Después de cenar, en cualquier caso, visitamos varios clubes nocturnos, primero el Duma, luego el Virgil’s, después el Moon y más tarde el Hexagon. No recuerdo el momento exacto, pero tomé otra dosis de MDT en un retrete. Lo que sí recuerdo es esa áspera atmósfera de neón de los lavabos, personas reflejadas en los espejos a mi alrededor, algunas manteniendo conversaciones sin sentido, otras desplomadas contra las baldosas blancas, contemplándose a sí mismas —borrachas, enchufadas y perplejas—, como si se hubiesen caído accidentalmente de su propia vida.
Recuerdo que me sentía rebosante de electricidad.
Dean, cada vez más apabullado, se fue a casa pasadas las dos, al igual que Susan. Llegaron otros amigos de Paul y Ruby, seguidos un rato después por unos amigos de éstos. Entonces, Paul y Ruby se marcharon. Transcurrieron una hora o dos y me encontré en un gigantesco piso del Upper West Side con un grupo de gente al que no conocía de nada. Estaban todos sentados a una mesa de cristal tomando rayas de coca; aun así, yo era el que más hablaba de todos. En un momento dado, me levanté, paseé por la estancia y me vi en un gran espejo ornamentado que colgaba sobre una falsa chimenea de mármol. Entonces me di cuenta de que yo era el centro de atención, y de que, hablase de lo que hablase —y sabe Dios que podía ser de cualquier cosa—, todos los ocupantes de la sala sin excepción me estaban escuchando. Hacia las cinco de la mañana, o las cinco y media, o las seis —no recuerdo—, fui con dos tipos a desayunar a un restaurante de Amsterdam Avenue. Uno de ellos, Kevin Doyle, era banquero de inversión en Van Loon & Associates, y al parecer me dijo que podía proporcionarme cierta información, buena información, y que podía ayudarme a crearme una cartera. No cesaba de insistir en que nos reuniéramos aquella semana en su oficina para comer, incluso para tomar café, el día que me viniera bien.
El otro tipo se quedó allí sentado todo el tiempo, mirándome.
A la postre —porque tarde o temprano todo el mundo tuvo que irse a dormir— me encontré solo otra vez. Pasé el día deambulando por la ciudad, sobre todo a pie, observando cosas a las que nunca había prestado demasiada atención, como esos mastodónticos edificios de apartamentos de Central Park West, con sus torres en los tejados y sus cornisas góticas. Paseé hasta Times Square y llegué a Gramercy Park y Murray Hill. Volví en dirección a Chelsea y bajé hasta el distrito financiero y Battery Park. Monté en el
ferry
de Staten Island, viajando en cubierta para que el frío y vigorizante viento me azotara. Tomé el metro hacia el norte de la ciudad, y visité museos y galerías, lugares en los que no había estado desde hacía años. Asistí a un recital de música de cámara en el Lincoln Center, comí en Julian's, leí el
New York Times
en Central Park y vi dos películas de Preston Sturges en un cine de reposiciones del West Village.
Más tarde, estuve con varias personas en Zola's y me acosté por fin el lunes al amanecer.
Después de aquello, las tres o cuatro semanas siguientes se fundieron una con otra en un prolongado tramo de…
elasto-tiempo.
Estuve permanentemente… ¿Colocado? ¿Tibio? ¿Flipando? ¿Enchufado? ¿Relajado? Ninguno de estos términos resulta apropiado para describir la experiencia del MDT. Pero, sea cual fuere el término que utilicemos, me había convertido en un consumidor profesional, tomaba una y a veces dos dosis diarias, y me las arreglaba para dormir horas sueltas aquí y allá. Tenía la sensación de que yo (o, más bien, mi vida) me expandía de manera exponencial y de que, en breve, los diversos espacios que ocupaba, físicos y de otra índole, no iban a ser suficientes para contenerme y, en consecuencia, me someterían a una gran presión y me llevarían quizá a un punto de ruptura.
Perdí peso. Perdí también el norte, así que no sé en cuánto tiempo adelgacé, pero debieron de ser ocho o diez días. Se me estilizó un poco la cara, y me sentía más ligero y esbelto. No es que no comiera, pues lo hacía, sobre todo ensaladas y fruta. Suprimí el queso, el pan, la carne, las patatas y el chocolate. No bebía cerveza ni refrescos, pero sí ingentes cantidades de agua.
Estaba activo.
Me corté el pelo y compré ropa nueva. Porque podía soportar seguir viviendo en mi piso de la Calle 10, con su olor a humedad y su crujiente suelo de madera, pero desde luego no tenía por qué aguantar un ropero que me hacía sentirme como una extensión del apartamento. Así que cogí dos mil dólares del sobre que guardaba en el armario y me fui caminando hasta el SoHo. Entré en varias tiendas y luego tomé un taxi hasta la Quinta Avenida a la altura de la Calle 50. En el lapso de una hora compré un traje de lana gris marengo, una camisa de algodón lisa y una corbata de seda Armani. Después compré unos zapatos de piel curtida en A. Testoni. También encontré ropa más informal en Bareh's. En la vida había gastado tanto dinero en ropa, pero merecía la pena, porque tener cosas nuevas y caras que ponerme me hacía sentir relajado y seguro de mí mismo y, también, debo añadir, me hacía sentirme otra persona. De hecho, para poner a prueba el traje nuevo, igual que uno probaría un coche, me eché a la calle un par de veces y recorrí Madison Avenue y el distrito financiero, escabulléndome con brío entre la multitud. Me veía reflejado en las ventanas de las oficinas, en oscuros bloques de cristal corporativo. Admiraba a aquel tipo esbelto que parecía saber con exactitud adónde iba y, más aún, qué iba a hacer cuando llegara allí.
