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Authors: Alan Glynn

Tags: #Drama, Intriga, Policíaco

Sin Límites (25 page)

Me di la vuelta y vi que la luz del contestador automático parpadeaba. Fatigado, me acerqué a él y pulsé el
play
. Había siete mensajes.

Me senté al borde del sofá y escuché. Jay Zollo suplicaba que me pusiera en contacto con él. Mi padre, confuso, quería saber si había visto el artículo en el periódico. Gennadi, enfadado, dijo que si me estaba riendo de él me cortaría la puta cabeza con un cuchillo del pan. El amigable Artie Meltzer me invitaba a comer. Mary Stern me decía que todo sería mucho más fácil si hablaba con ella. Una empresa de contratación me ofrecía un cargo exclusivo en una importante agencia de corretaje. Y un empleado de la oficina de David Letterman —un representante artístico— me invitaba a participar en el programa de aquella noche.

Me arrellané en el sofá y miré al techo. Debía conservar la calma. Yo no deseaba aquella atención, ni verme presionado, pero si pretendía salir de una pieza tenía que permanecer alerta. Me levanté del sofá y fui al dormitorio. Quizá si podía dormir un rato por la tarde, una hora o dos, sería capaz de pensar con claridad. Pero en el momento en que me tumbé en la cama supe que no podría hacerlo. Estaba completamente despierto y mi cerebro funcionaba a todo gas.

Me levanté de nuevo y fui al salón. Anduve arriba y abajo un rato, de la mesa al teléfono y del teléfono a la mesa. Luego entré en la cocina y salí otra vez. Me metí en el lavabo y volví al salón. Entonces me acerqué a la ventana. Pero eso era todo. No tenía adónde ir, sólo aquellas tres habitaciones. De pie cerca de mi escritorio, estudié el piso e intenté imaginar cómo sería aquel lugar con diez habitaciones, techos altos y paredes blancas desnudas. Pero no podía hacerlo sin sentir vértigo. Además, era otro lugar —la planta 68 del Celestial—, y ahora estaba allí, en mi casa.

Me alejé de la mesa y tuve que apoyarme en las estanterías que había detrás de mí. Me entró un mareo repentino.

Cerré los ojos.

Al cabo de un momento me vi flotando, moviéndome por un pasillo vacío e iluminado. Se oía un sonido cada vez más distante y atenuado. El avance pareció durar una eternidad, con un ritmo lento y onírico. Pero luego me deslizaba describiendo una amplia curva, atravesando una habitación hacia un gran ventanal. No me detuve allí, sino que continué flotando, con los brazos extendidos, atravesando el cristal y sobrevolando el gran microchip que era la ciudad, mientras detrás de mí, tras una breve pero inexplicable demora, el enorme bloque de cristal se desmoronaba en un millón de fragmentos con un estruendo ensordecedor.

Abrí los ojos y di un salto hacia atrás, asustado por la inesperada vista aérea que tenía ahora de la Calle 10, las papeleras, los coches aparcados y los fotógrafos arremolinados como bacterias en una placa de laboratorio. Me aparté de la repisa, intentando mantener el equilibrio, y me desplomé en el suelo. Después, respirando profundamente y frotándome la cabeza, que me había golpeado con la parte superior de la ventana, contemplé asombrado dónde había estado momentos antes y dónde debía estar todavía.

Me levanté poco a poco y volví hacia las estanterías, observando con atención cada uno de mis pasos. Extendí el brazo para tocar las cosas al pasar y así tranquilizarme: el lateral del sofá, la mesa, el escritorio… Miré de dónde venía y no me lo podía creer. Se me antojaba irreal que hubiese estado apoyado en aquella ventana, asomando tanto el cuerpo.

