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Authors: Alan Glynn

Tags: #Drama, Intriga, Policíaco

Sin Límites (3 page)

Justo en ese momento empezó a sonar un teléfono móvil. Puesto que yo no tenía, supuse que era el de Vernon. Se metió la mano en el bolsillo lateral de la chaqueta y lo sacó. Mientras abría la tapa y buscaba el botón correcto, sentenció:

—Permíteme decirte, Eddie, que esa cosa resolverá cualquier problema que tengas con ese libro.

Lo miré con incredulidad.

—Gant.

Había cambiado de verdad, y de una forma bastante curiosa. Era la misma persona, pero parecía haber desarrollado, o cultivado, una personalidad distinta.

—¿Cuándo?

Vernon cogió su copa y la agitó un poco.

—Ya lo sé, pero ¿cuándo?

Miró de reojo hacia la izquierda, e inmediatamente después consultó la hora.

—Dile que no podemos hacer eso. Sabe que es imposible. De ningún modo.

Vernon hizo un ademán despectivo con la mano.

Di un trago a mi bebida y me encendí un Camel. Allí estaba yo, desperdiciando la tarde con mi ex cuñado. Desde luego, cuando salí de casa una hora antes para dar un paseo no tenía ni idea de que acabaría en un bar. Y menos con mi ex cuñado, el puto Vernon Gant.

Meneé la cabeza y bebí otra vez.

—No, será mejor que se lo digas. Ahora. —Vernon se dispuso a levantarse—. Mira, estaré ahí en diez o quince minutos. —Poniéndose la chaqueta con la mano que tenía libre, agregó—: De ninguna manera, en serio. Espera. Ahora voy.

Vernon colgó el teléfono y se lo guardó de nuevo en el bolsillo.

—Mierda de gente —espetó, mirándome y negando con la cabeza como si yo entendiera algo.

—¿Problemas? —dije.

—Sí, ya lo creo. —Sacó su cartera—. Y me temo que voy a tener que dejarte, Eddie. Lo siento.

Vernon sacó su tarjeta de visita del billetero y la dejó cuidadosamente sobre la mesa, justo al lado de la píldora blanca.

—Por cierto —añadió, señalando la pastilla con la cabeza—, invita la casa.

—No la quiero, Vernon.

Me guiñó un ojo.

—No seas desagradecido. ¿Sabes cuánto cuestan? —Vernon se apartó de la mesa y se tomó un segundo para recolocarse el traje, que le venía holgado. Entonces me miró fijamente—. Quinientos pavos cada una.

—¿Qué?

—Lo que oyes.

Fijé la vista en la pastilla.

—¿Quinientos dólares por eso?

—Las copas corren de mi cuenta —dijo, y se dirigió hacia la barra. Lo observé mientras pagaba a la camarera. Entonces señaló nuestra mesa. Eso tal vez significaba que llegaría otra bebida, gentileza del grandulón del traje caro.

Cuando salía del bar, Vernon me lanzó una mirada de soslayo que quería decir: «Tómatelo con calma, amigo mío», hizo una pausa y luego agregó:

—Y no olvides llamarme.

Sí, sí.

Me quedé sentado un rato, ponderando el hecho de que no sólo había dejado las drogas, sino que tampoco bebía por la tarde. Pero allí estaba, haciendo justamente eso. En ese preciso instante llegó la camarera con el segundo whisky sour.

Terminé el primero y empecé con el nuevo. Me encendí otro cigarrillo.

