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Authors: Alan Glynn

Tags: #Drama, Intriga, Policíaco

Sin Límites (7 page)

Vernon se dio la vuelta y acudió hacia mí.

—Tráeme unas tostadas con huevos revueltos y mantequilla, una loncha de bacón canadiense y un café normal. Y lo que quieras para ti.

Me dio un billete y un pequeño resguardo azul, que me guardé en el bolsillo delantero de la chaqueta. Observé el billete, el rostro lúgubre del barbudo Ulysses S. Grant, y se lo devolví.

—¿Tu restaurante habitual te va a dar cambio de cincuenta por un bollo inglés?

—¿Y por qué no? Que se jodan.

—Ya pago yo.

—Tú mismo. La tintorería está en la esquina de la Calle 89, y el restaurante, justo al lado. En la misma manzana hay un quiosco donde puedes comprar aspirinas. Ah, ¿podrías traerme el
Boston Globe
también?

Miré de nuevo el periódico que había sobre la mesa.

Vernon se dio cuenta y dijo:

—Es de ayer.

—Oh —repuse—, ¿y quieres el de hoy?

—Sí.

—De acuerdo —contesté encogiéndome de hombros. Entonces me volví y recorrí el estrecho pasillo en dirección a la puerta.

—Gracias —dijo Vernon caminando detrás de mí—. Y escucha, ya arreglaremos el precio cuando vuelvas. Todo es negociable, ¿verdad?

—Sí —respondí, abriendo la puerta—. Te veo en un rato.

Oí la puerta cerrarse a mi espalda mientras caminaba por el pasillo y doblaba la esquina hacia los ascensores.

De camino a la calle tuve que esforzarme para no pensar en lo mal que me hacía sentir todo aquello. Me dije a mí mismo que le habían dado una tunda y que tan sólo le estaba haciendo un favor, pero la situación me recordaba a los viejos tiempos. Me llevaba a la memoria las horas que, antes de conocer a Vernon, había pasado esperando en varios pisos a que llegara el traficante, y la elaborada cháchara, y toda la energía invertida en no perder el control hasta que llegara ese maravilloso momento en que podías largarte, despedirte, ir a un club o marcharte a casa con ochenta pavos menos en el bolsillo, cierto, pero pesando un gramo más. Los viejos tiempos.

Habían pasado más de diez años. ¿Qué demonios estaba haciendo ahora?

Salí del ascensor, franqueé las puertas giratorias y atravesé la plaza y la Calle 90 en dirección a la Calle 89. Llegué al quiosco, que estaba situado a mitad de la manzana, y entré. Vernon no me dijo qué marca quería, así que pedí una caja de mis favoritas: Excedrina extrafuerte. Busqué entre los periódicos —México, México, México— y cogí un ejemplar del
Globe.
Eché un vistazo a la portada, buscando algo que me diera una pista de por qué leía Vernon aquel diario, y el único artículo que encontré guardaba relación con un juicio de responsabilidad civil por un producto que había de salir al mercado. Había un pequeño párrafo al respecto y una referencia a un artículo más completo en el interior. La empresa farmacéutica internacional Eiben-Chemcorp iba a defenderse en un tribunal de Massachusetts de la acusación de que su antidepresivo Triburbazina, enormemente popular, había llevado a una adolescente, que sólo había tomado el fármaco durante dos semanas, a matar a su mejor amiga y suicidarse después, ¿Se trataba de la empresa para la que Vernon decía trabajar? ¿Eiben-Chemcorp? Difícilmente.

Cogí el periódico y la Excedrina, pagué y salí a la calle. Luego me dirigí al DeLuxe Luncheonette. Era uno de esos locales chapados a la antigua que encuentras por toda la ciudad. Tal vez tenía el mismo aspecto que hacía treinta años y, a buen seguro, la misma clientela. Curiosamente, eso lo convertía en un vínculo viviente con una versión anterior del barrio. O no. Quizá. No lo sé. En todo caso, era un establecimiento de comida rápida grasienta y, puesto que se acercaba la hora de comer, estaba bastante abarrotado, así que aguardé mi turno.