También gasté dinero en otras cosas, y a veces entraba en tiendas caras y buscaba vendedoras guapas y elegantes. Compré cosas al azar —una estilográfica Mont Blanc y un reloj Pulsar— sólo por percibir esa sensación infantil y vagamente narcótico-erótica de verme envuelto en un velo de perfume y atención personal.
¿Le gustaría probarse este, caballero?
Con los hombres me mostraba más agresivo, ahondando en cuestiones detalladas e intercambios de información, como cuando compré una caja de las nueve sinfonías de Beethoven grabadas en directo con instrumentos originales y entablé un debate con el vendedor en torno a la relevancia contemporánea de las prácticas interpretativas del siglo XVIII. Mi conducta con los camareros también era inusitada. Cuando acudía a lugares como Soleil, La Pigna y Ruggles, cosa que había empezado a hacer con bastante regularidad, era un cliente incómodo. No hay otra palabra para describirlo. Pasaba un tiempo desmesurado repasando la lista de vinos, por ejemplo, o pedía cosas que no figuraban en la carta, o me inventaba un nuevo y complicado coctel allí mismo y esperaba que el camarero me lo preparase.
Luego asistía a conciertos en el Sweet Basil y el Village Vanguard y entablaba conversación con los ocupantes de las mesas adyacentes, y aunque gracias a mis amplios conocimientos de jazz acostumbraba a salir airoso, también sobresaltaba a veces a la gente. No es que fuese molesto, no lo era, pero charlaba con todo el mundo y con suma concentración sobre cualquier tema, exprimiendo de cada encuentro hasta la última gota de lo que pudiera ofrecer: intriga, conflicto, tedio, banalidad o cotilleo, no importaba. La mayoría de la gente con la que me topé no estaba acostumbrada a aquello y algunos lo consideraban incluso irritante.
Cada vez era más consciente del efecto que ejercía sobre ciertas mujeres a las que conocía, o a las que tan sólo veía unas mesas más allá o en una sala atestada. Parecía darse una curiosa y asombrada atracción que era incapaz de explicar, pero que desembocó en algunas conversaciones íntimas y reveladoras, y a veces también —porque desconocía los parámetros del terreno— algunas bastante fallidas. En una ocasión, durante un concierto de Dale Noonan en el Sweet Basil, se me acercó una treintañera pelirroja de piel pálida entre canción y canción y se sentó a mi mesa. Ella sonrió, pero no dijo nada. Le correspondí con una sonrisa y tampoco medié palabra. Llamé a un camarero y estaba a punto de preguntarle si le apetecía tomar algo cuando meneó ligeramente la cabeza y dijo: «Non».
Le pedí la cuenta al camarero. Cuando nos íbamos, mientras el frenético Dale Noonan retomaba la actuación, la vi mirar a la mesa en la que estaba sentada al principio. Yo también volví la vista. En ella había otra mujer y un hombre observándonos, gesticulando tal vez, y en ese fugaz retablo de lenguaje corporal me pareció detectar una creciente sensación de alarma, de pánico incluso. Pero no bien hubimos salido, la pelirroja me cogió del brazo, casi arrastrándome calle abajo, y dijo con un marcado acento francés: «Oh, Dios mío, ya no soportaba más ese estruendo de mierda». Entonces se echó a reír y me apretó el brazo, atrayéndome hacia ella como si nos conociéramos desde hacía años.
Se llamaba Chantal, era parisina y estaba allí de vacaciones con su hermana y su cuñado. Intenté hablarle en francés sin demasiado éxito, lo cual parecía cautivarla sobremanera, y al cabo de veinte minutos tenía la sensación de conocerla desde hacía años. Mientras recorríamos la Quinta Avenida en dirección al edificio Flatiron, le conté que la policía solía ahuyentar de allí a los jóvenes que se congregaban para ver cómo las rachas de viento levantaban las faldas a las transeúntes. Esas rachas eran provocadas por el cerrado ángulo del extremo norte del edificio, una explicación que más tarde degeneró en un sermón sobre apuntalamientos contra el viento y los primeros rascacielos, justo lo que le apetece oír a una chica en tales circunstancias, pero, por algún motivo, conseguí que una charla sobre cerchas y vigas fuese interesante, divertida e incluso fascinante. Una vez llegamos a la Calle 23, se plantó frente al edificio Flatiron, esperando que ocurriera algo, pero apenas soplaba brisa aquella noche y lo único detectable en los pliegues de su larga falda azul marino era un suave movimiento ondulante. Parecía decepcionada, como si estuviese a punto de dar un pisotón.
