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Authors: Alan Glynn

Tags: #Drama, Intriga, Policíaco

Sin Límites (15 page)

BOOK: Sin Límites
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Llamé a Klondike, pero me ofrecieron un endeudamiento que no rebasaba el cincuenta por ciento. Puesto que carecía de un historial bancario extenso, no creí apropiado probar con el director de mi sucursal bancaria. Supuse también que ningún conocido dispondría de 75.000 dólares de más, y que ninguna empresa de préstamos legítima me facilitaría una cifra tan elevada inmediatamente, así que, como quería el dinero al momento y estaba bastante convencido de lo que podía hacer con él, sólo parecía haber una alternativa.

XI

Me puse una chaqueta y salí de casa. Recorrí la Avenida A, pasé junto a Tompkins Square Park y me dirigí a un restaurante de la Calle 3 que solía frecuentar. Néstor, el camarero, era de allí y estaba al tanto de todo lo que sucedía en el barrio. Llevaba veinte años sirviendo café, panecillos, hamburguesas con queso y atún a la plancha, y había sido testigo de todos los cambios radicales que habían tenido lugar, las limpiezas, el aburguesamiento y la furtiva intrusión de los rascacielos de apartamentos. La gente iba y venía, pero Néstor seguía allí. Era un vínculo con el antiguo vecindario que hasta yo recordaba de mi niñez. Loisaida, el barrio latino de clubes sociales a pie de calle, de ancianos jugando al dominó, del estruendo de la salsa y el merengue que emanaba de las ventanas, y después la Alphabet City de edificios quemados, traficantes de droga e indigentes que vivían en refugios de cartón en Tompkins Square Park. Había conversado a menudo con Néstor sobre esos cambios, y me había contado historias —un par de ellas bastante espeluznantes— acerca de varios personajes locales, residentes de toda la vida, tenderos, policías, concejales, prostitutas, camellos y usureros. Pero así era Néstor; conocía a todo el mundo, incluso a mí, un soltero blanco y anónimo que había vivido unos cinco años en la Calle 10 y se dedicaba al periodismo o algo por el estilo. De modo que cuando entré en su local, me senté junto al mostrador y le pregunté si conocía a alguien que pudiera adelantarme algo de dinero, y rápido —unos tipos de interés exorbitantes no serían obstáculo—, ni siquiera pestañeó. Tan sólo me llevó una taza de café y me pidió que aguardara un rato allí sentado.

Cuando hubo servido a unos cuantos clientes y limpiado dos o tres mesas, volvió hacia donde yo me encontraba, pasó una bayeta y dijo:

—Antes eran italianos, ¿eh? En su mayor parte italianos hasta que… Bueno…

Hizo una pausa.

¿Hasta qué? ¿Hasta que a John Gotti le dieron una patada en el culo y Sammy el Toro entró en el programa de protección de testigos? ¿Qué? ¿Se suponía que debía adivinarlo? Esa era otra de las peculiaridades de Néstor. Tendía a suponer que yo sabía más de lo que sabía en realidad. O quizá se olvidaba de con quién estaba hablando.

—¿Hasta qué? —dije.

—Hasta que John Junior se hizo con el control. De un tiempo a esta parte es un puto caos. Me estaba acercando.

—¿Y ahora?

—Los rusos. De Brighton Beach. Antes, los italianos y ellos trabajaban juntos, o al menos no estaban enfrentados, pero ahora las cosas han cambiado. Por lo visto, la banda de John Junior empezaba a flojear.

Nunca acabé de entender a Néstor: ¿era tan sólo una mosca que revoloteaba por el barrio o estaba relacionado de alguna manera? Lo ignoraba. Pero ¿cómo iba a saberlo? ¿Quién diablos era yo?

—De modo que, últimamente —prosiguió—, merodea un tal Gennadi por aquí. Viene casi todos los días. Habla como un inmigrante, pero no te dejes engañar por eso. Es duro, tan duro como cualquiera de sus tipos, que salieron de los gulags soviéticos. Se toman este país en broma.

Me encogí de hombros.

Néstor me miró fijamente.

