los Gordon Gekko. Ahora son los
freaks
con gorra de béisbol los que se sientan delante del ordenador, en sus casas, y realizan treinta o cuarenta operaciones diarias, que compran octavas partes, dieciseisavos e incluso treintavos de acción y luego cierran sus posiciones antes de concluir la operación. —Holland apartó la mirada de la pantalla y la clavó en mí, quizá por segunda o tercera vez desde mi llegada—. Nos acusan de distorsionar los mercados y de provocar volatilidad en el precio de las acciones, pero es falso. Eso mismo decían en los años ochenta de los que se dedicaban a las adquisiciones. Somos simplemente la nueva ola, Eddie. El corretaje independiente es el resultado de la tecnología y el cambio de regulación. Es así de simple. Es el flujo, la naturaleza de las cosas.
Se encogió de hombros una vez más y miró la pantalla.
—Ven aquí y observa esto.
Me acerqué rápidamente y me situé detrás de él. En la pantalla central pude ver densas columnas de cifras, fracciones y porcentajes. Señaló algo —ATRX, el símbolo de una empresa de biotecnología en el mercado de valores— y dijo:
—Ésta abrió a unos sesenta dólares por acción y ha bajado un poco, así que ahora su cotización es 59
3/8
… y su oferta… —señaló otra parte de la pantalla— es 59
3/4
. Eso es un margen de 3/8. La cuestión es que, gracias al
software
más reciente y a los cambios legales implantados por la Comisión de Bolsa y Valores, yo puedo operar dentro de ese margen y aquí mismo, en el salón de mi casa.
Holland destacó la hilera de cifras que seguían al símbolo de ATRX y la observó unos instantes. Verificó un dato en otra pantalla, volvió a la primera y tecleó algo. Esperó y escribió de nuevo. Aguardó una vez más, con una mano a medio alzar, y luego dijo en voz baja:
—Sí.
Se volvió hacia mí y me explicó lo que había hecho. Utilizando ese nuevo programa de transacciones, había descubierto que había tres animadores del mercado en la cotización de ATRX y dos en la oferta. Consciente de que ATRX se recuperaría, aprovechó el amplio margen ofreciendo 59
7/16
por dos mil acciones, que era 1/16 superior a la mejor oferta de un animador. Al haber superado esta oferta, Holland era el primero de la cola para ejecutar una orden. Las primeras dos mil acciones que se vendieran en el mercado serían para él a 59
7/16
. Poco después, las ofreció a 59
11/16
, lo cual todavía era más bajo que el precio publicado por los grandes dinamizadores del mercado. La suposición de Holland era correcta, y le quitaron de las manos las acciones casi de inmediato. En sólo quince segundos y pulsando unas teclas, se había embolsado más de quinientos dólares y reducido el margen en 1/8 de punto.
Le pregunté cuántas operaciones como aquélla realizaba cada día.
Holland sonrió por primera vez. Dijo que hacía unas treinta, casi todas en lotes de mil o dos mil acciones, y que rara vez las conservaba más de diez minutos.
Esbozó otra sonrisa y agregó:
—De acuerdo, no todas son como ésta, pero muchas sí. —Hizo una pausa—. Se trata de identificar oscilaciones en las gráficas y reaccionar con rapidez.
—¿Quieres decir que la cuestión no es quién dispone de más información?
—Claro que no. Con todos los indicadores que existen a día de hoy, acabas encontrando indicios contradictorios.
Ahora que había captado su atención, lo bombardeé con más preguntas. ¿Cómo se preparaba para cada jornada? ¿Cuántas posiciones mantenía abiertas a la vez? ¿Qué tipo de comisiones pagaba?
Mientras Holland respondía a cada uno de mis interrogantes, fue apartándose paulatinamente de las pantallas de ordenador. Se preparó un café, pero cuando estuvo listo y se lo bebió, pareció haberse distanciado lo suficiente de su trabajo como para reparar de nuevo en que sólo llevaba puestos unos calzoncillos y se sintió avergonzado. Bebió el último trago de café, se excusó y se dirigió a lo que supuse era un dormitorio.
