Van Loon me dio un golpecito en la espalda.
—Discreto, pero trascendental. Me gusta.
Los demás llegaron en dos tandas con cinco minutos de diferencia y, vaso en mano, evitamos hablar de la fusión de MCL y Abraxas. Acorde con el código de vestimenta informal de la noche, me puse un jersey de cachemir negro y pantalones de lana a juego, pero todos los demás, incluido Van Loon, llevaban pantalones de pinzas y camisa Polo. Esto me hizo sentir un poco diferente, y en cierta manera reforzó la idea de que participaba en un juego de ordenador supersofisticado. Me identificaba como el héroe vestido de negro, diferente. El enemigo, con pantalones de pinzas y camisa Polo, me había rodeado, y debía aniquilarlo antes de que se percatara de que era un farsante y me excluyera.
Aquella leve sensación de alienación persistió al principio de la velada, pero no era desagradable, y al rato me di cuenta de lo que ocurría. Lo había hecho. Había llevado a cabo las negociaciones de la fusión. Había ayudado a estructurar un enorme acuerdo empresarial, pero ahora había terminado. Aquella cena era una mera formalidad. Quería dedicarme a otras cosas.
Como si lo intuyeran, Hank Atwood y Dan Bloom me preguntaron, por separado y con discreción, si me interesaba (en un futuro, por supuesto) un cargo en su mastodóntica empresa de comunicación. Mi respuesta a sus acercamientos fue circunspecta, afirmando que la lealtad a Van Loon era mi máxima prioridad, pero, como es natural, me sentí halagado. En cualquier caso, no sabía cuál era ese plan, excepto que tendría que ser distinto de lo que había hecho hasta ese momento. Quizá podía dirigir un estudio de cine o trazar una nueva estrategia internacional para la empresa.
O quizá podía diversificarme del todo. Meterme en política. Presentarme a las elecciones al Senado.
Entramos en una sala contigua y nos sentamos a una larga mesa, y al tiempo que elaboraba mentalmente la idea de mi carrera política, entablé con Dan Bloom una conversación sobre whisky escocés. Aquel estado onírico y ausente persistió durante la cena (
tagliatelle
con liebre y guisantes, seguidos de carne de venado con castañas), y debía de parecer bastante ausente. En una o dos ocasiones vi a Van Loon observarme con semblante confuso y preocupado.
Cuando estábamos con el primer plato, y después de bebernos dos botellas de Cháteau Calon-Ségur de 1947, la conversación derivó hacia los negocios. No nos llevó mucho tiempo, porque una vez que salió el tema, quedó claro que los detalles y la fiebre de cálculos de las últimas semanas eran pura estética y que lo que verdaderamente contaba era un acuerdo de principios. Van Loon & Associates lo había propiciado, y ahí radicaba la verdadera mediación, en orquestar los acontecimientos, precipitarlos. Pero ahora que todo funcionaba con el piloto automático, era como contemplar la escena desde lo alto o a través de un cristal tintado.
Cuando retiraron los platos, se impuso una calma tensa en la sala. La conversación había realizado las maniobras pertinentes, y al parecer había llegado el momento. Me aclaré la garganta y, como si ello les hubiera dado pie, Hank Atwood y Dan Bloom se estrecharon la mano.
Hubo aplausos y puños al aire, y al momento aparecieron sobre la mesa una botella de Veuve Clicquot y seis copas. Van Loon se levantó y descorchó la botella con gran ceremonia. Hubo varios brindis, y al final me dedicaron uno a mí. Eligiendo cuidadosamente sus palabras, Dan Bloom alzó su copa y me agradeció mi generosa dedicación. Van Loon esperaba que él y yo, que habíamos mediado en la fusión más importante de la historia de Estados Unidos, no consideráramos que aquella experiencia limitaba en modo alguno nuestros horizontes.
Su observación fue recibida con sonoras carcajadas. También sirvió para distender el ambiente y llevarnos a la siguiente fase de la velada: el postre (turrón de almendras glaseado), los puros y una hora o dos de cordialidad sin límites. Participé en todo momento en la conversación, que era variada y un tanto confusa, pero bajo la superficie, como un zumbido, mi fantasía de representar a Nueva York en el Senado de Estados Unidos había cobrado vida propia, hasta el punto de que juzgaba inevitable aspirar a la candidatura demócrata a la presidencia en un futuro.
Era una fantasía, ni que decir tiene, pero cuanto más pensaba en ello, más sentido cobraba la idea de entrar en política, porque lo que en apariencia se me daba bien era poner a la gente de mi lado, infundirle energía y conseguir que hiciera cosas para mí. Al fin y al cabo, tenía a aquellos multimillonarios con camisa Polo compitiendo entre sí por llamar mi atención. ¿Cuánto me costaría concitar también el interés de la ciudadanía estadounidense? ¿Cuánto me costaría atraer al porcentaje de votantes necesario para salir elegido? Si seguía un plan cuidadosamente elaborado, podía entrar a formar parte de subcomités y comités electorales en un plazo de cinco años. Y después, ¿quién sabía?
