Mientras recorría Madison Avenue pensaba gastar unos 300.000 dólares en la casa, 500.000 a lo sumo, pero, habida cuenta de mi posición con Van Loon y mis perspectivas con Hank Atwood, no había razón para no pensar a lo grande. Dos millones o tres, quizá más. Durante la espera en la lujosa recepción de Sullivan y Draskell, hojeando folletos ilustrados que publicitaban pisos de lujo en nuevos edificios con nombres como Mercuiy y Celestial, y escuchando la voz de Alison Botnick, con sus urgentes golpes léxicos —lujo, liquidez, no lo deje escapar, cerca, cerca, cerca—, mis expectativas aumentaban por segundos. También vi que Alison Botnick me restaba mentalmente quince años y me pertrechaba con una camiseta de la UCLA y una gorra de béisbol, convenciéndose de que era un multimillonario de las punto.com. Las llamas se avivaron cuando le hice caso omiso al sugerir que evitara un piso en un edificio propiedad de una cooperativa debido a las montañas de papeleo necesarias para superar el proceso de elección de la junta.
—Las juntas se están poniendo muy selectivas —dijo—. No es que…
—Por supuesto que no, pero ¿quién quiere que lo excluyan sin presentar batalla?
Botnick ponderó una respuesta.
—De acuerdo.
Nuestra manipulación mutua en aquellos respectivos estados de excitación adquisitiva y profesional sólo podían desembocar en una cosa: visitas. Primero me llevó a ver un piso de cuatro habitaciones, en la Calle 74, entre Lexington y Park Avenue, construido antes de la guerra. Fuimos en taxi y, mientras hablábamos del mercado y de su situación en ese momento, tuve la agradable sensación de llevar las riendas, como si hubiese diseñado yo el programa de aquel pequeño interludio y todo fuese sobre ruedas.
El piso que visitamos en la Calle 74 no era nada del otro mundo. Los techos eran bajos y no entraba demasiada luz natural. Además, era pequeño y bastante agobiante.
—Muchos edificios de antes de la guerra son así —explicó Alison mientras recorríamos el vestíbulo de camino a la calle—. Tienen goteras y hay que cambiar las instalaciones eléctricas, y a menos que esté dispuesto a quedárselo tal cual y empezar de cero, no valen su precio.
Que en este caso eran 1,8 millones de dólares.
Después fuimos a ver un
loft
reformado de 300 metros cuadrados en el barrio de Flatiron. Hasta los años cincuenta había sido una fábrica textil, había quedado vacío casi todos los sesenta y, por su decoración, no parecía que el actual dueño hubiese hecho gran cosa desde los setenta. Alison dijo que era un ingeniero civil que seguramente había pagado muy poco por él, pero que ahora pedía 2,3 millones. Me gustó, y tenía potencial, pero se encontraba en una zona de la ciudad que todavía resultaba un tanto anodina.
El último piso al que me llevó Alison se encontraba en la planta 68 de un rascacielos construido hacía poco en el lugar que antaño ocuparan las vías de tren en el West Side. El Celestial, además de otras urbanizaciones de lujo, en teoría había de ser la pieza central de un nuevo proyecto de remodelación urbana. Más o menos abarcaría la zona que mediaba entre la parte oeste de Chelsea y Hell's Kitchen.
—Si da un vistazo, hay muchos pisos vacíos por aquí —dijo Alison, que parecía un Robert Moses de nuestros días—, desde la Calle 26 hasta la 42, al oeste de la Novena Avenida. Está a punto para nuevas construcciones. Y con la nueva estación Penn se apreciará un incremento enorme del tráfico. Llegarán miles de personas más cada día.
Estaba en lo cierto. Cuando el taxi recorría la Calle 34 en dirección al río Hudson, comprendí a qué se refería. Detecté un gran potencial de encarecimiento y aburguesamiento en todo el barrio.
—Créame —continuó—, será la mayor apropiación de tierras que ha presenciado esta ciudad en cincuenta años.
