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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (86 page)

BOOK: Los navegantes
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—Te veo preocupado, Miguel.

El capitán general se volvió para encontrarse con el quemado rostro de su viejo amigo de la infancia.

—¿No lo estás tú, Andrés?

—¿Por la huida de unos desertores o por estar viajando en la dirección errónea?

—Por ambas cosas, aunque, por lo que veo, a ti te molesta más el que nos dirijamos a las Filipinas.

—Sabes que sí. Y no sólo porque las Filipinas están dentro de la demarcación de los portugueses, sino porque estamos perdiendo una gran oportunidad histórica de descubrir algo verdaderamente grande.

—¿Crees verdaderamente que al sur de Nueva Guinea hay un continente?

—Sí. Viejas leyendas de los nativos moluqueños hablan de grandes extensiones de tierra muy al sur. Estoy seguro de que si nos dirigiéramos allá encontraríamos un continente tan grande como el que descubrió Colón.

Legazpi permaneció en silencio un largo rato contemplando con tristeza el horizonte, donde apenas se apercibía ya el blancor de las velas desertoras.

—Habrá otra expedición —dijo por fin.

—Cinco años se ha tardado en preparar ésta; y a costa de toda tu hacienda.

En el caso de que tengamos éxito y consigamos volver, todos los esfuerzos se centrarán en las Filipinas. Y esperemos, por otra parte, que esta locura no ocasione una guerra con Portugal...

—Esperemos que no —murmuró Legazpi—. Los portugueses no han puesto pie en ese archipiélago todavía.

—Pero tienen derecho a hacerlo.

—Para ellos sería un esfuerzo grandísimo. Bastante tienen ya con lo que se traen entre manos...

Durante un largo rato ambos hombres contemplaron en silencio el incesante baldear de las cubiertas por los marineros de guardia; otros, mientras tanto, ataban cabos y ajustaban jarcias. Todos ellos, sin embargo, a pesar de aparecer atareados, no hacían nada por disimular continuas miradas de reojo al horizonte, donde habían desaparecido sus compañeros. Los comentarios que hacían no eran difíciles de adivinar.

Por encima de sus cabezas los palos crujían interminablemente y el viento producía un ligero silbido al pasar por entre estays y cordajes. Después de algún tiempo, Miguel de Legazpi señaló el horizonte con un movimiento de la cabeza.

—¡Nunca habría pensado que Alonso de Arellano fuera un desertor!, ¿por qué crees tú que lo hace?

Urdaneta se encogió de hombros.

—Veo dos razones posibles. La primera es que, una vez que sabe dónde vamos, no crea que la vuelta es posible y haya decidido hacerlo ahora que está a tiempo. La otra es que piensen hacerse ricos comerciando con los puertos chinos y japoneses.

—¡Que Dios les perdone por el mal que nos están haciendo! —exclamó Legazpi.

Según pasaban los días, la escuadra avanzaba en rumbo a las islas Reyes y Corales, situadas a nueve grados latitud norte. Convinieron también que con escaso rodeo podrían tomar los Arrecifes y Matalotes, que estaban a diez grados.

Desistieron, sin embargo, de arribar a las islas Nublada y Rocapartida, de las que hablaba las Instrucciones, para no perder tiempo inútilmente.

Sin embargo, los dispares cálculos de situación efectuados por los pilotos de los distintos navíos de la escuadra constituían un motivo de preocupación para Legazpi. El capitán general, escrupuloso cumplidor de las Instrucciones de la Real Audiencia, inquiría diariamente a los pilotos sobre la situación exacta de la armada. Pero las diferencias eran tan enormes y cada piloto defendía sus resultados con tal ardor que, finalmente, Legazpi decidió confiar en Urdaneta.

—Ordena que sigamos el rumbo oeste a diez grados norte —le aconsejó éste—. Dentro de dos semanas estaremos en las Matalotes.

—Espero que tengas razón —exclamó Legazpi—. Todos los demás pilotos afirman que ya las hemos pasado.

—Confía en mí —sonrió Urdaneta—. Para tomar la latitud hace falta mucha paciencia y tomarla varias veces al día, y no solamente con las estrellas, sino también con el sol. En cuanto a la velocidad de la nave..., tengo mi propio cordelaje desde hace muchos años, y te aseguro que no me equivocaré por mucho.

Todos los pilotos están calculando muy por encima la velocidad a la que viajamos.

El día 9 de enero, desde la cofa de la nao capitana, los vigías señalaron tierra.

—¿Qué opinas, Andrés? —preguntó Legazpi señalando la isla, que se adivinaba grande y acantilada.

—No parece habitada —respondió el agustino—. Nos va a ser muy difícil desembarcar con los barcos grandes. Aquí es donde viene bien una patache. Quizá la
San Juan
consiga echar el ancla.

—Me gustaría que fueras a tierra con el maestre de campo y el capitán Goiti

—dijo el capitán general—. Voy a pedir también a mi sobrino Felipe que tome posesión de la isla en nombre del rey.

—Bien —asintió Urdaneta—, pero más vale que des orden de salir a alta mar. Veo que hay aquí corrientes peligrosas.