En todo caso, un plan quinquenal era justo lo que necesitaba para quemar la increíble energía y ambición que el MDT engendraban con tanta facilidad.
Sin embargo, era muy consciente de que no dispondría de un suministro continuo de MDT. El que tenía era alarmantemente finito, pero estaba convencido de que, de un modo u otro, y más pronto que tarde, solventaría el problema. Kenny Sánchez daría con Todd Ellis. Él contaría con un suministro constante. Me las arreglaría para tener acceso permanente a dicho suministro. De algún modo, todo encajaría.
Hacia las once de la noche se disolvió la reunión. Con anterioridad se había decidido que al día siguiente se convocaría una rueda de prensa para anunciar la fusión. La noticia se filtraría estratégicamente por la mañana, y la rueda de prensa tendría lugar a última hora de la tarde. La cobertura mediática sería intensa, pero a la vez, todo el mundo la esperaba con ansia.
Hank Atwood y yo seguíamos sentados a la mesa, volteando con aire contemplativo el coñac que había en nuestros respectivos vasos. Los demás estaban charlando de pie, y el ambiente estaba cargado de humo.
—¿Estás bien, Eddie?
Me volví hacia él.
—Sí. ¿Por?
—Por nada. Te veo…, no sé…, apagado.
Sonreí.
—Pensaba en el futuro.
—Bueno… —Extendió el brazo y rozó suavemente su copa contra la mía—. Brindo por eso…
Justo entonces, alguien llamó a la puerta, y Van Loon, que estaba cerca, la abrió.
—…a medio y largo plazo…
Van Loon seguía junto a la puerta, y con un gesto invitaba a alguien a entrar, pero quienquiera que fuese aquella persona, no quería hacerlo.
Entonces oí su voz.
—No, papá, no me parece…
—Es sólo un poco de humo, por el amor de Dios. Entra a saludar.
Miré hacia la puerta con la esperanza de que entrara.
—Sea lo que sea —decía Atwood—, es la tierra prometida.
Bebí un trago de coñac.
—¿El qué?
—El futuro, Eddie, el futuro.
Volví la cabeza. Ginny estaba franqueando tímidamente el umbral. Una vez dentro, besó a su padre en la mejilla. Llevaba una camiseta de tirantes y pantalones de pana, y en la mano izquierda un bolso de terciopelo. Cuando se apartó de su padre me dedicó una sonrisa, levantando la mano derecha y aleteando los dedos, un saludo que me pareció destinado también a Hank Atwood. Ginny se adentró un poco más en la sala. Fue entonces cuando vi que Van Loon tendía la mano para saludar a otra persona. Al cabo de unos segundos, apareció un joven de unos veinticinco o veintiséis años después de dar un vigoroso apretón de manos al anfitrión.
Ginny estrechó la mano educadamente a Dan Bloom y los otros dos hombres y se dio la vuelta. Se plantó junto a la mesa y apoyó la mano en el respaldo de una silla situada justo frente a mí.
Ahora, el joven y Van Loon estaban hablando y riendo, y aunque me costaba no mirar a Ginny, no les quitaba el ojo de encima. El joven llevaba una sudadera con capucha, una camiseta negra y vaqueros. Tenía el pelo oscuro y una pequeña perilla. No estaba seguro, pero creía conocerlo. En cualquier caso, había algo en él, algo en su aura, que reconocí. Él y Van Loon parecían conocerse bastante bien.
Miré de nuevo a Ginny. Retiró la silla y se sentó. Dejó el bolso encima de la mesa y juntó las manos, como si estuviese a punto de realizar una entrevista.
—Y bien, caballeros, ¿de qué estamos hablando?
—Del futuro —dijo Atwood.
—¿Del futuro? Ya saben lo que decía Einstein al respecto.
—No. ¿Qué?
—Decía que no pensáramos nunca en el futuro, que llega muy pronto. —Me miró fijamente y añadió—: Suelo estar de acuerdo con él.
—Hank.
De súbito, Van Loon pidió a Atwood que fuese.
—Discúlpame, Cariño —dijo, y torció el gesto al levantarse. Bordeó la mesa y entonces caí en la cuenta de quién era aquel joven: Ray Tyner. Como suele ocurrir con las estrellas de cine, era un poco distinto en la vida real. Había leído algo sobre él en el periódico del día anterior. Acababa de regresar de un rodaje en Venecia.
—Conque —dijo Ginny mirando a su alrededor— aquí es donde se reúne la cábala, los que manejan los hilos en secreto desde una sala llena de humo.
Sonreí.
—Creía que estábamos en tu comedor.
Ella se encogió de hombros.
—Sí, pero nunca he cenado aquí. Lo hago en la cocina. Este es el centro de mando.
Saludé a Ray Tyner inclinando la cabeza. Atwood, Bloom y los demás revoloteaban a su alrededor, y el recién llegado parecía estar contando una historia.
—¿Y quién dirige el centro de mando ahora mismo?
Ginny se dio la vuelta para mirarlo. Contemplé su perfil, la curva de su cuello y los hombros desnudos.
—Ray no es así —dijo, volviéndose otra vez—. Es un encanto.