Con el corazón desbocado, fui al cuarto de baño. Si aquello iba a empezar de nuevo, tenía que encontrar la manera de pararlo. Abrí el botiquín situado sobre el lavamanos y rebusqué apresuradamente entre las botellas, cajas y envases herméticos, los productos de afeitado, los jabones y los analgésicos sin receta médica. Encontré un bote de jarabe antitusivo que había comprado el invierno anterior pero no había llegado a utilizar. Leí la etiqueta y vi que contenía codeína. Abrí el tapón, me miré en el espejo y empecé a beber. Era horrible, empalagoso y viscoso, y entre trago y trago tuve arcadas, pero al menos sabía que, fuese cual fuese el cortocircuito sináptico que estaba provocando aquellos desvanecimientos, la codeína ralentizaría mi organismo y me causaría somnolencia, tal vez la suficiente para dejarme inconsciente en el sofá o en el suelo. No me importaba dónde, mientras no fuese en el exterior, en algún lugar de la ciudad, en libertad…

Bebí hasta la última gota del frasco, enrosqué de nuevo el tapón y lo tiré en la cestita que había junto al inodoro. Luego tuve que esforzarme para no vomitar. Me senté al borde de la bañera, agarrándome a ella con fuerza, y miré la pared de enfrente intentando no cerrar los ojos.

Durante los cinco minutos siguientes, antes de que la codeína empezara a hacer efecto, se produjeron dos sucesos más, breves como el parpadeo de una diapositiva, pero no por ello menos aterradores. De hallarme al borde de la bañera, y sin ningún movimiento consciente por mi parte, me vi en medio del salón. Estaba de pie, oscilando ligeramente, intentando disimular mi desconcierto, como si ignorar lo que había ocurrido significara que no volvería a pasar. Poco después —clic, clic— me encontraba sentado en el último escalón del primer descansillo con la cabeza entre las manos. Me di cuenta de que otro desplazamiento como aquél y estaría en la calle, acosado por fotógrafos y periodistas, quizá en peligro, quizá poniendo en peligro a los demás y, sin duda, fuera de control.

Pero en ese momento empecé a notar una pesadez en las extremidades y una suerte de estupefacción general. Me levanté, agarrándome a la barandilla, y me di la vuelta. Subí poco a poco hasta la tercera planta. Caminar era como vadear melaza, y cuando llegué a la puerta del piso, que estaba abierta de par en par, supe que no iría a ninguna parte.

Tardé unos momentos en darme cuenta de que el zumbido que oía desde el umbral de la puerta no estaba sólo en mi cabeza. Era el teléfono, y antes de que me diese tiempo a razonar que no debía cogerlo habida cuenta de mi estado, vi mi mano flotando hacia el auricular.

—¿Diga?

—¿Eddie?

La conmoción me hizo callar unos momentos. Era Melissa.

—¿Eddie?

—Sí, soy yo. Lo siento. Hola.

Mi voz sonaba pesada y laxa.

—Eddie, ¿por qué me mentiste?

—No lo hice… ¿De… de qué estás hablando?

—Del MDT. Vernon. Ya sabes de qué hablo.

—Pero…

—Acabo de leer el
Post
, Eddie. ¿Vendiendo acciones en descubierto? ¿Anticipándote a los mercados? ¿Tú? Vamos.

No sabía qué decir.

—¿Desde cuándo lees tú el
New York Post
? —repuse.

—Últimamente es lo único que se puede leer.

¿Qué significaba eso?

—No entien…

—Mira, Eddie, olvídate del
Post
, y olvídate de que me has mentido. El problema es el MDT. ¿Todavía lo estás consumiendo?

No respondí. Apenas podía abrir los ojos.

—Tienes que dejar de tomarlo, por el amor de Dios.

Hice una nueva pausa, pero esta vez no sé cuánto duró.

—¿Eddie? Dime algo.

—¿Por qué no nos vemos?

—De acuerdo. ¿Cuándo?

—Dímelo tú.

Notaba una hinchazón en la lengua al hablar.

—Mañana por la mañana. No sé. ¿Once y media?, ¿doce?

—Vale. ¿En la ciudad?

—Perfecto. ¿Dónde?

Propuse un bar de la calle Spring.

—Bien.

Eso fue todo. Entonces Melissa dijo:

—Eddie, ¿estás bien? Te noto raro, me preocupas.

