Ruy Gómez era un hombre alto, que vestía jubón de terciopelo oscuro. Su cara estaba adornada por un amplio y cuidado bigote y una recortada perilla, sus ojos eran oscuros e inquietos y el continuo servicio al rey había hecho que estuvieran siempre alertas y vigilantes.
—Si mal no recuerdo, este hombre fue uno de los pilotos que navegaron con Villalobos.
—Da la impresión de que vuestro piloto está en contra de nombrar a Legazpi jefe de la expedición.
—Bueno, según él, Legazpi es un sesentón. Aunque, de acuerdo con mis informes, no pasa de los cincuenta.
—Y; además, dice que Legazpi y Urdaneta son íntimos amigos, de la misma tierra.
—Y sugiere que Legazpi dirá amén a todo lo que disponga el agustino.
—Hay otra cosa que me preocupa más —dijo el rey—. Este hombre menciona que el padre Urdaneta está decidido a no embarcarse si la expedición se dirige al archipiélago Filipino.
—Sí, eso puede complicar las cosas. Parece ser que todo el mundo sabe ya cuál es el destino de la expedición, cuando se supone que es secreta.
—Es difícil mantener en secreto unos preparativos tan aparatosos. Recordad lo que sucedió con la expedición de Villalobos. Todo el mundo estaba al corriente del derrotero un año antes de que ésta partiera.
Ruy Gómez frunció el ceño preocupado.
—El caso es que Urdaneta es un hombre clave en la expedición. No podemos prescindir de él.
—Pues hay que pensar en algo para que salga en la armada, aunque ésta se dirija a las Filipinas.
—Siempre se puede recurrir al truco de los sobres lacrados. Instrucciones que se dan al jefe de la expedición una vez están en alta mar, a cien leguas de la costa.
—¿Queréis decir que las naves partan rumbo a Nueva Guinea y luego cambien de rumbo al abrir las instrucciones secretas?
—Exactamente. A no ser que vuestra majestad quiera que la expedición explore los mares de Nueva Guinea...
El rey negó con la cabeza.
—Por lo que tengo entendido, en las Filipinas hay mucho oro y perlas, además de algunas especias como la canela.
—¿No tendremos problemas con el rey de Portugal?
—En su día mi padre les vendió las Molucas, no las Filipinas.
—Sí, pero, ¿y si Urdaneta tiene razón y están dentro de la demarcación que Alejandro VI dejó bajo su custodia?
—Nadie ha podido probar eso todavía, es su palabra contra la nuestra.
¿Cómo van los preparativos de la expedición?
—Están retrasándose bastante. Primero por falta de fondos, luego por falta de bastimentos. Ahora que Legazpi está al frente, la cosa está mejor, pues este hombre ha puesto su hacienda y fortuna a vuestra disposición. Tanto es así, que parece que ha vendido todo su patrimonio, excepto el de Nueva España. Está pagando a los expedicionarios de su bolsillo.
—¿Se les ha mandado ya las instrucciones?
—Francisco de Eraso se ocupa de ello. Se lo preguntaré.
—Haced que éstas lleguen a manos de Luis de Velasco lo antes posible.
Recordad que hay que poner el énfasis en la vuelta. Todos sabemos que la ida es fácil, pero hay que conseguir encontrar la ruta de vuelta.
—Sí, y para eso es imprescindible que contemos con el padre Andrés de Urdaneta...
Las Instrucciones no pudieron, sin embargo, llegar a manos del virrey de Nueva España porque éste falleció inesperadamente de fiebres. La regencia de Nueva España cayó en manos de la Audiencia de México.
El largo documento entregado por los representantes de la Audiencia a Legazpi ajustaba la conducta a seguir por el capitán general y todos sus subordinados para la consecución del objetivo señalado.
Lo que tanto el visitador Jerónimo de Valderrama como la Audiencia de México guardaron como secreto de Estado fue la existencia de dos Instrucciones, la que abiertamente sería entregada a Legazpi inmediatamente, ordenándole poner rumbo a Nueva Guinea (para tranquilidad de Urdaneta), y la otra, que debería abrirse a cien leguas mar adentro.
Estaba claro que el alto Consejo virreinal había estudiado largamente el proyecto sirviéndose de información consignada en los diarios de navegación por el mar del Sur de anteriores pilotos. El documento resolvía, o cuando menos orientaba, las posibles decisiones de Legazpi en todos los conflictos que podían presentársele, al menos hasta donde la previsión humana era posible. Desde ese punto de vista las Instrucciones a Legazpi eran admirables. El documento tenía fecha 1 de septiembre de 1564. Todo él estaba dirigido a Legazpi, salvo unas pocas disposiciones relativas al caso de su posible muerte. En primer lugar, se ordenaba a Miguel de Legazpi trasladarse al puerto de la Natividad, en las costas del Pacífico; en presencia del escribano oficial se encargaría de los cuatro navíos preparados para la travesía. Legazpi efectuaría minucioso inventario de todos los efectos pertenecientes a los navíos (bateles, esquifes, velas, jarcias, cables, anclas) y entregaría una copia del documento al bachiller Martínez, alcalde de la ciudad de Mechuacán y gobernador de la provincia del mismo nombre. Martínez se encontraba en el Puerto de la Navidad en calidad de juez proveedor de la armada.
