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Authors: Alan Glynn

Tags: #Drama, Intriga, Policíaco

Sin Límites (4 page)

Los dispuse por orden alfabético de una tacada, en un arrebato ininterrumpido. Los junté todos en el suelo en mitad del salón, los separé en dos pilas, cada una de las cuales subdividí en más categorías:
swing
,
bebop
, fusión, barroco, ópera, etc. Luego ordené cada categoría por orden alfabético. Hampton, Hawkins, Herman. Schubert, Schumann, Smetana. Cuando terminé, vi que no cabían en ningún sitio, que no había espacio para cuatrocientos compactos, así que me puse a reubicar los muebles.

Moví el escritorio al otro lado del salón, con lo que creé una nueva zona de almacenamiento en la que podía colocar cajas de papeles que anteriormente ocupaban espacio en la estantería. Después utilicé ese espacio para guardar los discos. A continuación redistribuí varios elementos sueltos, una pequeña mesa que utilizaba para comer, una cajonera, el televisor y el video. Después de eso, coloqué de nuevo todos mis libros en las estanterías, y deseché unos ciento cincuenta, ediciones baratas de novela negra, terror y ciencia-ficción que jamás volvería a leer y de las que podía deshacerme con facilidad. Las metí en dos bolsas negras de plástico que saqué de un armario situado en el pasillo. Entonces cogí otra bolsa y empecé a revisar todos los papeles que descansaban sobre mi mesa y en los cajones. Me sentía bastante despiadado y tiré cosas que guardaba sin motivo aparente, objetos que, de haber fallecido, mi desafortunado albacea no habría dudado en desechar. ¿Qué podía hacer con ellos? ¿Qué iba a hacer con viejas cartas de amor, nóminas, facturas de gas y luz, amarillentos artículos mecanografiados que había dejado a medias, manuales de instrucciones de bienes de consumo que ya no poseía, panfletos de las vacaciones que no había disfrutado…? «Dios mío —pensé mientras embutía toda aquella basura en una bolsa—, la mierda que dejamos para que la clasifiquen otros». No es que tuviese intención de morir, pero sentía un impulso abrumador de aliviar el desorden de mi apartamento. Y supongo que de mi vida también, porque entonces me dispuse a organizar mi material de trabajo: carpetas llenas de recortes de prensa, libros ilustrados, diapositivas y archivos informáticos. La idea subyacente era avanzar con el proyecto para terminarlo, y terminarlo para dejar espacio a otra cosa, algo más ambicioso tal vez.

Cuando hube ordenado la mesa, decidí ir a buscar un vaso de agua a la cocina. Tenía sed y no había bebido nada desde que llegué. En aquel momento no pensé que casi nunca bebo agua. De hecho, no caí en la cuenta de que todo aquello resultaba extraño. Era raro que la cocina no hubiese sido la primera escala al llegar a casa y que no llevara ya una lata de cerveza en la mano.

Pero tampoco me pareció raro que, al cruzar el salón, hiciera un breve alto para alinear el sofá y la butaca.

No obstante, cuando abrí la puerta y encendí la luz, se me cayó el alma a los pies. La cocina era larga y estrecha, con armarios antiguos de formica y cromo y una gran nevera al fondo. Todo el espacio libre, incluido el fregadero, estaba cubierto de platos, sartenes sucias, cartones de leche y cajas de cereales vacías y latas de cerveza aplastadas. Vacilé unos segundos y me puse a limpiarlo todo.

En el momento en que dejaba la última sartén, consulté el reloj y vi qué hora era. Me daba la sensación de que no llevaba tanto tiempo en casa, quizá treinta o cuarenta minutos, pero vi que en realidad había trabajado con ahínco más de tres horas y media. Admiré la habitación, que prácticamente estaba irreconocible. Entonces, sintiéndome cada vez más desorientado, regresé al salón y observé con asombro el alcance de la transformación que había obrado allí.

Y algo más: en las tres horas y media que habían transcurrido desde mi llegada no había fumado un solo cigarrillo, cosa excepcional en mí.

Me dirigí a la silla en la que había dejado la chaqueta. Saqué el paquete de Camel del bolsillo lateral y lo sostuve en la mano. De repente, aquel paquete tan cotidiano, con el perfil de la epónima bestia del desierto, me parecía pequeño, encogido y desvinculado de mi persona. Ya no parecía una extensión de mí mismo, y fue entonces cuando las cosas empezaron a resultar extrañas, porque, desde finales de los años setenta, aquél era probablemente el período de vigilia más prolongado que había pasado sin echar mano de un cigarrillo. Y, sin embargo, todavía no sentía el menor deseo de fumar. Tampoco había comido nada desde mediodía. Ni orinado. Era todo muy raro.

Volví a guardar el paquete de tabaco donde lo había encontrado y permanecí allí de pie, mirando mi chaqueta.

Estaba confuso, porque, desde luego, lo que Vernon me había dado me afectó, pero no acertaba a comprender qué clase de colocón era aquél. No había bebido y había ordenado la casa. Correcto. Pero ¿de qué iba todo aquello?