Estaba contemplando un nudo en los tablones de madera del suelo. Reuní las fuerzas que me quedaban y acerté a decir:

—Nos vemos mañana, Melissa.

Luego, sin esperar respuesta, colgué el teléfono.

Fui tambaleándome hasta el sofá y me tumbé. Era media tarde y acababa de beberme una botella entera de jarabe para la tos. Apoyé la cabeza en el reposabrazos y miré al techo. Durante la media hora posterior escuché varios sonidos que entraban y salían de mi conciencia: el timbre seguramente, alguien golpeando la puerta, voces, el teléfono, sirenas y tráfico. Pero ninguno era lo bastante nítido o llamativo para sacarme de aquel estupor, y me fui sumiendo en el sueño más profundo que había disfrutado en varias semanas.

XVII

Seguí inconsciente hasta las cuatro de la madrugada y tardé dos horas más en recobrarme de aquella somnolencia paralizadora. Pasadas las seis, y con dolores por todo el cuerpo, salí a rastras del sofá y fui a darme una ducha. Luego me preparé una cafetera grande en la cocina.

Después, mientras fumaba un cigarrillo en el salón, no dejaba de mirar el bol de cerámica que reposaba sobre la estantería situada encima del ordenador. Pero no quería acercarme demasiado a él, porque sabía que si seguía tomando MDT acabaría sufriendo aquellos desvanecimientos misteriosos y cada vez más aterradores. Por otro lado, no creía que tuviese nada que ver con el coma de Donatella Álvarez. Estaba dispuesto a aceptar que había ocurrido algo, y que durante aquellos desvanecimientos seguía funcionando de una manera u otra, moviéndome y haciendo cosas, pero me negaba a aceptar que hubiese llegado a golpear a alguien en la cabeza con un instrumento contundente. Había pensado algo similar unos minutos antes en la ducha. Aún tenía moratones en el cuerpo, así como aquella pequeña marca circular, una presunta quemadura de cigarrillo que ahora estaba desapareciendo. Era una prueba indiscutible de algo, concluí, pero dudaba que tuviese que ver conmigo.

Me acerqué con renuencia a la ventana y miré. La calle estaba vacía. No había nadie, ni fotógrafos ni periodistas. Con un poco de suerte, pensé, el misterioso corredor de bolsa que había aparecido en los periódicos sensacionalistas ya era agua pasada. Además, era sábado por la mañana, de modo que reinaría la calma.

Me senté de nuevo en el sofá. Al cabo de dos minutos, volví a la posición que había adoptado toda la noche, e incluso me amodorré un poco. Sentía un agradable letargo y cierta holgazanería. Era algo que no había sentido desde hacía largo tiempo, y aunque tardé un poco, a la postre lo relacioné con el hecho de que no había tomado una píldora de MDT en casi veinticuatro horas, mi periodo de abstinencia más largo, y el único. Nunca había pensado en dejarlo, pero ahora me decía: «¿Por qué no?». Era fin de semana, y a lo mejor necesitaba un descanso. Tendría que recargar pilas para la reunión del lunes con Carl Van Loon, pero hasta entonces nada me impedía relajarme como una persona normal.

Sin embargo, hacia las once no estaba tan relajado y, cuando me disponía a salir, me sentí un poco desorientado. Pero como nunca había dejado que se disipara totalmente el efecto de la droga, decidí seguir adelante con mi abstinencia temporal, al menos hasta que hablara con Melissa.

En Spring Street dejé el sol tras de mí y me adentré en las sombras del bar en el que nos habíamos citado. Miré en derredor. Alguien me hacía gestos desde una mesa situada en un rincón, y aunque no veía con claridad, sabía que aquella persona tenía que ser Melissa y fui a su encuentro.

