Afuera, la luz ha cambiado de manera sutil. La oscuridad ha perdido ventaja, y no tardará en asomar por el horizonte un matiz azul. Estoy tentado de dejar el ordenador, salir y contemplar el cielo, sentir el gran silencio que rodea esta pequeña extensión al borde de la autopista de Vermont. Pero me quedo donde estoy, dentro, sentado en la butaca de mimbre, y sigo escribiendo, porque lo cierto es que no me queda mucho tiempo.
En el taxi, de camino a la cafetería, pasamos por delante de Actium, el restaurante de Columbus Avenue en el que estuve con Donatella Álvarez. Lo vi fugazmente. Estaba cerrado y, de una manera extraña, resultaba monótono e irreal, como un decorado abandonado. Reproduje mentalmente lo que podía recordar de la cena y la recepción en el estudio de Rodolfo Álvarez, pero aquellas figuras pintadas, atractivas y protuberantes eran lo único que podía ver. Me distraje leyendo la carta de derechos del pasajero colgada en la parte posterior del asiento.
Cuando llegué a la cafetería, Kenny Sánchez estaba sentado a una mesa, comiendo un plato de jamón con huevos. Junto a la taza de café descansaba un gran sobre marrón. Me senté delante de él y asentí a modo de saludo.
Se limpió la boca con la servilleta y dijo:
—Eddie, ¿qué tal? ¿Te apetece comer algo?
—No, tomaré un café.
Llamó a una camarera que pasaba por allí y pidió.
—Tengo algo para ti —dijo, y dio unos golpecitos al sobre con los dedos.
El corazón se me aceleró un poco.
—Fantástico. ¿De qué se trata?
Dio un trago al café.
—Ya llegaremos a eso, Eddie. Pero primero tienes que ser sincero conmigo. El tema de la droga de diseño, ¿hasta qué punto es real? ¿Cómo te has enterado?
Obviamente, Kenny, después de nuestra primera cita, había reflexionado y llegado a la conclusión de que intentaba jugársela, arrancarle información sin darle nada relevante a cambio.
—Es totalmente real —dije. En ese momento llegó la camarera con el café, lo cual me dio margen para pensar. Pero no había nada que pensar. Necesitaba la información.
Cuando la camarera se hubo marchado dije:
—¿Conoces todos esos fármacos que mejoran el rendimiento? Los periódicos hablan de ellos, y están empañando el mundo del deporte. La natación, el atletismo, la halterofilia… Pues bien, ésta es una de esas drogas, pero es para el cerebro, una especie de esteroide para el intelecto.
Sánchez me miró sin saber cómo reaccionar, esperando más.
—Alguien a quien conocí se las proporcionaba a Tauber. —Señalé el sobre—. Si esos son los archivos telefónicos de Tauber, lo más probable es que su nombre figure en ellos también. Vernon Gant.
El investigador dudó, pero entonces cogió el sobre, lo abrió y sacó un montón de papeles. Vi que se trataba de números telefónicos impresos, acompañados de nombres, horas y fechas, y Sánchez buscó algo en concreto.
—Aquí está —dijo al cabo de un momento, mientras me mostraba una página—. Vernon Gant.
—¿Aparece también un tal Todd?
—Sí. Sólo tres o cuatro llamadas. Se realizaron en un espacio de dos días.
—Y después de eso tampoco hay más llamadas de Vernon Gant.
Kenny Sánchez repasó las páginas una por una, comprobando lo que acababa de decir. Al final asintió y dijo:
—Sí, tienes razón. —Guardó de nuevo los papeles en el sobre—. ¿Y qué significa eso? ¿Desapareció?
—Vernon Gant está muerto.
—Oh.
—Era mi cuñado.
—Lo siento.
—No lo sientas. Era un cretino.
Ambos guardamos silencio, y decidí correr un riesgo calculado. Cogí los documentos, y cuando los tenía agarrados con firmeza, arqueé las cejas con aire interrogativo.