Supongo que el problema era el siguiente: si iba a beber por la tarde, habría preferido una docena de bares antes que aquél, y sentado junto a la barra, empinando el codo con algún tipo encaramado a un taburete igual que yo. Vernon y yo habíamos elegido aquel lugar por comodidad, pero para mí no había en él ningún otro rasgo redentor. Además, había empezado a entrar un montón de gente, probablemente de las oficinas colindantes, y empezaban a armar jaleo. Un grupo de cinco personas se sentó a la mesa de al lado y oí a alguien pedir unos Long Island Ice Tea. No me malinterpreten, sabía que el Long Island Ice Tea era un buen antídoto para el estrés laboral, pero también era realmente letal, y no me apetecía andar por allí cuando aquel brebaje a base de ginebra, vodka, ron y tequila empezara a hacer efecto. Maxie's no era mi tipo de bar, simple y llanamente, así que decidí terminarme la copa lo antes posible y salir volando de allí.

Además, tenía trabajo que hacer. Debía estudiar y seleccionar minuciosamente miles de imágenes, ordenarlas, reordenarlas, analizarlas y deconstruirlas. A fin de cuentas, ¿qué pintaba en una coctelería de la Sexta Avenida? Nada. Debería estar en casa, en mi escritorio, recorriendo palmo a palmo el Verano del Amor y las complejidades de los microcircuitos. Debería estar escaneando todos esos desplegables de
The Saturday Evening Post, Rolling Stone
y
Wired,
y también el material fotocopiado que se amontonaba en el suelo y en cualquier otra superficie libre del piso. Debería estar delante de mi pantalla de ordenador, bañado en una luz azul, realizando silenciosos y continuos progresos con mi libro.

Pero no lo estaba y, pese a mis buenas intenciones, tampoco daba señales de querer marcharme. Por el contrario, mientras me rendía al numinoso brillo del whisky y dejaba que se impusiera a las ganas de largarme de allí, volví a pensar en mi ex mujer, Melissa. Ahora vivía al norte del estado con sus dos hijos y se dedicaba a… ¿qué? A algo. Vernon no lo sabía. ¿De qué iba todo aquello? ¿Cómo podía no saberlo? Era lógico que yo no fuese colaborador habitual de
The New Yorker
o
Vanity Fair
, que no fuese un gurú de Internet o un capitalista de riesgo, pero que no lo fuera Melissa era inconcebible.

De hecho, cuantas más vueltas le daba, más extraño me parecía. Podía retroceder en el tiempo, reconstruir todos los avatares y atrocidades, y aun así establecer un vínculo directo y plausible entre el Eddie Spinola relativamente estable que se hallaba sentado frente a aquella barra, con su contrato literario de Kerr & Dexter y su plan de salud mensual y, digamos, un Eddie anterior, más flacucho, resacoso y vomitando sobre la mesa de su jefe durante una presentación o revolviendo el cajón de la ropa interior de su novia en busca de sus ahorros. Pero con aquella Melissa domesticada del norte del estado que Vernon había esbozado no parecía existir conexión alguna, o la conexión se había roto, o… algo, yo qué sé.

Por aquel entonces, Melissa era una suerte de portento de la naturaleza. Tenía opiniones elaboradas acerca de todo, desde las causas de la Segunda Guerra Mundial hasta los méritos o deméritos arquitectónicos del nuevo Edificio Lipstick de la Calle 53. Defendía sus opiniones con vehemencia y siempre hablaba —con un aire intimidatorio, como si blandiese una porra— de volver a los principios fundamentales. No se podía jugar con Melissa, y rara vez o nunca mostraba piedad.

Por ejemplo, la noche en que se produjo la caída de la Bolsa, el Lunes Negro —19 de octubre de 1987—, estaba con ella en Nostromo's, un bar de la Segunda Avenida, cuando entablamos conversación con cuatro vendedores de bonos que estaban tomando vodka en la mesa de al lado. (En realidad, creo que uno de ellos era Deke Tauber; tengo grabada una imagen suya sentado a la mesa, asiendo con fuerza un vaso de Stoli.) Pero, en cualquier caso, los cuatro estaban aturdidos, asustados y pálidos. No dejaban de preguntarse unos a otros cómo había ocurrido y qué significaba aquello, y meneaban la cabeza constantemente en un gesto de incredulidad, hasta que al final Melissa intervino: «Joder, amigos, no es por fastidiarlos ni nada por el estilo, pero ¿no lo veían venir?». Bebiendo un gélido Margarita y fumando un Marlboro
light
, se embarcó, antes que todos los editoriales de la prensa escrita, en una frenética jeremiada que atribuía sagazmente la congoja colectiva de Wall Street, así como la deuda multibillonaria del país, al infantilismo crónico de la generación de
baby boomers
del doctor Spock. Melissa sumió a los cuatro en una depresión aún más profunda de la que probablemente sintieron cuando estaban en la oficina y decidieron salir a tomar una copa rápida, un fugaz e inocente post mórtem tras el accidente.