Una vez encargado de los navíos, Legazpi procedería a nombrar pilotos, maestres, contramaestres y escribanos, así como artilleros y demás oficiales necesarios en cada navío. Le correspondería también repartir a los marineros en los distintos navíos y encargarse de embarcar toda la artillería, municiones y demás armamento, dos fraguas completas y los herreros. Igualmente los bastimentos: galleta, cecina, tocino, vino, aceite, vinagre, pescado seco, quesos, habas, garbanzos, etcétera. Todo lo debía apuntar en un libro de forma que nada quedase sin asentar por escrito, y el libro estaría firmado por Legazpi y los oficiales de su majestad. Cada oficial llevaría un libro de los géneros encomendados a su custodia, y cada entrega que efectuaren sería autorizada por el mismo Legazpi, el cual, a su vez, la asentaría en su libro. Se obligaba al capitán general a idénticas anotaciones con respecto a todas las restantes mercaderías, con la única salvedad del armamento. El capitán de artillería Martín de Goiti acudiría al acto de entrega del armamento a los soldados designados por Legazpi para recibirlo. Cumplidas estas formalidades, Legazpi daría una copia de estas entregas, firmada por él y por cada oficial interesado, al bachiller Martínez, quien llevaría esta documentación a la ciudad de México para entregarla seguidamente en esta capital a los oficiales reales, que la guardarían «en la caja de las tres llaves», la famosa arca de tres cierres de los Consejos. Una copia de esta documentación sería enviada al rey, y otra al Consejo de Indias, por si llegara el caso de «pedir y tomar cuentas» a cuantas personas fuera necesario.
Los hombres de armas y marineros deberían sumar trescientos cincuenta hombres. Serían relacionados en nómina donde constasen sus nombres, el de sus padres o familiares, edad, naturaleza, oficio y el sueldo que se les asignara. El pago de los soldados se debería efectuar por adelantado. Se nombró a Mateo de Saz maestre de campo de la expedición. Dos de los oficiales de la Hacienda Real, el estandarte real, el alférez general y los gentileshombres embarcarían en la nao capitana acompañando a Legazpi. Éste nombraría capitán de la nao Almirante, el cual tendría categoría de almirante de la Armada.
La Armada llevaba trescientos arcabuces. Las revistas de armamento tendrían lugar muy a menudo.
Como el viaje sería largo era preciso limitar las raciones. Los bastimentos serían encargados a personal de toda confianza. Se recordaba a Legazpi que el viaje de vuelta nunca se había llevado a cabo, aunque esta vez se tenía la esperanza de conseguirlo «mediante la Divina Voluntad». Para evitar bocas inútiles, era esencial impedir el embarque de «criados y mozos de servicio».
Legazpi no toleraría, por consiguiente, que, salvo los capitanes, alférez general, oficiales reales y sargento mayor, nadie llevara consigo criados ni asistentes. Los personajes indicados tenían derecho a un asistente por persona. Legazpi estaba autorizado a llevar para su servicio los criados que juzgara conveniente.
Quedaba prohibido de manera terminante el embarque de «mujer alguna, casada o soltera de cualquier calidad y condición que fuera».
Legazpi distribuiría a los padres agustinos por los navíos, dándoles «aposentos competentes», teniendo particular cuidado de tratarlos bien, respetarlos y venerarlos como sus personas, religión y hábito merecían. Todos los expedicionarios deberían confesar y comulgar antes de embarcarse. Habría una asistencia colectiva a una misa de Espíritu Santo implorando feliz viaje.
Antes de hacerse a la vela, Legazpi debía prestar pleito homenaje, en su calidad de hijodalgo, y jurar sobre los Evangelios delante del bachiller Martínez, de usar bien y fielmente el oficio y cargo de gobernador y capitán general como fiel criado y vasallo de su majestad. A su vez, Legazpi tomaría juramento público ante escribano y «en un misal sobre los Evangelios» a los oficiales reales, capitanes, caballeros, soldados, pilotos, maestres de navío y marineros, de guardar y cumplir sus órdenes, de no amotinarse, de seguir su enseña y la derrota marcada, no desertar «de manera alguna» del servicio de su majestad ni en mar ni en tierra, so pena de infames o perjuros y de incurrir en delito de deslealtad y traición.
Legazpi cuidaría de que todos sus subordinados vivieran «católica y cristianamente». La blasfemia estaba rigurosamente prohibida y Legazpi respondería de que los nombres «de nuestro Señor, y de su gloriosa Madre y sus Santos fueran siempre reverenciados y acatados, castigando «con rigor» a los blasfemos y pecadores públicos.