Kenny Sánchez asintió.
Estudié las páginas unos instantes, escrutándolas al azar. Entonces llegué a las llamadas de Todd. Su apellido era Ellis.
—Eso es un teléfono de Nueva Jersey, ¿verdad?
—Sí, lo he comprobado. Las llamadas iban dirigidas a un lugar llamado United Labtech, que está cerca de Trenton.
—¿United Labtech?
—Sí. ¿Quieres ir?
Kenny tenía el coche aparcado en la misma calle, así que en unos minutos nos dirigíamos a la autovía Henry Hudson. Tomamos el túnel Lincoln hacia Nueva Jersey y nos metimos en la autopista. Kenny Sánchez me había pedido que aguantara el sobre al montarnos en el coche, y cuando llevábamos unos minutos de trayecto saqué las páginas y empecé a estudiarlas. Era obvio que Sánchez se sentía un poco incómodo, pero no dijo nada. Me las arreglé para distraerlo hablando y preguntándole acerca de casos en los que había trabajado, anomalías legales, su familia o lo que se me ocurriera. De repente, empecé a interrogarlo sobre la lista. ¿Quién era aquella gente? ¿Había rastreado todas las llamadas? ¿Cómo funcionaba?
—La mayoría de los números están relacionados con la vertiente empresarial de Dekedelia: editores, distribuidores y abogados —respondió—. Podemos dar cuenta de ellos, y por ese motivo los hemos eliminado. Pero también hemos aislado una lista de otros veinticinco nombres que no hemos comprobado.
—¿Para quién trabajan? ¿De dónde salen?
—Viven todos en ciudades importantes del país. Ocupan cargos de dirección en una amplia gama de empresas, pero ninguno parece tener contactos con Dekedelia.
—Como…, eh… —dije, centrándome en uno de los pocos números de fuera del estado que pude encontrar—, una tal… ¿Libby Driscoll? ¿De Filadelfia?
—Sí.
—Hummm.
Miré por la ventana, y mientras pasaban por delante de mis ojos gasolineras, fábricas, Pizza Huts y Burger Kings, me preguntaba quiénes podían ser aquellas personas. Sopesé varias teorías, pero pronto me distrajo el hecho de que Kenny Sánchez parecía mirar por el retrovisor cada dos segundos. Sin motivo aparente, cambió de carril hasta tres veces.
—¿Pasa algo? —pregunté.
—Creo que nos están siguiendo —repuso mientras cambiaba de carril otra vez y pisaba el acelerador.
—¿Seguirnos? —dije—. ¿Quién?
—No lo sé. Y quizá no sea así. Tan sólo estoy siendo cauteloso.
Volví la cabeza. El tráfico que llevábamos detrás discurría por tres carriles, y la autopista serpenteaba por un ondulante paisaje industrial. No comprendía cómo podía haberse fijado en un coche en particular. No dije nada.
Al cabo de unos minutos tomamos la salida de Trenton, y después de lo que me pareció una eternidad, llegamos por fin a un extenso edificio anónimo de una sola planta que parecía un almacén. Enfrente había una gran zona de aparcamiento con la mitad de las plazas llenas. El único rótulo identificativo de aquel lugar era un pequeño cartel situado a la entrada del aparcamiento que decía «United Labtech», y debajo un logotipo con una especie de hélice sobre una rejilla azul curvada. Entramos en el aparcamiento y detuvimos el coche.
De súbito fui consciente de lo poco que faltaba para conocer al socio de Vernon Gant y sentí una oleada de adrenalina.
Cuando me disponía a abrir la puerta, Sánchez me lo impidió agarrándome del brazo.
—Quieto ahí. ¿Adónde vas?
—¿Qué?
—No puedes entrar así como así. Necesitas algún pretexto. —Extendió el brazo por delante de mí y abrió la guantera—. Déjamelo a mí. —Sacó un taco de tarjetas de visita y cogió una—. Los seguros siempre funcionan en estos casos.