De camino al local me sentía muy raro, como si hubiese tomado alguna sustancia que empezaba a hacer efecto. Pero sabía que en realidad ocurría lo contrario, como si se alzara una cortina y quedaran al descubierto los nervios, unas sensaciones que no habían visto la luz del día desde hacía tiempo. Cuando pensaba en Carl Van Loon, por ejemplo, o en Lafayette, o en Chantal, lo primero que me llamaba la atención era lo irreales que parecían, y luego se adueñaba de mí una especie de tenor por haber mantenido relación con ellos. Cuando pensaba en Melissa, me sentía abrumado, cegado por una tormenta de recuerdos…

Melissa se levantó a mi llegada y nos besamos torpemente. Ella se sentó de nuevo, y yo hice lo propio al otro lado de la mesa.

Mi corazón palpitaba.

—¿Qué tal? —dije, y al instante se me antojó raro no comentar su aspecto, pues estaba muy cambiada.

—Estoy bien.

Llevaba el pelo corto y teñido de un tono marrón rojizo. Estaba más gruesa —en general, pero sobre todo la cara— y tenía arrugas alrededor de los ojos. Su mirada transmitía cansancio. Yo no era quién para hablar, desde luego, pero aun así me sorprendió.

—¿Y tú, Eddie, cómo estás?

—Bien —mentí—. Supongo.

Melissa estaba tomando una cerveza y tenía un cigarrillo encendido. El bar estaba casi vacío. Había un anciano leyendo un periódico en una mesa situada cerca de la puerta y dos muchachos en los taburetes de la barra. Llamé al camarero y señalé la cerveza de Melissa. La normalidad de la situación denotaba lo extraño e inquieto que me sentía. Unas semanas antes me hallaba frente a Vernon en una coctelería de la Sexta Avenida. Ahora, gracias a una lógica insondable, estaba sentado delante de Melissa en aquel lugar.

—Tienes buen aspecto —dijo. Luego, alzando un dedo amenazador, añadió—: Y no me digas que yo también, porque sé que no es cierto.

Pese a los cambios, al peso, las arrugas y el cansancio, nada podía rebatir el hecho de que Melissa seguía siendo hermosa. Pero, después de su advertencia, no sabía cómo decírselo sin sonar condescendiente.

—He perdido bastante peso últimamente —observé.

Melissa me miró fijamente a los ojos y contestó:

—Eso es obra del MDT.

—Ya me figuro.

Con el tono lo más pausado y circunspecto que pude, pregunté:

—¿Qué sabes de todo esto?

—Bueno —contestó, respirando hondo—; en resumidas cuentas, Eddie, el MDT es letal, o puede serlo. Y si no te mata, provoca graves daños cerebrales, y te hablo de daños permanentes. —Entonces se señaló la cabeza con el índice de la mano derecha y dijo—: A mí me jodio el cerebro. Ya te lo contaré más tarde, pero lo importante es que yo he tenido suerte.

Tragué saliva.

En ese momento apareció el camarero con una bandeja. Dejó un vaso de cerveza delante de mí y cambió el cenicero por uno nuevo. Cuando se fue, Melissa continuó:

—Consumí sólo nueve o diez veces, pero hubo un tipo que tomó mucho más, durante varias semanas, y me consta que falleció. Otro desgraciado acabó como un vegetal. Su madre tenía que bañarlo todos los días y alimentarlo con una cuchara.

Me dio un vuelco el estómago y empecé a sentir un leve dolor de cabeza.

—¿Cuándo ocurrió todo eso?

—Hará unos cuatro años. ¿Vernon no te contó nada? —Meneé la cabeza. Melissa parecía sorprendida. Entonces, como si le requiriese un gran esfuerzo físico, respiró hondo una vez más—. De acuerdo —prosiguió—. Hace cuatro años, Vernon salía a veces con un cliente suyo que trabajaba en un laboratorio farmacéutico y gozaba de un acceso que nunca debería haber tenido a una serie de medicamentos nuevos. Se suponía que uno de ellos, que todavía no tenía nombre ni se había sometido a ensayos clínicos, era increíble. Así que, para probarlo, porque evidentemente eran demasiado astutos como para hacerlo ellos mismos, Vernon y ese tipo empezaron a dárselo a otros, sobre todo amigos suyos.

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