Detrás de la barra, un hispano de mediana edad decía:

—No lo entiendo. No lo entiendo. En serio, ¿qué es esto? Como si no hubiera suficientes problemas aquí, ¿tienen que ir allí a causar más? —Entonces miró a su izquierda—: ¿Qué?

Junto a la parrilla había dos tipos más jóvenes hablando en español y riéndose abiertamente de él.

El hispano levantó los brazos.

—A nadie le importa ya. A nadie le importa un comino.

A mi lado, tres personas esperaban sus encargos en medio de un silencio absoluto. A las mesas que quedaban a mi izquierda estaban sentados otros comensales. En la que quedaba más cerca de mí había cuatro tipos tomando café y fumando. Uno de ellos estaba leyendo el
Post
y, al cabo de un momento, me di cuenta de que el hispano que atendía el mostrador dirigía sus comentarios a él.

—¿Te acuerdas de Cuba? —insistió—. ¿Bahía de Cochinos? Esto se convertirá en otra Bahía de Cochinos, en otro fiasco como aquél.

—No veo la analogía —dijo el anciano que leía el
Post
—. Lo de Cuba fue por culpa del comunismo. —El hombre no apartaba la vista del periódico, y hablaba con un ligero acento alemán—. Y lo mismo ocurrió con la intervención estadounidense en Nicaragua y El Salvador. En el último siglo se ha librado una guerra con México porque Estados Unidos quería Texas y California. Eso tenía sentido, un sentido estratégico, pero ¿esto?

El hombre dejó la pregunta en el aire y continuó leyendo.

El hispano envolvió dos pedidos con suma rapidez, cogió el cambio y desaparecieron varios clientes. Me acerqué un poco más al mostrador y me miró. Pedí lo que me había indicado Vernon, además de un café solo, y le dije que volvería en dos minutos. Mientras salía por la puerta, el hispano sentenció:

—No lo sé. Yo creo que debería volver la Guerra Fría…

Fui a la tintorería de al lado a recoger el traje de Vernon. Esperé unos momentos en la calle y observé el tráfico. De vuelta en el DeLuxe Luncheonette, se había sumado a la conversación un joven con una camisa vaquera que estaba sentado a otra mesa.

—¿Qué? ¿Crees que el gobierno se va a involucrar en algo así sin motivo? Es una locura.

El hombre que leía el
Post
había dejado el periódico sobre la mesa y no paraba de mirar a su alrededor.

—Los gobiernos no siempre actúan de manera lógica —terció—. A veces ejercen políticas que son contrarias a sus propios intereses. Mira Vietnam. Treinta años de…

—No me vengas con esas, hazme el favor.

El hispano, que estaba guardando mi pedido en una bolsa y parecía dirigirse a ella, farfulló:

—Dejen en paz a los mexicanos, eso es todo. Déjenlos en paz.

Pagué y cogí la bolsa.

—Vietnam…

—Vietnam fue un error, ¿vale?

—¿Un error? ¡Ja! ¿Y Eisenhower? ¿Y Kennedy? ¿Y Johnson? ¿Y Nixon? Un gran error.

—Mira, tú…

Salí del DeLuxe Luncheonette y me encaminé a la Torre Linden con el traje de Vernon en una mano y su desayuno y el
Boston Globe
en la otra. Me costó muchísimo franquear las puertas giratorias y empezó a dolerme el brazo izquierdo mientras esperaba el ascensor.

Mientras subía a la planta 17 pude oler la comida que contenía la bolsa de papel marrón, y deseé haber comprado algo para mí además del café. Estaba solo en el ascensor, y pensé en apropiarme de una de las tiras de bacón canadiense de Vernon, pero la idea me pareció demasiado triste y, con el traje colgado de una percha de alambre, un poco difícil de poner en práctica.