El Edificio Celestial, que despuntaba sobre un erial de almacenes abandonados, era un deslumbrante monolito de acero revestido de cristal reflectante en tonos bronce. Cuando el taxi se detuvo junto a una enorme plaza que se extendía a los pies del edificio, Alison me soltó un rollo sobre cosas que, obviamente, creía que yo debía saber. El Celestial tenía 217 metros de altura, 70 plantas y 185 viviendas, además de varios restaurantes, un gimnasio, una sala de proyecciones privada, instalaciones para pasear al perro, un sistema «inteligente» de reciclaje de basuras, una bodega, un humidificador, azotea recubierta de titanio…
Asentí, como si estuviese anotando todo aquello para valorarlo más tarde.
—El propio arquitecto se está planteando trasladarse aquí —dijo.
En el amplio vestíbulo, unas columnas de mármol con vetas rosadas sostenían el techo, adornado con un mosaico dorado, pero escaseaban los muebles y las obras de arte. El ascensor nos llevó hasta la planta 68 en lo que parecieron diez segundos, pero debieron de ser más. El piso precisaba algunas obras, me dijo, así que no debía preocuparme por las bombillas sin lámpara y los cables a la vista.
—Pero… —susurró mientras metía la llave en la cerradura— no se pierda las vistas.
Entramos en un piso diáfano, y aunque vi diversos pasillos, me sentí atraído al instante por las ventanas que ocupaban el otro extremo de la blanca y desnuda estancia. El suelo estaba cubierto de plásticos y, al ir avanzando hacia los ventanales con Alison detrás de mí, avisté todo Manhattan en una panorámica vertiginosa. Me asombró ver los rascacielos justo enfrente, Central Park a la izquierda y el distrito financiero a mi derecha.
Vistos desde aquella perspectiva, desde aquella onírica cualidad de lo imposible, los edificios emblemáticos de la ciudad estaban en su sitio, pero parecían mirar hacia donde nos encontrábamos. Noté la presencia de Alison detrás de mí, olí su perfume y oí el suave roce de la seda al moverse.
—¿Y bien? —dijo—. ¿Qué le parece?
—Es increíble —respondí, volviéndome hacia ella.
Alison asintió y esbozó una sonrisa. Sus ojos eran de un verde vivaracho y brillaban de un modo que no había visto antes. De repente, me pareció mucho más joven de lo que imaginaba.
—Entonces, señor Spinola —añadió, sosteniéndome la mirada—, ¿le importa que le pregunte a qué se dedica?
Vacilé unos momentos y dije:
—Banca de inversión.
Alison asintió.
—Trabajo para Carl Van Loon.
—Entiendo. Debe de ser interesante.
—Lo es.
Mientras procesaba la información, quizá ubicándome en alguna categoría de cliente inmobiliario, observé la habitación, con sus paredes desnudas y el incompleto cuadriculado de paneles del techo, tratando de imaginar cómo sería totalmente amueblado y habitado. Pensé también en el resto del piso.
—¿Cuántas habitaciones tiene? —pregunté.
—Diez.
Pensé en aquella información —un piso de diez habitaciones—, pero su envergadura me superaba. Me vi arrastrado irremediablemente a la ventana y admiré de nuevo la ciudad, embelesado como antes, asimilándolo todo. Hacía un día despejado, el sol brillaba sobre Manhattan, y el mero hecho de encontrarme allí me llenó de júbilo.
—¿Cuánto vale?
Tuve la impresión de que lo hacía sólo por aparentar, pero Alison consultó su libreta, hojeando varias páginas y murmurando como si estuviese concentrada. Al cabo de un momento, dijo con indiferencia:
—Nueve y medio.
Chasqueé la lengua y solté un silbido.
Alison consultó otra página de la libreta y se movió un poco hacia la izquierda, como si ahora verdaderamente se hubiese perdido en sus pensamientos.