Ahora estaba sentado, contemplando mi bebida, cavilando acerca de qué le habría ocurrido a Melissa. Me preguntaba cómo aquella bravuconería y aquella energía creativa suyas podían haberse canalizado en algo tan nimio. Con esto no pretendo menospreciar las alegrías de la paternidad, no me malinterpreten, pero Melissa era una persona muy ambiciosa.

Recordé también la visión que tenía Melissa de las cosas. Su inteligencia didáctica y rigurosa era exactamente lo que necesitaba si pretendía dar forma a aquel libro para Kerr & Dexter.

No obstante, necesitar algo y ser capaz de conseguirlo eran dos cosas distintas. Ahora, a quien le tocaba sentirse deprimido era a mí.

Y, de repente, como una explosión, la gente sentada a la mesa de al lado se echó a reír. Duró unos treinta segundos, y en ese periodo de tiempo aquel intenso ardor que notaba al fondo de mi estómago titiló, balbuceó y acabó por remitir. Aguardé un rato, pero no sirvió de nada. Me levanté suspirando y guardé el tabaco y el encendedor en el bolsillo.

Entonces miré la pequeña píldora blanca que había en el centro de la mesa. Vacilé unos momentos. Cuando me disponía a irme, me di la vuelta y titubeé de nuevo. A la postre, cogí la tarjeta de Vernon y me la metí en el bolsillo. Luego me llevé la pastilla a la boca y me la tragué.

Me dirigí hacia la puerta y, mientras salía del bar y pisaba la Sexta Avenida, pensé para mis adentros: «Desde luego, no has cambiado nada».

III

En la calle hacía mucho más frío que antes. Había oscurecido, pero aquella tercera dimensión centelleante en que se convertía la ciudad por la noche empezaba a cobrar forma. También estaba bastante más concurrida, un anochecer típico de la Sexta Avenida, con su intenso tráfico —coches, taxis y autobuses— que se dirigían al norte de la ciudad desde el West Village. La evacuación de las oficinas había comenzado. Todo el mundo estaba cansado, irritable y apurado, entrando y saliendo como una flecha de las estaciones de metro.

Lo que sí resultaba evidente mientras me abría paso entre el tráfico y me encaminaba a la Calle 10 era lo rápido que empezaba a hacer efecto la pastilla de Vernon, fuese lo que fuese.

Había notado algo en cuanto salí del bar. Era una leve alteración de la percepción, un parpadeo apenas, pero al recorrer las cinco manzanas que me separaban de la Avenida A cobró intensidad y se aguzó mi conciencia de todo lo que me rodeaba: los cambios mínimos de iluminación, el tráfico que avanzaba a paso de tortuga a mi izquierda y la gente que se acercaba a mí en dirección opuesta. Me fijaba en sus ropas, oía fragmentos de sus conversaciones y atisbaba sus rostros. Lo captaba todo, pero no de una manera exacerbada, como sucedía con la droga. Por el contrario, todo resultaba bastante natural, y al cabo de un rato, transitadas dos o tres manzanas, empecé a sentirme como si hubiese practicado ejercicio, como si me hubiese empujado a mí mismo a una especie de límite físico extático. A la vez, sabía que lo que sentía no podía ser natural, porque si hubiera corrido estaría sin resuello, apoyado contra una pared, jadeando, pidiendo entrecortadamente que alguien llamara a una ambulancia. ¿Correr? Mierda, ¿cuándo había sido la última vez? Diría que no había corrido distancia alguna en los últimos quince años; nunca tuve la ocasión de hacerlo y, aun así, esa era la sensación: nada en la cabeza, ni zumbidos ni hormigueos, ni corazón acelerado, ni paranoia…, ningún placer en particular. Simplemente me encontraba bien, alerta. Desde luego, no como si me hubiese tomado sólo un par de whisky sour, tres o cuatro cigarrillos y una hamburguesa con queso y patatas en mi restaurante habitual, por no hablar de todas las decisiones insalubres que había tomado, unas opciones que ahora se sucedían como si fuesen una grasienta baraja de cartas.