Urdaneta y sus acompañantes, después de cumplidas sus respectivas misiones, abandonaron la isla hacia las diez de la noche en dirección a la nao capitana.

—Bien —preguntó Legazpi impaciente—, ¿qué habéis encontrado?

Urdaneta movió la cabeza como indicando que no gran cosa.

—Una pareja de ancianos acompañados de una mujer más joven con una criatura en brazos. No pude entenderme con ellos sino por señas. Parece ser que los habitantes se han fugado a la espesura al ver los navíos.

—¿Cómo eran los aborígenes? —inquirió Legazpi.

—El viejo indígena tenía buena presencia —respondió el joven Salceda—, y las mujeres tampoco estaban mal plantadas. Todos vestían de modo elemental, es decir, con un taparrabos. El anciano tenía una barba espesa y cerrada. Hemos pensado llamar a la isla Barbudos. Cuando les obsequiamos con bisutería mostraron un gran contento, nos enseñaron las casas y nos ofrecieron fruta y pescado.

—Tienen almacenada gran cantidad de pescado, fruta, patatas, ñames y un grano parecido al millo —interrumpió el capitán Goiti—. Por otro lado, poseen unas canoas muy ligeras, de excelentes condiciones marineras. Usan redes y anzuelos de hueso para pescar y no parecen conocer ninguna clase de armas. Es, sin duda, una isla feliz.

—Parecía que al viejo le daba mucha pena que nos fuéramos —comentó Urdaneta.

Al día siguiente, la escuadra pasó al sur de una decena de islas cubiertas de exuberante vegetación, pero los navíos no pudieron anclar al no encontrar fondo.

Los expedicionarios imaginaron despobladas estas islas, que denominaron de los Placeres.

Esa misma tarde, a siete leguas de distancia de las islas de los Placeres, pasaron las naos junto a otra en la que tampoco pudieron desembarcar. La isla era baja, y, lo mismo que las anteriores, estaba cubierta de espesura tropical. Los expedicionarios contemplaron maravillados el sol que, semejante a una gran bola roja, descendía lentamente en busca de la línea del horizonte, en el confín del mar; a su luz moribunda, la serpenteante superficie cabrilleaba en reflejos de sangre y oro. Desde tierra llegaba a los oídos de los navegantes una ensordecedora algarabía de trinos que se oía a leguas de distancia. El estruendo formaba una extraña armonía con el misterio de aquel sobrecogedor crepúsculo. Miles de pájaros multicolores venían de todas direcciones a recogerse en los frondosos árboles de la isla. Los navegantes contemplaban silenciosos apoyados en las bordas de sus barcos el maravilloso espectáculo. Ni qué decir tiene que la isla recibió inmediatamente el nombre de Isla de los Pájaros.

Siguiendo la navegación a la misma altura de diez grados, dos días más tarde, a cincuenta leguas, apareció otro grupo de islas que los navegantes llamaron de los Corrales, y en las cuales tampoco pudieron detenerse. Eran atolones de coral cuya forma en círculo sugirió a los expedicionarios la idea de corrales diseminados por el mar.

Setenta leguas más adelante, otro archipiélago parecido les aguardaba, con resultado igualmente negativo en cuanto a sus propósitos de anclar.

—¡Qué sitios tan maravillosos! —exclamó Legazpi—. Parece que Dios se ha recreado en tanta belleza.

Urdaneta contempló un momento el increíble esplendor de las islas y asintió.

—Son parajes maravillosos —concedió—, pero muy peligrosos. Esos arrecifes coralinos son invisibles con la marea alta, y pueden destrozar una embarcación en pocos segundos.

—¿Dónde crees tú que estamos?

—Éste debe de ser el archipiélago bautizado por Villalobos con el nombre de «Los Jardines».

—Si es como tú dices, estamos muchísimo más atrás de lo que dicen los demás pilotos.

—Lo sé —asintió Urdaneta—. Incluso hay algunos que insinúan que ya hemos rebasado las islas Filipinas...

—Espero que tengas razón —musitó el capitán general—. ¿Qué dirección crees que debemos tomar?

—Ordena que nos coloquemos a la altura de trece grados, con el mismo rumbo. Pronto alcanzaremos, así, las islas de los Ladrones.

El 22 de enero, a las diez de la mañana, el vigía de la cofa de la capitana anunció que se veía tierra. Según se iban acercando, se adivinaba una gran multitud de canoas yendo y viniendo.

—¿Qué forma de vela usan los paraos? —preguntó Urdaneta desde cubierta.

—¡Parecen velas latinas!, ¡hay canoas de todos los tamaños, algunas son enormes!

—Son las islas de los Ladrones —aseguró el agustino con plena confianza.

Esteban Rodríguez, el primer piloto de la nave, meneó la cabeza con aire de condescendencia.

—¿Cómo podéis estar tan seguro, padre? Yo opino que son las Filipinas.

El segundo piloto, un francés llamado Pierre Plin, estaba de acuerdo con su compañero.