Volví a mirar por la ventana. Era mucho dinero, desde luego, pero tampoco una cantidad prohibitiva. Si seguía trabajando a ese nivel y conseguía manejar bien a Van Loon, no había motivo por el que no pudiera reunir el dinero.
Me volví hacia Alison y me aclaré la voz.
Ella sonrió educadamente.
Nueve millones y medio de dólares.
Había cierta electricidad entre nosotros, pero, por lo visto, mencionar el dinero la atenuó, y durante un rato recorrimos en silencio el resto de habitaciones. Las vistas en cada una de ellas eran distintas de las del salón principal, pero igual de espectaculares. Parecía haber luz y espacio por todas partes, y al atravesar lo que serían los cuartos de baño y la cocina, imaginé ónice, terracota, nogal y cromados, una vivienda elegante en un caleidoscopio de formas flotantes, líneas paralelas y curvas de diseño.
Entonces comparé todo aquello con la atmósfera opresiva y el crujir del suelo de mi casa y empecé a notar un mareo, dificultades para respirar e incluso cierto pánico.
—Señor Spinola, ¿se encuentra bien?
Me apoyé contra la puerta, presionándome el pecho con una mano.
—Sí, estoy bien… Es sólo…
—¿Qué?
Miré a mi alrededor para orientarme. No sabía si había sufrido otro desvanecimiento momentáneo. Creía no haberme movido, no lo recordaba, pero no podía saber a ciencia cierta si el ángulo era distinto desde el lugar en el que me encontraba…
—¿Señor Spinola?
—Estoy bien, estoy bien. Pero ahora debo irme. Lo siento.
Me dirigí rápidamente hacia la puerta. Dándole la espalda, agité una mano en el aire y dije:
—Me pondré en contacto con su oficina. Ya llamaré. Gracias.
Salí al pasillo y fui directo a uno de los ascensores. Mientras las puertas se cerraban, tenía la esperanza de que no me siguiera, y así fue.
Salí del Celestial y crucé la plaza en dirección a la Décima Avenida pensando en el colosal bloque de vidrio que brillaba al sol detrás de mí. Pensaba también en la posibilidad de que Alison Botnick estuviese todavía en la planta 68, tal vez mirando a la plaza, lo cual me hacía sentir como un insecto. Hube de recorrer varias manzanas de la Calle 33 y pasar frente a la oficina de Correos y el Madison Square Garden antes de encontrar un taxi. No miré atrás en ningún momento, y cuando entré en el coche agaché la cabeza. Había una copia del
New York Post
doblada sobre el asiento. La cogí y la sostuve con fuerza en mi regazo.
Todavía no sabía con certeza si había ocurrido algo allí arriba, pero la idea misma de que aquella historia de los desvanecimientos empezara otra vez me aterrorizaba. Me quedé quieto y esperé, calibrando cada resquicio de mi percepción, listo para aislar y evaluar cualquier anormalidad. Pasaron un par de minutos y parecía encontrarme bien. Entonces relajé la mano con la que agarraba el periódico, y cuando giramos a la derecha para tomar la Segunda Avenida, me había calmado considerablemente.
Abrí el
Post
y miré la portada. El titular decía: «los federales investigan a los reguladores». Era un artículo sobre los tejemanejes de la Comisión Deportiva del estado de Nueva York, e iba acompañado de unas fotografías poco favorecedoras de dos altos cargos de dicho organismo. Como era habitual en ese periódico, en la parte superior de la portada, por encima de la cabecera, había tres titulares encuadrados con referencias a las páginas donde se encontraba el artículo. El que había en medio, con tipografía blanca sobre un fondo rojo, me llamó la atención de inmediato: «mujer de pintor mexicano sufre ataque brutal, página 2». Contemplé aquellas palabras un segundo, y estaba a punto de buscar el artículo cuando vi el titular de al lado. Éste —en blanco sobre negro— decía: «corredor de bolsa misterioso arrasa, página 43». Abrí atropelladamente el periódico y cuando encontré el artículo en la sección de negocios, lo primero que vi fue que la autora era Mary Stern. Se me revolvió el estómago.