Me di la vuelta y me senté en el sofá. Lo curioso es que todo me parecía normal, pero eso no contaba en realidad, porque era vago por naturaleza, así que mi conducta era, cuando menos, poco corriente. ¿Qué era aquello? ¿Una droga para gente que quería ser más maniática del orden? Traté de recordar si había oído hablar de algo parecido, si había leído algo al respecto, pero no me vino nada a la mente y, tras un par de minutos, decidí tumbarme. Apoyé los pies en el reposabrazos y hundí la cabeza en un cojín, pensando que a lo mejor podría llevar aquello en otra dirección, modificar los parámetros, flotar un poco. Sin embargo, empecé a detectar algo casi de inmediato, una sensación tensa e irritante, un estado de hondo malestar. Levanté las dos piernas a la vez y me levanté.

Al parecer, tenía que estar ocupado.

Navegar las agitadas aguas de una sustancia química desconocida, impredecible y casi siempre proscrita era una experiencia que no había vivido en mucho tiempo, desde aquellos lejanos y extraños días de mediados de los años ochenta, y ahora lamentaba haberme prestado a ello de manera tan despreocupada y estúpida.

Anduve un rato arriba y abajo, y luego volví al escritorio y me senté en la silla giratoria. Repasé unos documentos relacionados con un manual de formación en telecomunicaciones que estaba redactando, pero era una labor tediosa y lo cierto es que no me apetecía pensar en ello.

Hice una pausa y giré sobre la silla para examinar la habitación. Pusiera donde pusiera la mirada había recordatorios de mi proyecto literario para Kerr & Dexter: libros ilustrados, cajas de diapositivas, pilas de revistas y una fotografía de Aldous Huxley clavada en un tablón de anuncios en la pared.

En marcha: de Haight-Ashbury a Silicon Valley.

Aunque cualquier cosa que pudiera decir Vernon Gant me causaba bastante escepticismo, había recalcado que la píldora me ayudaría a superar cualquier problema creativo que tuviese, de modo que pensé: «¿Por qué no intento concentrarme un poco en el libro, al menos un rato?».

Encendí el ordenador.

Mark Sutton, mi superior en K & D, me había lanzado la propuesta hacía cosa de tres meses y había estado dándole vueltas a la idea desde entonces, cavilando, comentándolo con amigos y fingiendo haberme puesto manos a la obra, pero al ver las notas que había plasmado en el ordenador me di cuenta del poco trabajo que había hecho. Tenía mucho que corregir y redactar, y estaba ocupado, qué duda cabe, pero, por otro lado, ese era justamente el tipo de encargo por el que había incordiado a Sutton desde que empecé con K & D en 1994: algo importante, algo que llevara mi nombre impreso. Sin embargo, me di cuenta de que corría el grave peligro de que todo se fuera al traste. Para confeccionar un trabajo decente tendría que escribir una introducción de diez mil palabras y otras diez o quince mil en extensas notas al pie, pero, por el momento, a juzgar por aquellos párrafos, estaba claro que sólo tenía ideas sumamente vagas sobre lo que pretendía decir.

No obstante, había acumulado cantidad de material de investigación —biografías de Raymond Loewy, Timothy Leary y Steve Jobs, estudios políticos y económicos, libros de consulta sobre diseño, tejidos y publicidad, pasando por portadas de discos, carteles y productos industriales—, pero ¿cuánto había leído en realidad?

Cogí de una estantería situada sobre el escritorio la biografía de Raymond Loewy y estudié la fotografía de la portada, un atildado Loewy con bigote posando en su moderna oficina en 1934. Aquel hombre había liderado a la primera generación de diseñadores-estilistas, gente capaz de cualquier cosa. El propio Loewy era el responsable de los elegantes autobuses Greyhound de los años cuarenta, del paquete de tabaco Lucky Strike y de la nevera Cold-spot-Six, información que había leído en la nota publicitaria de la solapa interior del libro mientras me hallaba en la tienda de Bleecker Street tratando de decidir si lo compraba o no. Pero esa información había sido suficiente para convencerme de que necesitaba el libro y de que Loewy era una figura crucial, alguien a quien debía empollar si aspiraba a ser serio.

Pero ¿le había estudiado? Por supuesto que no. ¿Acaso no bastaba con pagar treinta y cinco dólares por el dichoso libro? ¿Pretendían además que lo leyera?

Abrí el primer capítulo de
Vida de Raymond Loewy
, una crónica de sus primeros días en Francia, antes de que emigrara a Estados Unidos, y empecé a leer.

En la calle saltó la alarma de un coche y pude soportarlo un segundo o dos, pero entonces alcé la vista con la esperanza de que parara, y pronto. Al cabo de unos segundos pude volver a la lectura, pero cuando me centré de nuevo en el libro vi que iba ya por la página doscientos treinta y siete.

Sólo llevaba veinte minutos leyendo.