En su ausencia, me acerqué a las pantallas una vez más. Era increíble. ¡Había ganado quinientos dólares, el precio de una dosis de MDT, en sólo quince segundos! Desde luego quería aprender a hacer aquello, porque si Bob Holland era capaz de ejecutar treinta órdenes en un día, estaba convencido de que yo podría ocuparme de un centenar o más. Cuando regresó, enfundado en unos vaqueros y una camiseta, le pregunté cómo debía proceder para aprender. Me dijo que la mejor manera de iniciarme en el comercio independiente era limitándome a hacerlo, y que la mayoría de los corredores de Internet lo facilitaban brindando libre acceso a juegos simulados y tutoriales en directo.
—Los juegos de simulación —dijo, en un tono cada vez más afectado— son una excelente manera de desarrollar tus cualidades, Eddie, y de ganar confianza a la hora de realizar operaciones sin correr riesgo alguno.
Conseguí que me recomendara algunos corredores on line y programas de corretaje y, mientras lo anotaba todo, continuaba lanzándole preguntas. Holland respondió a todas, y exhaustivamente, pero percibí que se sentía un tanto alarmado, como si la rapidez y la naturaleza de mis demandas fuesen más de lo que él esperaba, como si sintiera que, al responderlas, al transmitir aquella información, podía arrojar una suerte de monstruo de Frankenstein al ciberespacio, un individuo desesperado y hambriento capaz de sabía Dios qué atrocidades financieras.
Me había llevado cierto tiempo, pero ahora Holland estaba absolutamente concentrado en mi persona. De hecho, parecía más preocupado con cada nueva pregunta y empezó a introducir una nota de cautela en sus respuestas.
—Mira, tú empieza con poca cosa, operando con lotes de cien acciones durante el primer mes, o al menos hasta que te hayas asentado…
—Claro.
—… y no te emociones demasiado si tienes un buen día. Eso no significa que seas Warren Buffet. La siguiente operación podría dejar tranquilamente tu cuenta a cero…
—Claro.
—… y cuando inicies una operación, asegúrate de saber cómo se comportará, y si sucede lo contrario, ¡sal de ahí!
Mi impulso era decir «sí, sí, sí» a todo aquello, y Holland lo sabía. Pero el motivo por el que su mensaje no calaba era que, cuanto más me advertía de los peligros potenciales del corretaje independiente, más me excitaba la idea de llegar a casa y ponerme manos a la obra.
Mientras guardaba la libreta en el bolsillo y me ponía la chaqueta para marcharme. Holland apretó un poco el paso.
—El corretaje puede ser bastante intenso. —Hizo una pausa, y luego dijo con premura—: Jamás pidas dinero prestado a familiares o amigos, Eddie. Ni para realizar transacciones ni para salir de una crisis. —Lo observé, levemente alarmado—. Y no empieces a mentir para ocultar tus pérdidas.
Detecté un atisbo de desesperación en su voz. Tuve la impresión de que no hablaba de mí, sino de sí mismo. También me di cuenta de que no quería que me fuese.
Yo en cambio lo ansiaba, pero titubeé. Me quedé en mitad del salón y escuché la historia de cómo había dejado su trabajo como director de marketing para dedicarse a la Bolsa y que, al cabo de seis meses, su mujer lo había abandonado. Me contó que se ponía inquieto e irritable siempre que no podía trabajar —como los domingos, por ejemplo, o en mitad de la noche— y que, en la práctica, el trabajo era su vida. Llegó a decir que era incapaz de acumular efectivo y que a menudo ni siquiera se molestaba en abrir sus extractos de cuenta.
—¿Porque no quieres afrontar el alcance de tus pérdidas? —inquirí.
Holland asintió.
Entonces ahondó en su confesión y empezó a hablar de su personalidad adictiva, asegurando que en su vida, cuando no era una cosa, era otra.