Salí del ascensor, recorrí el pasillo y doblé la esquina. Cuando me acercaba al piso de Vernon, me di cuenta de que la puerta estaba entreabierta. La empujé con el pie y entré. Llamé a Vernon y seguí el pasillo hasta el salón, pero antes de llegar allí noté que algo iba mal. Me preparé para lo que se avecinaba cuando empecé a atisbar la habitación y di un paso atrás, conmocionado al ver el caos que reinaba en el salón. Alguien había dejado las sillas, el escritorio y el botellero patas arriba. Los cuadros de la pared estaban ladeados. Había libros, papeles y objetos por todas partes, y durante unos segundos me resultó harto difícil concentrarme en algo en particular.

Mientras me encontraba allí paralizado, sosteniendo el traje de Vernon, la bolsa de papel marrón y el
Boston Globe,
sucedieron dos cosas. De súbito, me fijé en la figura de Vernon, sentado en el sofá de piel negra, y oí ruidos detrás de mí, pasos o algo que se arrastraba. Me volví, dejando caer el traje, la bolsa y el periódico. El pasillo estaba oscuro, pero vi una figura que corría desde una puerta situada a la izquierda hasta la entrada.

Dudé. Mi corazón empezaba a latir como un martillo neumático. Al cabo de unos instantes, corrí por el pasillo y salí. Miré a ambos lados pero no había nadie allí. Fui a toda prisa hasta el otro extremo y, justo cuando bordeaba la esquina para tomar el pasadizo más largo, oí cómo se cerraban las puertas del ascensor.

Aliviado en cierto modo por no tener que enfrentarme a nadie, volví al piso, pero en ese momento recordé la figura de Vernon en el sofá. Estaba allí sentado. ¿Por qué? ¿Enfadado por el estado en que se hallaba su salón? ¿Preguntándose quién era el intruso? ¿Calculando cuánto costaría reparar el escritorio?

Por alguna razón, ninguna de estas opciones encajaba del todo con la imagen que tenía en mi mente y, a medida que me aproximaba a la puerta, noté una punzada en el estómago. Entré y me dirigí al comedor, consciente de lo que estaba a punto de presenciar.

Vernon seguía en el sofá, exactamente en la misma posición que antes. Estaba recostado, con las piernas y los brazos separados y los ojos mirando hacia adelante o, más bien, aparentando que miraba, porque desde luego Vernon ya no podía ver nada.

Me acerqué y vi el agujero de bala en la frente. Era pequeño, limpio y rojo. Aunque siempre había vivido en Nueva York, jamás había visto un orificio de bala, y me quedé allí quieto, presa del terror y la fascinación. No sé cuánto tiempo estuve así, pero cuando por fin me moví, temblaba sin control. Tampoco podía pensar con claridad, como si alguien hubiese pulsado un interruptor en mi cerebro y lo hubiera desactivado. Moví los pies un par de veces, pero fueron salidas nulas que no condujeron a ninguna parte. Nada pasaba por el centro de control, y no estaba haciendo lo que debía, lo cual significaba que no estaba haciendo nada. Entonces, cual meteorito estrellándose contra la tierra, caí en la cuenta: claro, llama a la policía, imbécil.

Busqué un teléfono en el salón y al final lo localicé en el suelo, junto al antiguo escritorio volcado. Habían quitado los cajones y había papeles y documentos por todas partes. Cogí el aparato y marqué el número de la policía. Cuando me atendieron, empecé a balbucear. Me dijeron que me calmara y me pidieron que les facilitara una dirección. Me pasaron de inmediato con otra persona, presumiblemente alguien de un distrito local, y seguí balbuceando. Creo que cuando al fin colgué el teléfono había dado la dirección del apartamento en el que me encontraba y mencionado mi nombre y el hecho de que una persona había muerto de un disparo.

