—¿Qué te parece…? Déjame ver… —En ese momento estaba mirando el lomo de un gran libro gris en una estantería situada encima del equipo de música, un regalo que me hizo Melissa tras una visita a una exposición fotográfica en el MoMA y una fuerte discusión—. ¿Qué te parecería algo sobre grandes fotografías de prensa? Podrías empezar con esa imagen increíble del cometa Halley, de 1910. O la foto de Bruno Hauptmann. ¿Recuerdas? La de la ejecución… O el choque de trenes de Kansas en 1928. —Vi de repente los vagones destrozados y las oscuras nubes de humo y polvo elevándose—. También… ¿Qué más…? Está Adolf Hitler sentado con Hindenburg y Hermann Goering en el monumento a Tannenberg. —Otro destello, en esta ocasión de un abstraído Hermann Goering sosteniendo algo en las manos, contemplándolo, algo que se asemeja, curiosamente, a un ordenador portátil— Y después tienes… bombas sobre París. Los desembarcos del Día D. El debate de cocina en Moscú, con Jruschov y Nixon. La niña del napalm en Vietnam. El funeral del ayatolá. —Mirando fijamente el lomo del libro, podía ver aquellas imágenes, y de manera gráfica, descendiendo como en un lector de microfichas—. Tiene que haber miles más —dije meneando la cabeza. Aparté la vista de las estanterías e hice una pausa—. O, no sé, podrías hacer cualquier cosa, carteles de películas, anuncios, artilugios del siglo xx, como el abrelatas, la calculadora o la videocámara. Podrías hacer algo sobre automóviles.
Al tiempo que lanzaba esas sugerencias, apoyado en el escritorio, fui consciente de un segundo estrato de propuestas que se iba formando en mi mente. Hasta ese momento sólo me había preocupado mi libro. No había pensado en la serie como un todo, pero a la postre me di cuenta de que en Kerr & Dexter estaban siendo bastante chapuceros. Su serie sobre el siglo xx tal vez fuera sólo una respuesta a un proyecto similar que estaba confeccionando una editorial rival, algo que les había llegado a los oídos, y no querían que les pasaran por delante. Pero era como si, una vez decididos a hacerlo, dieran por finiquitado el trabajo. Para sobrevivir en el mercado, para estar a la altura de los grupos editoriales —como decía siempre Artie Meltzer, vicepresidente de K & D—, la empresa tenía que expandirse, pero encomendar un proyecto como aquél al departamento de Mark era respaldar esa idea de cara a la galería. Mark no tenía los recursos necesarios, pero Artie sabía que lo aceptaría de todos modos, pues Mark Sutton, que era incapaz de decir no, lo aceptaba todo. Entonces Artie podría olvidarse de ello hasta que llegara el momento de depurar responsabilidades cuando la serie fracasara.
No obstante, lo que se le escapaba a Artie en este caso era que la serie en realidad era una buena idea. Puede que otros estuviesen publicando material similar, pero eso siempre iba a ocurrir. La cuestión era ser los primeros, y hacerlo mejor. El material —la iconografía del siglo xx— estaba allí, preparado para los escaparates, pero, hasta donde yo alcanzaba a ver, Sutton sólo había conseguido confeccionar un paquete. Sus ideas carecían de propósito o estructura alguna.
—Luego están, no sé, los grandes momentos del deporte. Babe Ruth. Tiger Woods. Diablos, y el programa espacial. Esto no tiene fin.
—Hummmm.
—¿Y todos estos libros no deberían llevar un título similar? —proseguí—. Algo identificable. El mío, por ejemplo, es
En marcha: de Haight-Ashbury a Silicon Valley,
así que el de Dean, en lugar de sólo
Venus,
podría ser…
Disparando a Venus: de… Pickford a Paltrow,
o
De Garbo a Spencer.
Algo por el estilo. El de Clare, si lo ha limitado a los niños, podría ser…
Criando hijos: de Beaver a Bart.
No sé. Dale una fórmula, hazlo más vendible.