La cogí de la mano y seguimos andando.
Cuando llegamos a la altura de la Calle 29 giramos a la derecha. Momentos después me dijo que habíamos llegado a su hotel. Me contó que ella y su hermana habían estado todo el día de compras, lo cual explicaría las bolsas y cajas, el papel de seda, los zapatos, los cinturones y los accesorios nuevos esparcidos por la habitación. La miré ligeramente confuso. Ella suspiró y dijo que no prestara atención al desorden.
A la mañana siguiente desayunamos en un restaurante de la zona, y después pasamos unas horas en el Met. Puesto que a Chantal le quedaba todavía otra semana en Nueva York, acordamos vernos una vez, y otra e, inevitablemente, otra. Pasamos veinticuatro horas encerrados en su habitación de hotel, y durante ese tiempo, entre otras cosas, recibí clases de francés. Creo que le sorprendió lo mucho que conseguí aprender y lo rápido que lo hice, ya que, en nuestro último encuentro, que tuvo lugar en un restaurante marroquí de Tribeca, hablamos casi exclusivamente en su idioma.
Chantal me dijo que me quería y que estaba dispuesta a dejarlo todo para venirse a vivir conmigo en Manhattan. Abandonaría su piso de la Bastilla, su empleo en un organismo de ayuda al extranjero, toda su vida en París. Disfrutaba mucho de su compañía, y odiaba la idea de que se fuera, pero tenía que disuadirla. Nunca lo había tenido tan fácil en una relación, y no quería forzar mi suerte. Pero tampoco veía cómo podíamos mantener una relación plausible en el contexto de mi incipiente adicción al MDT. En cualquier caso, la situación en la que nos habíamos conocido había sido bastante irreal, una irrealidad que se había visto exacerbada por los detalles personales que le había proporcionado sobre mí. Le había dicho que era analista de inversiones y que estaba ideando una nueva estrategia de predicción del mercado basada en la teoría de la complejidad. Le había contado asimismo que el motivo por el que no la había llevado a ver mi piso de Riverside Drive era que estaba casado, infelizmente, cómo no. La escena de la despedida fue difícil, pero aun así fue agradable escuchar, entre lágrimas y en francés, que viviría para siempre en su corazón.
Hubo un par de encuentros más. Una mañana fui a casa de mi amigo Dean en Sullivan Street para recoger un libro y, cuando salía del edificio, me puse a hablar con una joven que vivía en el segundo piso. Según la detallada descripción de sus vecinos que había ofrecido Dean en una ocasión, era una programadora blanca y soltera de veintiséis años, no fumadora e interesada en el arte estadounidense del siglo xix. Nos habíamos cruzado por las escaleras varias veces, pero tal como funcionan las cosas en los edificios de Nueva York, con su distanciamiento y su paranoia, por no hablar de su grosería endémica, nos habíamos ignorado por completo el uno al otro. En esa ocasión le sonreí y dije:
—Hola. Fantástico día.
Ella se mostró sorprendida, me estudió por un nanosegundo o dos y repuso:
—Si eres Bill Gates. O Naomi Campbell.
—Tal vez —dije, haciendo una pausa para apoyarme en la pared—, pero si la cosa está tan mal, ¿puedo invitarte a una copa?
Ella consultó su reloj y dijo:
—¿Una copa? Son las diez y media de la mañana. ¿Qué eres, el príncipe heredero del País de los Juguetes?
—Podría ser —dije, riéndome.
La joven sostenía una bolsa de A & P en la mano izquierda y bajo el brazo derecho un voluminoso libro de tapa dura, bien apretujado para que no resbalara. Señalé el libro con la cabeza.
—¿Qué estás leyendo?
Ella soltó un largo suspiro, como diciendo: «Oye, estoy ocupada. ¿De acuerdo? Quizá en otra ocasión». Luego repuso con voz cansina:
—Thomas Cole. Las obras de Thomas Cole.
—
Vista del monte Holyoke
—dije automáticamente—.
Nortbampton, Massachuselts, después de una tormenta
.
Recodo del río
. —No podía resistirme a continuar—. Mil ochocientos treinta y seis. Óleo sobre lienzo, 129,5 por 193 centímetros.
La muchacha frunció el ceño y me miró. Entonces dejó la bolsa de la compra a sus pies. Soltó el libro que llevaba bajo el brazo, lo sostuvo con torpeza y empezó a hojearlo.
—Sí —dijo, casi para sí misma—.
Recodo del río
, eso es. Estoy preparando un… —Continuó pasando distraídamente las hojas del libro—. Estoy preparando un trabajo para un curso sobre Cole y… sí —dijo mirándome de nuevo—,
Recodo del río
.
Encontró la página y me la mostró, pero para que pudiéramos observar el cuadro como era debido tuvimos que acercarnos un poco más. Era bastante baja de estatura, tenía el cabello oscuro y sedoso y lucía un pañuelo en la cabeza con pequeñas cuentas de ámbar.