—Esos tipos están locos, Eddie. En serio. Te partirán por la mitad, te despellejarán hasta la cabeza, harán un nudo y entonces dejarán que te ahogues.

Dejó que la idea calara.

—Hablo en serio. Eso es lo que hacían los muyahidines a algunos soldados rusos que capturaron en Afganistán. Esas cosas se transmiten. La gente aprende. —Néstor hizo una pausa y limpió un poco más—. Eddie, cuando venga Gennadi hablaré con él, pero espero que sepas dónde te metes.

Entonces se apartó un poco del mostrador y dijo:

—¿Has estado yendo al gimnasio? Estás estupendo.

Le dediqué una media sonrisa, pero no dije nada. Con un gesto de confusión, Néstor fue a atender a otro cliente.

Estuve allí más o menos una hora y tomé cuatro tazas de café. Hojeé un par de periódicos y pasé un rato navegando por la creciente base de datos que tenía alojada en mi cabeza, eligiendo material que había leído sobre la mafia rusa: la Organizatsiya, Brighton Beach, la pequeña Odessa junto al mar.

Intenté no prestar demasiada atención a lo que me había contado Néstor.

Hacia la hora de comer, el lugar se abarrotó y empecé a pensar que estaba perdiendo el tiempo, pero justo cuando me disponía a marcharme, Néstor me hizo un gesto desde el otro lado del mostrador. Miré en derredor con discreción y vi a un hombre de unos veinticinco años que entraba por la puerta. Era esbelto y enjuto y llevaba una chaqueta de cuero marrón y gafas de sol. Se sentó a una mesa vacía situada al fondo del restaurante. Yo me quedé donde estaba y observé de soslayo mientras Néstor le llevaba una taza de café y charlaba con él unos instantes.

Luego Néstor regresó, no sin antes recoger unos cuantos platos. Los colocó sobre el mostrador, junto a mí, y susurró:

—He respondido por ti, ¿de acuerdo? Así que vete a hablar con él. —Entonces me señaló con el dedo y me dijo—: No me jodas, Eddie.

Asentí, me dirigí a la parte trasera del local, me senté a la mesa frente a Gennadi y saludé asintiendo con la cabeza.

Se había quitado las gafas y las había dejado a un lado. Tenía unos ojos azules que impresionaban y una cuidada barba, y estaba alarmantemente flaco y cincelado. ¿Heroína? ¿Vanidad? De nuevo, ¿qué sabía yo? Esperé a que él tomara la iniciativa.

Pero no abrió la boca. Tras una pausa absurda, hizo un ademán casi imperceptible con la cabeza, que interpreté como una autorización para hablar.

—Estoy buscando un préstamo a corto plazo de setenta y cinco mil dólares.

Gennadi se toqueteó el lóbulo de la oreja izquierda unos momentos y luego negó con la cabeza.

Esperé a que añadiera algo más, pero eso fue todo.

—¿Por qué no? —inquirí.

Gennadi resopló sarcásticamente.

—¿Setenta y cinco mil dólares?

Meneó de nuevo la cabeza y bebió un sorbo de café. Tenía un marcado acento ruso.

—Sí —respondí—, setenta y cinco mil dólares. ¿Tan difícil es? Madre mía.

Si se daba la circunstancia, sabía que aquel tipo probablemente no tendría reparos en clavarme un cuchillo en el corazón, y si Néstor estaba en lo cierto, eso sería sólo el comienzo, pero su actitud me resultaba irritante y no me apetecía seguirle el juego.

—Sí —dijo—, es un puto problema. No te veo antes. Y no me gustas ya.

—¿Gustarte? ¿Y qué diablos tiene que ver eso? No te estoy pidiendo una cita.

Gennadi vaciló, se movió, puede que incluso pretendiera echar mano de algo, un cuchillo o una pistola, pero se lo pensó mejor y se limitó a mirar su alrededor, por encima del hombro, seguramente cabreado con Néstor.

Decidí forzar la situación.

—Creía que todos los rusos eran peces gordos. Ya sabes, tipos duros, que tienen el control.