Hubo un silencio al otro extremo de la línea, y entonces:
—¿Qué quieres que te diga, Eddie? Es viernes por la tarde. Tengo plazos que cumplir hoy.
En ese momento pude visualizar a Mark, flaco y obsesivo, en su despacho, esforzándose por no perder comba en el trabajo, con una hamburguesa con queso, entera o a medias, sobre su mesa, y una secretaria de la que estaba enamorado humillándolo ritualmente cada vez que cruzaban una mirada. Tenía un despacho sin ventanas en la planta 12 del viejo edificio de Port Authority, en la Octava Avenida, y pasaba casi toda su vida allí, incluyendo noches, fines de semana y días libres. Sentí una oleada de desprecio por él.
—En fin —respondí—. Ya hablaremos el lunes, Mark.
Cuando colgué el teléfono, empecé a tomar notas sobre el posible formato de la serie, y en cuestión de dos horas había concebido una propuesta para diez títulos, incluido un breve resumen y una lista de ilustraciones fundamentales para cada uno. Pero entonces, ¿cuál sería el siguiente paso? Necesitaba que me lo encargaran. No podía trabajar en el vacío.
La actitud de Mark y su falta de interés seguían fastidiándome, de modo que llamé a Meltzer y le expuse la idea. Sabía que Mark y Artie no se llevaban muy bien y que éste se alegraría de tener la oportunidad de presionar a Mark, pero el que Artie aceptara la propuesta era otra cuestión.
Lo localicé a la primera y empezamos a hablar. No sé cómo sucedió, pero al final de la conversación prácticamente tenía a Meltzer reestructurando la empresa de pies a cabeza, con la serie dedicada al siglo xx como pieza central de sus lanzamientos editoriales de primavera. Quería reunirse conmigo para comer, pero a él y su mujer los habían invitado a pasar el fin de semana en los Hamptons y no podía escabullirse; su mujer lo mataría. Sin embargo, parecía enardecido, con ganas de seguir charlando, como si sintiera que aquella magnífica oportunidad empezaba a deslizársele entre los dedos.
—La semana que viene —dije—, nos vemos la semana que viene.
Pasé el resto del día redactando el manual de telecomunicaciones de Mark y ampliando las notas para Artie, sin advertir contradicción alguna, sin pensar en ningún momento que quizá, sólo quizá, mis acciones podían hacer peligrar el puesto de trabajo de Mark Sutton.
En cuanto al colocón de MDT, ese jueves y el viernes no hubo nada marcadamente distinto, ningún placer en particular, pero sentí, como antes, lo que sólo puedo describir como un impulso irrefrenable de mantenerme ocupado. No tenía nada que hacer en el piso, porque ya estaba todo hecho, a menos que quisiera redecorarlo, cambiar los muebles, pintar las paredes o levantar los viejos tablones del suelo, cosa que no hice. Así que no tenía otra alternativa que canalizar toda mi energía en el texto y las notas. Y debemos tener en cuenta lo que suele conllevar ese tipo de labor. Podía implicar, por ejemplo, ver el programa de Oprah, o sentarme en el sofá con una revista, o incluso irme a la cama. Al final trabajé, pero nadie lo habría notado de haber estado observando un día o dos.
El jueves por la noche dormí cinco horas, y bastante bien, pero el viernes no fue tan sencillo. Me desperté a las tres y media y me quedé tumbado en la cama una hora, pero acabé tirando la toalla. Preparé una cafetera y tomé una dosis de MDT, lo cual significaba que a las cinco de la madrugada estaba otra vez a pleno rendimiento, pero sin nada concreto que hacer. No obstante, conseguí quedarme en casa todo el día y estar distraído. Repasé los libros de gramática italiana que compré pero nunca llegué a abrir cuando vivía en Bolonia. Había aprendido suficiente italiano para defenderme, e incluso para realizar traducciones sencillas, pero nunca había estudiado el idioma de manera formal. La mayoría de los italianos a los que había conocido querían practicar su inglés, así que siempre me las había arreglado con unas nociones mínimas. Pero pasé unas horas estudiando los tiempos verbales, además de otros aspectos gramaticales clave —el subjuntivo, los comparativos, los pronombres y los reflexivos—, y lo curioso es que me sonaba todo. Me di cuenta de que sabía aquellas cosas y me decía a mí mismo: «Sí, claro, eso es».