Las Instrucciones se ocupaban también de los bienes y hacienda de los fallecidos durante el viaje. Legazpi estaba obligado a constituir como depositarios de los bienes de los fallecidos a personas de «buena conducta y crédito» que cobrarían una módica comisión como compensación de su trabajo.
Antes de levar anclas, Legazpi expediría órdenes escritas al almirante, capitanes, pilotos y maestres recordándoles su deber de seguir a la nao capitana.
El servició de guardias sería distribuido el mismo día del embarque y ninguno, de no mediar enfermedad, quedaba excusado de este servicio.
El rumbo ordenado a Legazpi era casi el mismo que el seguido por la armada de Villalobos. En primer lugar, Legazpi debería navegar directamente a la isla Nublada, descubierta por Villalobos. Después de reconocida esta isla, la armada arrumbaría hacia la de Rocapartida, a unas ciento diez leguas. Desde estas islas, Legazpi navegaría en busca del archipiélago del Coral y desde allí se dirigiría a Filipinas. Si la Armada alcanzara las islas de Matalotes y Arrecifes, Legazpi procuraría comunicarse con los naturales de estas islas, que los supervivientes de la expedición de Villalobos aseguraban que eran grandes y pobladas.
Una vez en Filipinas, se procuraría descubrir los puertos más asequibles, las poblaciones y conocer las costumbres y comercio de los habitantes. Legazpi asentaría paz y amistad con los naturales encareciéndoles el amor que su majestad a todos ellos profesaba. Las mercancías llevadas por Legazpi servirían para el cambio de oro, y otras cosas valiosas y, si la tierra fuese rica, convendría poblarla.
Legazpi quedaba autorizado para quedarse en aquellas regiones. En este caso daría aviso al rey por mediación de la Real Audiencia del Virreinato de Nueva España en un navío que volvería con la relación de todo lo acaecido. No se debería maltratar a los naturales ni agraviarles.
Era sabido que al perderse varios de los navíos de la armada de Villalobos quedaron en las islas Filipinas algunos supervivientes del desastre. Era necesario rescatarlos y liberar a ellos y a sus hijos.
Las Instrucciones de Felipe II a Legazpi eran amplísimas. Entre líneas dejaban ver el anhelo sentido por Felipe II de desempeñar las islas de las Especias, y aún dejaban traslucir sus aspiraciones al trono portugués. Legazpi debía averiguar si los portugueses habían efectuado más fundaciones en el archipiélago de las Especias; debería tomar posesión de todas las tierras adonde llegare, en nombre de su majestad, ante escribano y con toda la solemnidad requerida y los documentos acreditativos enviados a la Real Audiencia de México.
Los pilotos de la Armada efectuarían un estudio de las corrientes, aguajes, vientos, distancias, levantarían mapas y cartas, señalarían los bajíos y cuanto conviniera a futuras navegaciones, ilustrando o pintando las cartas de navegar con cuantas indicaciones creyeran de utilidad.
Si los príncipes de estas tierras fueran poderosos y juzgaran mezquinos los presentes ofrecidos por Legazpi, éste les declararía abiertamente que la escuadra no marchaba hacia aquellos parajes en derechura, sino que los vientos contrarios la llevaron allí obligadamente. Los tratados deberían hacerse dentro de la nave capitana. Cuando esto no fuera posible, Legazpi delegaría algún capitán.
Sólo en alguna circunstancia muy importante podría Legazpi saltar a tierra, previa consulta con los jefes restantes. En tal caso, el batel de la nave capitana sería acompañada por los restantes esquifes, todos ellos llenos de soldados y artillería, para prevenir cualquier traición. Por su parte, las naves se acercarían a tierra lo más posible para proteger el desembarco. Legazpi quedaba autorizado para tomar y dar rehenes si los indígenas se los pidieran, pero eligiendo entre las personas que menos le sirvieran. Estando en tierra habitada la vigilancia debería ser extrema, pues los indígenas podían cortar los cabos de las anclas. Los bateles deberían estar atados con cadenas en puerto para evitar hurtos. No deberían aceptar ningún convite de los indígenas. El guiso, el vino o agua traído por los indígenas serían probados primeramente por ellos mismos. Si le pareciera desaconsejable a Legazpi poblar la tierra indígena, debería pactar amistades con los señores de ella y volver con toda la escuadra. En este caso convendría dejar en aquellos parajes a los religiosos para la conversión de los indígenas.
Las Instrucciones preveían también la posibilidad de un arribo a tierras japonesas. Se sabía que los portugueses comerciaban con Japón. Legazpi debería rehuir a los portugueses cuanto pudiera; si, a pesar de todo, los encontraba, evitaría todo enfrentamiento y les trataría amistosamente. Si se llegara a tratos con los portugueses, se haría lo posible por ver sus cartas de navegar, y, mejor aún, por quedarse con alguna, bien fuera comprándola o copiándola. En caso de que los portugueses atacasen sería preciso defenderse con denuedo, y, de hacerles prisioneros, tratarlos bien y mandarlos a Nueva España para enviar al rey la información que de ellos se obtuviera.