Indeciso, me mordí el labio inferior un momento.
—Voy a asegurarme de que está ahí dentro —dijo Sánchez—. Es el primer paso.
Vacilé.
—De acuerdo.
Vi a Sánchez bajarse del coche, dirigirse a la entrada del edificio y desaparecer en su interior.
Tenía razón, por supuesto. Debía acercarme a Todd Ellis con suma cautela, porque si decía algo inadecuado nada más conocerlo, sobre todo si él trabajaba allí, podía asustarlo o desenmascararlo.
Mientras esperaba en el coche sonó mi móvil.
—¿Sí?
—Eddie, soy Carl.
—¿Qué tal?
—Creo que ya lo tenemos. Encaje de visiones. Hank y Dan. Los he invitado a cenar en mi casa esta noche, y parece que por fin llegaremos a un acuerdo.
—Fantástico. ¿A qué hora?
—Ocho y media. He cancelado las reuniones de esta tarde. ¿Dónde estás, por cierto?
—En Nueva Jersey.
—¿Qué…?
—No pregunte.
—Pues vuelve aquí volando. Tenemos mucho que hacer esta tarde.
Consulté el reloj.
—Déme una hora.
—De acuerdo. Nos vemos.
Los pensamientos se arremolinaban en mi cabeza cuando colgué el teléfono. Estaban sucediendo demasiadas cosas al mismo tiempo. Había localizado a Todd Ellis, y además estaban el acuerdo, el piso nuevo…
Justo entonces reapareció Kenny Sánchez. Vino al trote hasta el coche y entró. Lo miré, gritando en silencio:
—¿Y bien?
—Dicen que ya no trabaja aquí.
Se volvió hacia mí.
—Se fue hace un par de semanas, y no tienen ninguna dirección o teléfono donde localizarlo.
Regresamos a la ciudad en un silencio casi absoluto. Sentía náuseas al pensar que Todd Ellis había desaparecido sin dejar rastro. Tampoco me gustaba el hecho de que ya no trabajara en United Labtech, porque si era allí donde producían el MDT, ¿qué posibilidades tenía de conseguir más sin un contacto dentro? Cuando habíamos recorrido la mitad del túnel Lincoln, dije a Sánchez:
—¿Crees que podrás dar con él?
—Lo intentaré.
Su tono dejaba entrever cierto hartazgo. Pero no quería dejarlo así. Lo necesitaba a mi lado.
—¿Lo intentarás?
—Sí, pero me gustaría…
Suspiró con impaciencia. No quería decirlo, así que lo hice yo por él.
—Te gustaría tener algo más que mi historia francamente inverosímil.
Dudó, pero entonces respondió:
—Sí.
Pensé en ello unos instantes, y cuando salíamos del túnel le dije:
—Esa gente de la lista, los veinticinco nombres de los que no puedes dar cuentas… ¿Has hablado con alguno?
—Con algunos, cuando empezamos a pinchar sus llamadas.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace unos tres meses. Pero era un callejón sin salida. Saqué el teléfono móvil y empecé a marcar un número.
—¿A quién llamas?
—A Libby Driscoll.
—Pero ¿cómo…?
—Tengo buena memoria. Con Libby Driscoll, por favor. Al momento, dejé el teléfono sobre mi regazo.
—Está enferma desde hace una semana.
—¿Y bien?
Saqué los papeles del sobre y los releí. Encontré otro número de fuera del estado, consulté a Sánchez y llamé. La misma historia.
Estábamos en la Calle 42 y le pregunté a Sánchez si podía dejarme en la Quinta Avenida.
—Es sólo una suposición —dije—, pero si llamas a todos los números de esa breve lista, probablemente descubrirás que están todos enfermos. Además, comprobarás también que las tres personas a las que estás buscando, los miembros de la secta desaparecidos, son gente que figura en esa lista…
—¿Qué?