Realicé una serie de ejercicios avanzados con uno de los libros y los resolví bien. Después busqué un viejo ejemplar del semanario
Panorama,
y mientras ojeaba fragmentos acerca de políticos locales, diseñadores de moda y entrenadores de fútbol y leía un extenso artículo sobre la Viagra, sentí cómo los glaciares de vocabulario pasivo se desprendían y flotaban hasta asomarse a mi conciencia. Acto seguido, cogí una copia del clásico
I promessi sposi,
de Alessandro Manzoni, que había comprado con la mejor de las intenciones pero nunca había llegado a abrir. No tenía ninguna esperanza de entenderla, en cualquier caso, lo mismo que si un estudiante de inglés tratase de leer
Casa desolada,
pero me puse manos a la obra, y pronto me sorprendí disfrutando de aquella vívida reconstrucción de la vida en la Lombardía de comienzos del siglo XVII. De hecho, cuando abandoné el libro doscientas páginas después, apenas era consciente de que había estado leyendo en una lengua extranjera. Y si lo dejé no fue porque hubiese perdido interés, sino porque me distraía constantemente la idea de que mi italiano oral quizá estuviese a la altura de mi nuevo nivel de comprensión lectora.
Descansé unos momentos y saqué mi agenda. Busqué el teléfono de un viejo amigo mío de Bolonia y lo marqué. Comprobé la hora mientras esperaba. Sería media tarde allí.
—
Pronto.
—
Ciao Giorgio, sono Eddie, da New York.
—
Eddie? Cazzo! Come stai?
—
Abbastanza bene. Senti Giorgio, volevo chiederti una cosa…
Fue tras media hora de conversación, después de comentar la situación de México con cierta profundidad, la ruptura del matrimonio de Giorgio y el
spumante
de aquel año, cuando Giorgio fue consciente de que estábamos hablando en italiano. Casi siempre nos comunicábamos en inglés, y las conversaciones que manteníamos en italiano eran sobre ingredientes de pizza o el tiempo.
Giorgio estaba asombrado, y tuve que decirle que había estado asistiendo a un curso intensivo.
Cuando colgué el teléfono, seguí leyendo
I promessi sposi
y lo terminé a mediodía. Luego empecé un libro de historia italiana —un estudio general— y me vi atrapado en un reguero de referencias sobre emperadores, papas, ciudades-estado, invasiones, cólera, unificación y fascismo. Ello me condujo a su vez a una serie de interrogantes más específicos sobre la historia reciente, la mayoría de los cuales no podía responder porque no disponía de material de lectura relevante. Eran preguntas sobre el pacto de Mussolini con el Vaticano en 1929, la implicación de la CÍA en las elecciones de 1948, la logia masónica P2, las Brigadas Rojas, el secuestro y asesinato de Aldo Moro a finales de los años setenta… Betuno Craxi en los ochenta, Di Pietro y
Tangentopoli
en los noventa. Sentí visceralmente los agolpados y accidentados siglos sucediéndose rápidamente uno tras otro y luego desmoronándose cual columnas, derrumbándose sin remedio hacia el presente y disgregándose en las ansiosas y febriles décadas, años y meses. Alcancé a palpar las marañas de conspiración y engaño —las historias, los asesinatos y las infidelidades— viajando atrás y adelante en el tiempo, viajando atrás y adelante, virtualmente, a través de mi piel. Estaba convencido también de que, con suficiente concentración, podía retener todo aquello en la mente y comprenderlo, percibirlo como una entidad física con una estructura química identificable. Verla casi, y tocarla, aunque fuese sólo por un momento fugaz.