Estaba asombrado, y no entendía cómo había engullido tantas páginas en tan corto espacio de tiempo. Leo con bastante lentitud, y normalmente me llevaría tres o cuatro horas asimilar todo aquello. Era increíble. Volví a hojear el libro para ver si reconocía algo del texto y, para mi sorpresa, así fue. Porque, de nuevo, en circunstancias normales retengo muy poco de lo que leo. Incluso tengo dificultades para seguir tramas novelísticas complicadas, por no hablar de textos técnicos o fácticos. Cuando entro en una librería y busco, por ejemplo, en las secciones de historia, arquitectura o física, me desespero. ¿Cómo puede abarcar una persona todo el material que existe sobre cualquier temática, o incluso una parcela especializada de una temática? Era una locura…

Pero, por el contrario, aquella mierda era increíble…

Me levanté de la silla.

De acuerdo, pregúntame algo sobre los inicios profesionales de Raymond Loewy.

¿Como qué?

Pues no sé. Cómo empezó, por ejemplo.

Muy bien. ¿Cómo empezó?

A finales de los años veinte trabajó como ilustrador de moda, sobre todo para
Harper's Bazaar.

¿Y?

Comenzó en el diseño industrial cuando le encargaron una nueva duplicadora Gestetner. Logró despachar el trabajo en tan sólo cinco días. Corría mayo de 1920. Siguió ese camino y acabó diseñando de todo, desde alfileres de corbata a locomotoras.

En ese momento desfilaba arriba y abajo por la habitación, asintiendo y chasqueando los dedos.

¿Quiénes fueron sus contemporáneos?

Norman Bel Geddes, Walter Teague y Henry Dreyfuss.

Me aclaré la garganta y proseguí, en voz alta esta vez, como si estuviese pronunciando una conferencia.

La visión colectiva de todos ellos sobre un futuro plenamente mecanizado en el que todo sería limpio y nuevo fue expuesta en la Feria Internacional de Muestras celebrada en Nueva York en 1939. Con el lema «¡Mañana, ahora!», Bel Geddes diseñó para General Motors la exposición más grande y costosa de la feria. Fue bautizada como
Futurama
y representaba un Estados Unidos imaginario del entonces lejano 1960, una especie de impaciente precursor onírico de la Nueva Frontera.

Me detuve de nuevo, incapaz de creer que hubiese asimilado tanto, incluso los pormenores más desconocidos; detalles, por ejemplo, sobre qué se utilizó como relleno para el enorme plan de expropiación de Flushing Bay, donde había tenido lugar la feria.

Ceniza y basura tratada. Casi cinco millones de metros cúbicos.

Pero ¿cómo podía recordar aquello? Era ridículo y a la vez fantástico, por supuesto, y estaba entusiasmado. Volví a mi escritorio y me senté. El libro tenía unas ochocientas páginas y me di cuenta de que no necesitaba leerlo entero. A fin de cuentas, lo había comprado sólo por recabar un poco de información de referencia y siempre podía consultarlo más adelante. Así que leí el resto por encima. Cuando terminé el último capítulo, con el libro cerrado sobre la mesa, decidí intentar resumir lo que había leído.

La idea más relevante que extraje del libro fue sobre el estilo de Loewy, conocido popularmente como racionalización. Fue uno de los primeros conceptos de diseño que inspiraron sus fundamentos en la tecnología, y en la aerodinámica en particular. Precisaba la introducción de objetos mecánicos en revestimientos y módulos metálicos, y consistía en crear una sociedad sin fricciones. En aquel momento podías verlo reflejado por todas partes, en la música de Benny Goodman, por ejemplo, y en los ostentosos escenarios de las películas de Fred Astaire, en transatlánticos y clubes nocturnos y en suites situadas en áticos de hoteles, donde Ginger Rogers y él se movían como peces en el agua…

Hice una pausa, escudriñé el apartamento y miré por la ventana. Ahora todo estaba oscuro y silencioso, al menos tan oscuro y silencioso como puede estar en una ciudad, y en ese preciso instante me percaté de que era absolutamente feliz. Era una alegría sin reservas. Me aferré a ese sentimiento tanto como me fue posible, hasta que adquirí conciencia del latido de mi corazón, hasta que alcancé a oírlo contando el paso de los segundos…

Luego volví a mirar el libro, tamborileé con los dedos sobre el escritorio y retomé la lectura.

De acuerdo. Las formas y curvas de la racionalización creaban la ilusión de un movimiento perpetuo. Eran una senda nueva y radical. Afectaban a nuestros deseos e influían en lo que esperábamos de nuestro entorno, desde los trenes a los automóviles y los edificios, e incluso las neveras y las aspiradoras, por no hablar de docenas de objetos cotidianos. Pero de allí surgió una pregunta importante: ¿qué fue primero, la ilusión o el deseo?

Y era eso, por supuesto. Lo vi en un destello. Aquél era el primer argumento que debería exponer en mi introducción. Porque algo similar, con más o menos la misma dinámica, había de ocurrir más tarde.

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