Yo sólo podía pensar en lo sublimes que habían sido aquellos quince segundos de comercio electrónico, como un breve pero intrincado solo de jazz. Muy pronto fui incapaz de discernir las palabras de Holland, porque estaba ausente, perdido en una repentina y embriagadora ensoñación de posibilidades. Me di cuenta de que Holland había estado deambulando en la oscuridad, rascando 1/16 de punto aquí y allá y, obviamente, equivocándose más que acertando. Pero eso no me sucedería a mí. Yo me guiaría por mi instinto. Sabría qué acciones comprar, cuándo comprarlas y por qué. Sería bueno en ello.
Cuando por fin me marché y volví a la Calle 10, las ideas seguían arremolinándose en mi cabeza, pero al abrir la puerta del piso y entrar en el salón, me sentí oprimido al instante, superado, como Alicia, como si tuviese que rodear mi cabeza con el brazo y sacar un codo por la ventana para tener espacio allí dentro. También empecé a sentirme un tanto agraviado, como si estuviera impaciente por no haber ganado montones de dinero con las transacciones, agraviado y con una necesidad desesperada y visceral de cosas… Uno o dos trajes nuevos, y zapatos, varios pares, así como camisas y corbatas y quizá más. Un equipo de música de más calidad, un reproductor de DVD, un ordenador portátil, un aire acondicionado decente y más habitaciones, más pasillo, techos más altos. Tenía la persistente sensación de que, a menos que diese un paso adelante, a menos que trepara, a menos que transmutara, metamorfoseara en otra cosa, probablemente explotaría.
Me puse el
scherzo
de la Novena de Bruckner y vagué por el piso, como una división Panzer de un solo hombre, murmurando para mis adentros, sopesando las opciones. ¿Cómo pensaba actuar? ¿Por dónde iba a empezar? Pero pronto me di cuenta de que no tenía demasiadas opciones, porque en el armario quedaban sólo unos miles de dólares, que era más o menos lo que había en mi cuenta bancaria. Y, puesto que, afrontémoslo, unos pocos miles de dólares sumados a otros pocos miles de dólares siguen siendo, a todos los efectos, unos pocos miles de dólares, lo único que tenía en este mundo, aparte de una tarjeta de crédito, eran unos pocos miles de dólares.
Cogí el dinero de todos modos y salí de compras. En esta ocasión me dirigí a la Calle 47 y compré dos televisores de catorce pulgadas, un nuevo ordenador portátil y tres programas, dos de análisis de inversiones y uno de comercio en Internet. Desoyendo la idea de Bob Holland de que demasiada información producía indicios contradictorios, compré el
Wall Street Journal
, el
Financial Times
, el
New York Times
, el
Los Angeles Times
, el
Washington Po
st y los últimos números de
The Economist
,
Barrons
,
Newsweek
,
The Nation
,
Harper's
,
Atlantic Monthly
,
Fortune
,
Forbes
,
Wired
,
Variety
y unas diez publicaciones semanales y mensuales más. Me llevé también varios periódicos extranjeros, aquellos a los que al menos podía echar una ojeada:
Il Sole 24 Ore
y
Corriere della Sera
, obviamente, pero también
Le Fígaro
,
El País
y
Frankfurter Allgemeine Zeitung
.
De vuelta en casa, llamé a un amigo electricista y le pedí instrucciones para empalmar los cables de los dos televisores nuevos a la conexión ya existente. Parecía incómodo y quiso acudir a hacerlo él mismo, pero insistí en que me lo explicara: «Maldita sea, explícamelo por teléfono y voy tomando notas». No era una tarea que hubiera realizado en condiciones normales, como cambiar un enchufe o un fusible, pero seguí sus instrucciones al pie de la letra, y no tardé en tener los tres televisores en funcionamiento, uno junto al otro. Después, conecté el nuevo portátil al ordenador de sobremesa, instalé el programa y empecé a navegar. Investigué un poco sobre corredores de bolsa en Internet, y utilicé la tarjeta de crédito y una transferencia bancaria para abrir una cuenta en una de las empresas más pequeñas. Luego cogí los periódicos y revistas que había comprado y los extendí cuidadosamente por todo el piso. Coloqué material de lectura, abierto por las páginas relevantes, en cada superficie disponible: escritorio, mesa, sillas, estanterías, sofá y suelo.