—Hace días que hemos pasado las islas de los Ladrones. Éstas son, sin duda, las Filipinas. Estamos ya al final del viaje.

A pocos pasos, apoyado en el pasamanos de popa, Legazpi oía preocupado a unos y a otros. ¿Cómo podía ser que no se pusieran de acuerdo los marinos en algo tan elemental como la situación de los barcos? ¿En qué posición le dejaba ese desacuerdo a él? Tenía que tomar una decisión completamente a ciegas. Si perdían el tiempo yendo de isla en isla terminaría la expedición en un desastre semejante al de Villalobos. ¿Estaban o no estaban en las Filipinas?

La armada penetró en una bahía al oeste de la isla y, en un instante, una multitud de velocísimas piraguas la rodeó completamente. Los indígenas evitaban acercarse a los navíos, pero señalaban la isla a los castellanos con ademanes expresivos: Puestos en pie en sus embarcaciones, se abrían de brazos y luego se frotaban el vientre indicando con ello su abundancia de comestibles.

Las naos, buscando surgidero apropiado, se fueron acercando a la costa lentamente. Las casas de la orilla aparecieron visibles entre las palmeras. Las aguas, ya oscuras por el anochecer, reflejaban una hilera ininterrumpida de hogueras que se encendieron delante de cada casa a la largo de la costa. La
San Juan
consiguió anclar cuando ya era medianoche.

Al amanecer, las otras dos naos surgieron a su lado. La luz apenas absorbía todavía las últimas estrellas, cuando ya los pregoneros redoblaban imperiosos anunciando un importante bando del capitán general: Los naturales no deberán ser agraviados ni forzados. No deberá tomárseles bastimentos ni cosa alguna por la fuerza.

Nadie deberá tocar sus sementeras ni sus labranzas,

ni cortar su árboles; está prohibido contratar con ellos sino por mano de los oficiales reales. Graves penas caerán sobre los contraventores.

Mientras soldados y marineros no disimulaban su descontento con las instrucciones reales, docenas de embarcaciones empezaron a acercarse a la escuadra.

—¡Por la sangre de Cristo, he contado cuatrocientos paraos y ya me he perdido! —exclamó el joven Salcedo.

Los nativos traían en las embarcaciones cocos secos y verdes, cañas dulces, plátanos, tamales de arroz, batatas y otras cosas comestibles, pero todo en cantidad pequeña, y se apresuraban a cambiarlo por trozos de paño, cascabeles, naipes y clavos. Este fácil tráfico duró todo el día, sin que durante este tiempo mostraran deseos de subir a los navíos.

Urdaneta se esforzaba, mientras tanto, en hacerse entender. Por fin consiguió que un viejo indígena le prestara atención desde una canoa.

—Yo, amigo Gonzalo de Vigo —le dijo el indígena enseñando una boca desdentada.

—¡Virgen bendita! —dijo Urdaneta asombrado—, ¡han pasado más de cuarenta y cuatro años desde que el gallego Gonzalo de Vigo desertara de la expedición de Magallanes, y este hombre todavía se acuerda! ¡Lo recogimos de esta misma isla cinco años más tarde! ¡Ahora sí que no hay duda de que nos encontramos en las islas de los Ladrones!

Los habitantes iban completamente desnudos; sólo las mujeres cubrían su sexo con unas hojas de árbol que pendían de un cordel. Tanto ellos como ellas eran de elevada estatura y llevaban el cabello suelto y largo.

Según iban adquiriendo confianza con los castellanos pedían clavos para sus embarcaciones, pues las ajustaban con cordeles. Pero, con todo, éstas poseían unas admirables condiciones marineras. Las mayores de ellas se guardaban bajo unos amplios tejados de palma a modo de atarazanas, y una de estas construcciones fue aprovechada para la celebración de la misa durante los días en que la escuadra permaneció anclada. Las casas, construidas de madera, estaban apoyadas sobre grandes pilares de piedra.

Pero, aunque durante los primeros días las cosas parecieron ir bien, pronto vieron los expedicionarios la razón por la que las islas habían sido bautizadas de los Ladrones. Los isleños empezaron a hacer objeto a los expedicionarios de burdos engaños. Traían arena como si fuese arroz, y agua como aceite de coco. Aprovechando la oscuridad se llevaron las boyas de todas las naves. Aun a plena luz del día intentaban arrancar los clavos y chapas de los buques. Hubo quienes se empeñaron en llevarse el esquife de la capitana.

Por otra parte, pronto comenzaron los castellanos a ser objeto de pedradas y flechazos. El servicio de aguada tuvo que efectuarse con la protección de los soldados armados, ya que, fingiendo amistad, los nativos cometían toda clase de felonías. En una ocasión un indígena cogió de imprevisto el arcabuz a un soldado mientras los demás le protegían en la huida con piedras. Poco después, volvieron todos como si nada hubiera ocurrido. Pero casi enseguida de ser admitidas las explicaciones de aquella inexplicable agresión, un indígena arremetió contra un soldado. La armadura de éste le salvó de momento, pero una pequeña herida en la mano hizo que muriera pocos días después.

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