No me podía creer que hubiese escrito algo sobre mí, máxime después de cómo le había hablado por teléfono. Pero quizá fuera ese el motivo. El texto ocupaba media página e iba acompañado de una foto de la sala de trabajo de Lafayette. Allí estaban Jay Zollo y los demás, sentados en sus sillas y mirando a cámara.
Empecé a leer.
En una de las compañías de corretaje interdía de Broad Street ha ocurrido algo inusual. En una sala con cincuenta terminales y otras tantas gorras de béisbol,
brokers
de guerrilla especulan por unos márgenes de beneficio ínfimos: un octavo de punto aquí, un dieciseisavo allá. En Lafayette Trading se trabaja duro y la atmósfera es innegablemente tensa.
Me mencionaba en el segundo párrafo.
Pero la semana pasada todo cambió cuando Eddie Spinola, el chico nuevo, llegó de la calle, abrió una cuenta y emprendió una agresiva orgía de ventas en descubierto que dejó a los avezados corredores de Lafayette sin aliento y buscando su teclado, con la intención de seguir sus indicaciones y embolsarse unos beneficios sin parangón en el mundo del corretaje interdía. Pero, atentos: el que al final de su primera semana era el Rey de las Ratas, el corredor misterioso Eddie Spinola, se halla en paradero desconocido…
No me lo podía creer. Leí en diagonal el resto del párrafo.
Se niega a hablar […] Reservado con otros corredores […] Esquivo […] No se le ha visto en varios días.
El artículo especulaba sobre mi identidad y mis actividades, e incluía citas de un desconcertado Jay Zollo, entre otros. Un texto encuadrado ofrecía detalles sobre algunas de mis transacciones y explicaba cómo se habían beneficiado de ellas varios habituales de Lafayette: uno había ganado suficiente dinero para dar la entrada de un piso, otro había pedido cita para una operación dental a la que debía someterse desde hacía mucho tiempo, y un tercero se había puesto al día con los pagos de la pensión alimentaria.
Era una sensación extraña que escribieran sobre uno, ver tu nombre impreso en un periódico, sobre todo en la sección de negocios. Era más raro aún aparecer en la sección de negocios del
New York Post
.
Observé el tráfico de la Segunda Avenida.
No sabía cómo afectaría aquello a mi privacidad o a mi relación con Van Loon, pero si algo sabía a ciencia cierta era que no me gustaba.
El taxi se detuvo frente a mi edificio. Estaba tan distraído con el artículo que, cuando pagué al conductor y me apeé, no vi al pequeño grupo de fotógrafos y periodistas congregado en la acera. No conocían mi apariencia y supuestamente sólo sabían dónde vivía, pero mi mirada de incredulidad al bajarme del coche debió de delatarme. Hubo un breve momento de calma antes de que se dieran cuenta, dos segundos a lo sumo, y después: «¡Eddie! ¡Eddie! ¡Aquí! ¡Aquí!». ¡Clic! ¡Clic! Agaché la cabeza, saqué las llaves y eché a andar a toda prisa. «¿Cuándo volverá a Lafayette, Eddie? ¡Mire aquí, Eddie! ¿Cuál es su secreto, Eddie?». Conseguí entrar y cerrar la puerta de golpe. Corrí escaleras arriba y, una vez en casa, fui directo a la ventana. Seguían allí abajo. Eran cinco periodistas arracimados en torno a la puerta del edificio. ¿Todo aquello lo había motivado el artículo del
Post
? ¿Todo el mundo quería saber quién era el tipo que se había anticipado a los mercados? ¿El corredor misterioso? Si esa era la noticia, me alegraba de que nadie reparara en que yo era el Thomas Cole al que la policía ansiaba interrogar en relación con Donatella Álvarez.