Sin embargo, debo decir que el sábado por la noche, al notar que el MDT empezaba a remitir, mi anhelo de comprender los intrincados polímeros de la historia se vio un tanto atenuado, así que tomé otra píldora. Pero al hacerlo, cambió totalmente la dinámica y fragmenté cualquier sentido del tiempo o la estructura que tuviese mi vida en ese momento. Tomar de nuevo la droga sin pausas también parecía acentuar su intensidad, y pronto me di cuenta de que no podía quedarme en el piso por más tiempo y de que, sencillamente, debía salir.
Llamé a Dean y me reuní con él una hora después en el Zola's de MacDougal. Me llevó un rato modular mi voz, ajustar la rapidez con la que producía mi laberíntica sintaxis, modularme a mí mismo básicamente, porque, aparte de un par de conversaciones telefónicas que había mantenido, aquella reunión con Dean era mi primer encuentro serio con alguien desde que empecé a consumir MDT, y mi primer encuentro cara a cara, así que no sabía cómo me sentiría o qué impresión causaría.
Con unas copas de por medio, pronto empezamos a hablar de Mark Sutton y Artie Meltzer, y le expuse mis ideas para la serie ampliada sobre el siglo xx. Pero noté que Dean me miraba raro. Advertí que fruncía el ceño al tiempo que se formaban en su mente dudas sobre mi salud mental. Dean y yo éramos colaboradores externos de K & D, y nos habíamos conocido allí hacía un par de años. Sentíamos una saludable irrespetuosidad por todo lo relacionado con la empresa y compartíamos una suerte de ética laboral cimentada en la holgazanería, de modo que aquella diatriba mía sobre propuestas editoriales y proyecciones de ventas era cuando menos inusual. Me contuve un poco, pero entonces me descubrí exponiendo teorías paranoicas sobre la política italiana con algo más de pasión y detalle de lo que tenía acostumbrado a Dean en cualquier tema. Otro aspecto que no se le pasó por alto, pero que, según creo, le impedía acusarme de ir de coca hasta las cejas, era que no fumaba. Entonces decidí aumentar su confusión cogiéndole un cigarrillo, pero sólo uno.
Al rato, llegaron unos amigos de Dean y cenamos todos juntos. Estaban los arquitectos Paul y Ruby Baxter, una pareja de mediana edad a la que había visto en una ocasión, y una joven actriz canadiense llamada Susan. Durante la cena, hablamos de muchas cosas, y los allí presentes, yo incluido, no tardaron en percatarse de que desde mi extremo de la mesa emanarían impresiones aterradoramente elocuentes sobre cualquier cosa. Me enzarcé en una prolongada discusión con Paul sobre los méritos relativos de Bruckner y Mahler. Les solté mi perorata sobre los años sesenta, incluido un breve aparte sobre Raymond Loewy y la racionalización. Proseguí con más reflexiones sobre historia italiana y la naturaleza del tiempo, que a su vez devinieron en una extensa objeción acerca de lo inadecuado de la teoría política occidental a la luz de las rápidas transformaciones internacionales. En una o dos ocasiones —y era como si me hallara fuera de mi cuerpo, desde arriba— me vi a mí mismo sentado a la mesa, hablando, y en esos breves instantes, mientras transitaba los espinosos matorrales de la sintaxis y el vocabulario latino, no tenía una idea real de lo que decía. Ignoraba si estaba siendo coherente. Sin embargo, todo pareció ir bastante bien —fuese lo que fuese—, y aunque me preocupaba un poco resultar demasiado vehemente, detecté en Paul lo mismo que había detectado antes en Artie Meltzer, una especie de anhelo de seguir hablando conmigo, como si yo lo alentara de algún modo, le otorgara poder, le suministrara oleadas de energía regenerativa. Tampoco fue fruto de mi imaginación cuando, un poco más tarde, Susan empezó a coquetear conmigo, rozando disimuladamente su brazo contra el mío y sosteniéndome la mirada. Conseguí esquivarla volviendo al debate acerca de Bruckner y Mahler con Paul, aunque, no me pregunten por qué, pues empezaba a aburrirme el tema y ella era increíblemente hermosa.