Agarré el auricular del teléfono con fuerza, como si aquello significara que estaba haciendo algo. Lo cierto es que en ese momento tenía mucha adrenalina que gestionar, así que, tras una presta reflexión, decidí que sería mejor mantenerme ocupado, enfrascarme en algo que exigiera concentración, y no mirar fijamente el cuerpo de Vernon tendido en el sofá también sería de ayuda. Pero entonces me di cuenta de que debía hacer algo de todas maneras, fuese cual fuese mi estado mental.

Empecé a rebuscar entre los papeles que rodeaban el escritorio, y al cabo de unos minutos encontré lo que andaba buscando: la agenda de Vernon. La abrí por la letra eme. Había un número en esa página. Era el de Melissa, el pariente más próximo de Vernon.

¿Quién iba a decírselo si no?

No hablaba con Melissa desde hacía ni se sabe —nueve o diez años—, y ahora, delante de mí, estaba su número de teléfono. En cuestión de segundos estaría hablando con ella.

Marqué el número. Empezó a sonar.

Mierda.

Todo aquello estaba yendo demasiado rápido.

Rinnnnnggg.

Clic.

Zumbido.

El contestador automático. Diablos, ¿qué podía hacer?

El medio minuto siguiente fue lo más intenso que recordaba en mis treinta y seis años de existencia. Primero hube de escuchar la que, sin lugar a dudas, era la voz de Melissa diciendo: «Ahora mismo no estoy. Por favor, deja tu mensaje», aunque en un tono que se me antojó singular y desconocido, y luego tuve que responder a la grabación diciendo que su hermano, que estaba conmigo en la habitación, había muerto. Una vez que empecé a hablar fue demasiado tarde y no pude parar. No entraré en detalles de lo que le dije, máxime cuando soy incapaz de recordar cuáles fueron mis palabras exactas. Pero la cuestión es que cuando terminé y colgué el teléfono, me percaté de la rareza de la situación y me sentí abrumado por una incómoda mezcla de emociones…, conmoción, disgusto conmigo mismo, tristeza, dolor…, y se me llenaron los ojos de lágrimas.

Inspiré varias veces en un esfuerzo por controlarme y, de pie junto a la ventana, contemplando la mezcolanza de estilos arquitectónicos de la ciudad, una idea persistía en mi mente: el día anterior a esa misma hora ni siquiera me había topado con Vernon. Hasta ese momento, no había hablado con él en casi diez años. Tampoco había hablado con su hermana ni había pensado demasiado en ella, pero allí estaba, en menos de veinticuatro horas, entrando de nuevo en su vida y en un período de la mía que, creía yo, se había ido para siempre. El que puedan pasar meses, e incluso años, sin ningún suceso relevante es uno de esos imponderables de la existencia y, de repente, sobrevienen unas horas, o incluso unos minutos, que pueden abrir un boquete de un kilómetro de diámetro en el tiempo.

Me aparté de la ventana, estremeciéndome al ver a Vernon en el sofá, y fui hacia la cocina. También la habían registrado. Habían abierto los armarios y los habían revuelto, y había platos rotos y fragmentos de cristal por todo el suelo. Observé de nuevo el desorden del salón y me hundí otra vez. Entonces me acerqué a la puerta que quedaba a la izquierda del pasillo y conducía al dormitorio. Estaba igual: habían sacado los cajones y los habían vaciado, le habían dado la vuelta al colchón, había ropa esparcida por todas partes y en el suelo yacía roto un gran espejo.

Me preguntaba por qué era necesario causar semejante caos, pero en mi estado de confusión, que era manifiesto, todavía me llevó un par de minutos comprenderlo. Estaba claro que el intruso buscaba algo. Vernon debió de abrirle la puerta, lo cual significaba que lo conocía, y cuando regresé debí de interrumpirlo. Pero ¿qué andaba buscando? Noté cómo se me aceleraba el pulso por el mero hecho de formular esa pregunta.

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