Él se volvió hacia mí con una mirada de incredulidad. Entonces se recompuso y, por alguna razón, decidió responder.

—¿Qué? ¿Yo no tiene control? Te rechazo.

Ahora era yo quien resoplaba sarcásticamente.

Gennadi hizo una pausa y entonces gruñó:

—Que te jodan. ¿Qué sabes tú de nosotros?

—La verdad es que bastante. Conozco a Marat Balagula y el timo de los impuestos del gas, y ese acuerdo con la familia Colombo. Luego está… Michael… —Hice una pausa fingiendo intentar recordar el nombre— ¿Shmushkevich?

Por su mirada me percaté de que no sabía muy bien de qué le hablaba. Probablemente era sólo un niño cuando las compañías petroleras fantasma estaban en pleno apogeo en los años ochenta, transportando gas desde Sudamérica y falsificando justificantes de pago de impuestos. Y, en cualquier caso, a saber de qué hablaba la gente joven cuando se juntaba. Probablemente no comentaban los grandes timos de la generación anterior, eso estaba claro.

—Y… ¿qué? —dijo—. ¿Eres policía?

—No.

Al ver que yo no mediaba palabra, hizo ademán de marcharse.

—Vamos, Gennadi —dije—. Cálmate un poco.

El ruso se apartó de la mesa y me miró, sopesando si debía matarme allí mismo o esperar a que saliéramos. No podía creerme lo temeraria que era mi conducta, pero en cierto modo me sentía seguro, como si nada pudiera afectarme.

—La verdad es que estoy investigando para un libro sobre ustedes —dije—. Pero busco un hilo conductor, alguien cuyo punto de vista pueda utilizar para la historia… —Guardé silencio unos instantes y proseguí—. Alguien como tú, Gennadi.

El ruso cambió la pierna de apoyo y en ese momento supe que era mío.

—¿Qué tipo de libro? —dijo en voz baja.

—Una novela —repuse—. Ahora mismo sólo la estoy perfilando, pero yo la veo como una historia de dimensiones épicas, el triunfo sobre la adversidad y ese tipo de cosas. Desde los gulags hasta… —En ese momento titubeé, consciente de que podía perderlo—. Si lo piensas —añadí rápidamente—, los espaguetis lo han tenido todo de cara hasta ahora, pero esa mierda de las cinco familias y los hombres de honor se ha convertido en un tópico. La gente quiere algo nuevo. —Mientras Gennadi meditaba mis palabras, decidí dar la estocada final—: Y, además, mi agente cree que también se podrán vender los derechos cinematográficos.

Mi interlocutor vaciló por un momento, pero entonces se sentó de nuevo y esperó más explicaciones.

Bosquejé sobre la marcha una imprecisa trama centrada en un joven ruso de segunda generación que trepa en las filas de la Organizatsiya. Incluí referencias a los sicilianos y los colombianos, pero, moviendo la mano constantemente, logré contener a Gennadi para que no ahondara en detalles. Al final di la vuelta a la tortilla y permití que él llevara la voz cantante, aunque en su nefasto inglés. Aceptó algunas de mis propuestas y desechó otras, pero en ese momento, el tufillo del
glamour
lo había embargado y era imparable.

Yo no había planeado nada de aquello, por supuesto, y tampoco creía que fuese a llegar a buen puerto, pero el mayor golpe de audacia todavía estaba por llegar. Una vez que aceptó ejercer de asesor del «proyecto» y de que hubiéramos establecido varias normas básicas, conseguí desviar de nuevo la conversación al tema del préstamo. Le dije que ya me había gastado el adelanto del libro y que los 75.000 pavos eran una deuda de juego que debía saldar ese mismo día.

Sí, sí, sí.

Para entonces, ese tema era una distracción menor para Gennadi. Sacó su móvil y mantuvo una breve conversación en ruso. Luego, todavía al teléfono, me preguntó varias cosas: mis números de carné y Seguridad Social, el nombre de mi casero y mi jefe, cuál era mi entidad bancaria y qué tarjetas de crédito poseía. Saqué la tarjeta de la Seguridad Social y el carné de conducir y leí los números en voz alta. Luego le facilité los nombres y otros datos mientras él transmitía la información a la persona que se encontraba al otro lado del teléfono.