—¿Son pareja?
Echó la cabeza hacia atrás, un poco sorprendida por mi pregunta.
—¿Qué pasa, estás pluriempleado en una revista del corazón?
—No, es pura curiosidad. Por referencias futuras.
—Como le he dicho, señor Spinola, yo no pienso en el futuro.
—¿Por él no quieres ir a tomar una copa conmigo?
—No te entiendo.
Su respuesta me dejó confuso.
—¿Qué es lo que no entiendes?
—No lo sé… —Su expresión cambió, y trató de buscar las palabras adecuadas—. Lo siento, será algo instintivo, pero me da la sensación de que cuando me miras, ves a otra persona.
No sabía qué decir. Miré con incomodidad el vaso de coñac. ¿Tan obvio era? Ginny se parecía a Melissa, era cierto, pero hasta ese momento no fui consciente de la honda impresión que me había causado esa semblanza.
De repente se oyeron carcajadas desde el otro lado de la sala y el grupo empezó a diseminarse.
Miré de nuevo a Ginny.
—Yo no pienso en el pasado —dije, intentando parecer inteligente.
—¿Y en el presente?
—Tampoco.
—Sí, ya me figuro —dijo, y se echó a reír—. Pasa muy rápido.
—Algo así.
En ese momento se acercó Ray Tyner. Ella se dio la vuelta y extendió el brazo. Él la cogió de la mano y se levantó de la silla.
—Ray, este es Eddie Spinola, un amigo mío. Eddie, Ray Tyner.
Nos dimos la mano.
Me alegré enormemente de que me describiera como un amigo.
De cerca, Ray Tyner desprendía un atractivo casi sobrenatural. Tenía unos ojos increíbles y una sonrisa con la que probablemente podía encandilar a todos los ocupantes de una sala sin tan siquiera abrir la boca.
Podía pedirle que saliera conmigo a hacer
footing
.
Regresé al Celestial pasadas las doce. Sería mi primera noche en el piso nuevo, pero no tenía dónde dormir. De hecho, no tenía muebles, ni cama, ni sofá, ni estanterías, nada. Había encargado algunas cosas, pero no habían llegado todavía.
Tampoco iba a dormir demasiado, así que poco importaba. En lugar de eso, deambulé de habitación en habitación, recorriendo aquel piso enorme y vacío, tratando de convencerme de que no estaba molesto, ni preocupado, ni ofendido. Ginny Van Loon y Ray Tyner hacían una pareja fabulosa, y al lado de unos vejestorios fumando puros y hablando de porcentajes, todavía más.
¿Por qué había de molestarme?
Al rato saqué el ordenador de la caja y lo coloqué sobre un baúl de madera. Me conecté a Internet e intenté ponerme al día de la actualidad financiera.
A la mañana siguiente estaba de regreso en la Calle 48 hacia las siete y media, redactando discursos y dando las últimas pinceladas a la nota de prensa. Puesto que faltaban sólo un par de horas para el anuncio y el secretismo ya no era un inconveniente, Van Loon había podido llamar a algunos colaboradores habituales para que pusieran en marcha la maquinaria publicitaria. Aunque aquello fue de gran ayuda, el lugar estaba más abarrotado que Grand Central Station.
Antes de salir de casa, había tomado mi dosis habitual de cinco pastillas —tres de MDT y dos de Dexeron—, pero en el último minuto revolví el petate y tomé dos más, una de cada. Ahora funcionaba a pleno rendimiento, pero advertí que mi acelerado ritmo intimidaba a algunos colaboradores de Van Loon, gente que tal vez tenía mucha más experiencia que yo. Para evitar roces, monté una oficina improvisada en una sala de juntas y trabajé a solas.
Hacia las diez y media, Kenny Sánchez me llamó al móvil. Yo estaba sentado en una larga mesa oval con un ordenador portátil y docenas de páginas esparcidas delante de mí.
—Tengo malas noticias, Eddie.
Al oír eso, me dio un vuelco el estómago.
—¿Qué?
—Un par de cosas. He localizado a Todd Ellis, pero me temo que está muerto.
Mierda.
—¿Qué ha pasado?
—Atropello y fuga. Hace una semana. Cerca de su casa, en Brooklyn. Demonios.
Aquello era un jarro de agua fría. Sin Todd Ellis, ¿qué posibilidades tenía? ¿Adónde podía ir? ¿Por dónde empezar?
Kenny Sánchez guardaba silencio.
—Has dicho que había un par de cosas. ¿Qué más?
—Me han dado otro caso.
—¿Qué?
—Me han asignado otro caso. No sé por qué. He armado una buena gresca, pero no puedo hacer nada al respecto. Es una agencia grande. Este es mi trabajo.
—Y… ¿quién se ocupa de esto ahora?
—No lo sé. Quizá nadie.
—¿Estas interferencias son normales?
—No.
Parecía muy enojado.
—Ayer estuve investigando los números de teléfono toda la tarde y hasta bien entrada la noche. Entonces, esta mañana me llaman para presentar un informe y me comunican que me necesitan en otro caso y que debo entregar toda la documentación.