Y, entonces, ¿en sólo ocho o diez minutos estoy sano de repente? Lo dudo.

Es cierto que respondo con bastante rapidez a las drogas, medicamentos cotidianos incluidos, ya sean aspirina, paracetamol o cualquier otra cosa. Sé de sobra cuándo algo ha penetrado en mi organismo y me dejo llevar. Por ejemplo, si en una caja dice «puede causar somnolencia», por lo común significa que me sumiré en una especie de coma leve. Incluso en la universidad fui el primero en probar los alucinógenos, siempre el primero en salir del cascarón, en detectar esos sutiles y ondulantes cambios de color y textura. Pero ahora era diferente, una rápida reacción química distinta de cualquier cosa que hubiese experimentado.

De hecho, cuando llegué a las escaleras que conducían a mi edificio, tenía la firme sospecha de que lo que había ingerido estaba a punto de actuar en toda su plenitud.

Entré en el edificio y subí andando al tercer piso, pasando junto a cochecitos, bicicletas y cajas de cartón. No me crucé con nadie, y no sé cómo habría reaccionado si lo hubiese hecho, pero tampoco detectaba en mí un deseo de evitar a la gente.

Llegué a la puerta de mi piso de una habitación y busqué torpemente la llave. Torpemente porque, de súbito, la idea de esquivar a la gente o no esquivarla, o tan siquiera de tener que pensar en ello, me causaba aprensión y me hacía sentir vulnerable. También me di cuenta de que no tenía ni idea de cómo iba a desarrollarse aquella situación y de que podía hacerlo en cualquier dirección. Entonces pensé: «Mierda, si pasa algo raro, si algo sale mal, si ocurre algo malo, si la cosa se pone fea…».

Pero frené en seco y permanecí inmóvil un rato delante de la puerta, observando la placa de latón con mi nombre grabado. Intenté calibrar mi reacción, valorarla de algún modo, y me di cuenta con bastante rapidez de que no era la droga, era yo. Me había vencido el pánico. Como a un idiota.

Respiré hondo, metí la llave en la cerradura y abrí la puerta. Encendí la luz y contemplé por unos segundos el espacio acogedor, familiar y un tanto apretujado donde vivía desde hacía más de seis años. Pero en el transcurso de esos pocos segundos debió de cambiar algo en mi percepción de la estancia, porque, de repente, se me antojó desconocida, demasiado atestada, un poco extraña incluso, y desde luego no me pareció un lugar muy propicio para trabajar.

Entré y cerré la puerta.

Luego, con la chaqueta a medio quitar y sentado en una silla, me descubrí cogiendo unos libros de una estantería situada sobre el equipo de música, una estantería donde no debían estar, y colocándolos donde correspondía. Después observé la habitación, y me sentí tenso, impaciente, insatisfecho con algo, aunque no sabía exactamente qué. No tardé en darme cuenta de que buscaba un punto de partida, y a la postre encontré uno en mi colección de casi cuatrocientos discos compactos de música clásica y
jazz,
que se hallaban desperdigados por todo el piso, algunos fuera de su caja y, por supuesto, sin ningún orden en particular.

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