Cuando nos quitamos eso de en medio, Gennadi dejó su teléfono y retomó la conversación sobre el proyecto. Quince minutos después, sonó su móvil. Como antes, hablaba en ruso, y en un momento dado tapó el aparato con la mano y susurró:

—Está bien, todo claro. ¿Y bien? ¿Setenta y cinco mil? ¿Seguro? ¿Quieres más? ¿Cien?

Me lo pensé y asentí.

Gennadi colgó el teléfono y anunció:

—Estará listo en media hora.

Entonces puso las manos sobre la mesa.

—De acuerdo —dijo—, ¿y quién va a protagonizar esto?

Justo media hora después llegó otro joven. Gennadi me lo presentó. Se llamaba Leo. Era delgado y guardaba cierto parecido con Gennadi, pero no tenía sus mismos ojos, no proyectaba lo mismo que él. De hecho, parecía que le hubiesen extirpado quirúrgicamente ciertos rasgos de Gennadi. Quizá fuesen hermanos o primos, y empecé a pensar que tal vez podría sacar algo de todo aquello. Hablaron en ruso unos momentos y Leo sacó un grueso sobre de color marrón del bolsillo de su chaqueta, lo dejó sobre la mesa y se fue sin decir nada. Gennadi empujó el sobre hacia mí.

—Éste es rebaja, ¿vale? Pronto. Cinco pagos, cinco semanas, veinticinco mil cada vez. Yo voy a tu casa siempre… —Hizo una pausa y miró el sobre unos instantes—. Cada viernes mañana, dos semanas desde hoy. —Gennadi cogió el sobre con la mano izquierda—. No es broma, Eddie. Tú coges esto ahora… Tú mío. —Asentí—. ¿Quieres saber algo más?

Negué con la cabeza.

Imaginé que ese algo más era, como mínimo, piernas, rodillas, brazos, costillas, bates de béisbol, navajas y a lo mejor porras eléctricas.

—No —insistí—. Correcto. Lo entiendo.

Anhelaba salir de allí ahora que el dinero estaba en mis manos, pero no podía demostrarle que tenía prisa. Sin embargo, resultó que Gennadi debía marcharse y ya llegaba tarde a otra cita. Intercambiamos nuestros números de teléfono, y antes de que se fuera resolvimos encontrarnos otra vez al cabo de una semana. Él investigaría algunas cosas y yo trabajaría un poco más —y quizá ampliaría— el personaje principal de lo que, durante nuestra conversación, había pasado de novela a obra teatral.

Gennadi se puso sus Ray-Ban, y antes de irse me tendió la mano. Lo hizo en silencio, solemnemente. Luego se puso en pie y desapareció.

Llamé a Klondike desde el teléfono público del restaurante. Expuse la situación y me facilitaron la dirección de un banco de la Tercera Avenida en el que podía depositar efectivo, que aparecería de inmediato en mi cuenta.

Agradecí a Néstor su ayuda y fui en taxi hasta la Calle 61 con la Tercera Avenida. Abrí el sobre en el asiento trasero y toqueteé los fajos de billetes de cien dólares. Nunca en mi vida había visto tanto dinero junto y sentía vértigo con sólo mirarlo. El vértigo se intensificó cuando lo llevé al banco y observé al cajero contándolo.

Después, cogí otro taxi para regresar a la Calle 10 y retomé el trabajo. En mi ausencia, el valor de las acciones que conservaba se había disparado y cifraba mi capital básico en 50.000 dólares. Ello significaba que, con la aportación de Gennadi, disponía de casi 150.000 dólares. Sólo me quedaban un par de horas para realizar transacciones y, por ende, muy poco tiempo para investigar, así que me puse manos a la obra de inmediato, rastreando tasaciones, estudiando carteras de valores, comprando, vendiendo y repasando a todo correr las varias hileras de cifras que ocupaban las pantallas de ordenador.

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