—… que vive bajo una nueva y exitosa identidad, alimentada por el MDT-48 que les proporciona Deke Tauber.
—Dios mío.
—Pero el suministro se ha agotado y por eso caen enfermos.
Sánchez se detuvo justo antes de llegar a la Quinta Avenida.
—Mi hipótesis es que todos los que aparecen en la lista son otras personas —continué—. Como tú decías, se recrean en un entorno alternativo.
—Pero…
—Lo más probable es que no sepan ni que la están tomando. Se la da, no sé cómo, pero seguramente la recompensa sea un porcentaje de sus abultados salarios de directivos.
Kenny Sánchez miraba al frente y casi podía oír su cerebro trabajando.
—Me pondré manos a la obra —dijo—, y te llamaré en cuanto tenga algo.
Me bajé del coche con cierta sensación de náusea. Pero mientras recorría la Quinta Avenida en dirección a la Calle 48, me sentí satisfecho de mi habilidad para mantener a Kenny Sánchez a bordo.
Pasé la tarde repasando con Carl Van Loon aspectos que habíamos tratado cien veces, en especial nuestra estrategia de relaciones públicas de cara al comunicado. Estaba entusiasmado por la materialización del acuerdo, y no quería dejar nada al azar. Le estimulaba asimismo que fuese a producirse en su piso de Park Avenue, cosa que había sido idea mía, aunque Van Loon lo había olvidado. Con todo el ajetreo de las últimas semanas, Hank Atwood y Dan Bloom sólo se habían visto las caras dos veces en reuniones de negocios. Por tanto, pensé que una cena informal en casa de Van Loon sería un emplazamiento más apropiado para tan crucial encuentro, pues un ambiente agradable con coñac y puros propiciaría lo único que quedaba pendiente en aquel proceso, que los dos directivos se miraran y dijeran: «A la mierda, fusionémonos».
Salí de la oficina hacia las cuatro de la tarde y me dirigí a la Calle 10, donde me había citado con el casero. Le entregué las llaves y me llevé el resto de mis cosas, incluido el sobre de MDT. Fue extraño cerrar la puerta por última vez y salir del edificio, porque no sólo dejaba atrás un piso, un lugar en el que había vivido seis años. En cierto modo, sentí que yo mismo me quedaba allí. En las últimas semanas me había despojado de buena parte de mi identidad, y aunque lo había hecho con considerable despreocupación, de manera inconsciente pensaba que, mientras viviera en el piso de la Calle 10, siempre tendría la posibilidad de invertir el proceso si era necesario, como si el lugar contuviera una parte de mí que era imborrable, una forma de secuenciación genética enterrada en el parqué y las paredes que podía utilizar para reconstituir mis movimientos, mis hábitos cotidianos, todo lo que yo era. Pero ahora, sentado en el asiento de un taxi en la Primera Avenida, con las últimas pertenencias que quedaban en el piso metidas en un petate, supe a ciencia cierta que flotaba a la deriva.
Una hora después contemplaba la ciudad desde la planta 68 del Edificio Celestial. Me encontraba en el salón, rodeado de cajas sin abrir y baúles de madera, envuelto en un albornoz y tomando una copa de champán. Las vistas eran espectaculares y la velada a su manera prometía serlo también. En aquel momento pensé que si flotar a la deriva era aquello, podría acostumbrarme.
Llegué a casa de Van Loon a las ocho de la tarde y me condujeron a una gran sala de recepciones. Carl apareció minutos después y me ofreció una copa. Parecía un tanto agitado. Me dijo que su mujer no estaba y que no se sentía muy cómodo como anfitrión sin ella. Le recordé que, aparte de nosotros, a la cena asistirían sólo Hank Atwood, Dan Bloom y un asesor de sus respectivos equipos de negociación. No era una de esas extravagantes juergas de sociedad. Sería algo sencillo, informal, y al mismo tiempo haríamos negocios. Sería discreto, pero trascendental.