Urdaneta contempló a lo lejos a una joven pareja alejándose disimuladamente hacia el granero. ¿Era eso lo que le faltaba?, ¿alguien a quien querer y con quien compartir el lecho? Desde la muerte trágica de Maluka no había considerado seriamente casarse con otra mujer. Además, ninguna castellana aceptaría convivir con un hombre con el rostro marcado por el fuego. Quizás alguna nativa... Movió la cabeza dubitativamente. Había poseído a muchas mujeres en estos últimos tiempos de luchas y conquistas en esta Nueva España.
Sin embargo, después de hacer el amor se sentía tan vacío como antes de hacerlo; no era sexo lo que su alma demandaba.
—Buenas noches, capitán Urdaneta.
Andrés levantó la cabeza con un sobresalto.
—Per...perdonad, fray Esteban. No os había visto llegar.
El fraile agustino Esteban de Salazar sonrió.
—Estabais tan ensimismado en vuestros pensamientos que no os hubierais apercibido de la presencia de una manada de elefantes.
—Por favor, pasad y tomad algún refresco.
—Os lo agradezco, hace un calor sofocante. Espero que no os importe que haya venido a visitaros...
Urdaneta negó rotundamente con la cabeza. En realidad disfrutaba con la visita de los padres agustinos de la misión.
—Vos sabéis muy bien, padre, que estoy deseando que vengáis a verme para tener ocasión de charlar un rato. Además, tengo la inmensa suerte de poder discutir con los cuatro clérigos que han sido los primeros en dar la vuelta al mundo.
Fray Esteban sonrió.
—Eso es un dudoso honor, capitán. Todavía siento pena por el comandante Villalobos. Es terrible contemplar cómo un hombre pierde todas sus ansias de vivir cuando no puede hacer nada por sus hombres y ve diezmada la escuadra que se le encomendó.
Urdaneta dejó vagar sus pensamientos veinte años atrás en el océano Pacífico. También él había visto suceder exactamente lo mismo al almirante Juan Sebastián Elcano.
—Lo sé —dijo.
Hubo un momento de silencio en el que los dos hombres parecían meditar. Por fin, fue Urdaneta el primero en hablar.
—¿Qué opináis de Villalobos, fray Esteban, vos que estuvisteis tantos meses navegando con él?
—¿Como hombre, como marino o como capitán de una expedición?
—Las tres cosas.
El agustino se llevó el vaso de zumo de piña a los labios y sorbió lentamente mientras sus pensamientos volvían a la nave capitana de la escuadra comandada por Ruy Lope de Villalobos.
—Villalobos era un gran hombre y un buen marino —dijo frunciendo el entrecejo en un esfuerzo por recordar los incidentes de la malograda expedición.
—Pero no tan buen comandante, ¿no es eso?
Fray Esteban movió la cabeza dubitativamente.
—Es muy duro ser el comandante de una expedición de esa envergadura.
—Sí —concedió Urdaneta—, es durísimo tener que decidir entre la vida o la muerte de seiscientas personas. Cualquier error del jefe puede costar caro a la tripulación. ¿Creéis que con otro jefe, Pedro de Alvarado, por ejemplo, hubiera tenido éxito la expedición?
El fraile levantó las manos al tiempo que se encogía de hombros.
—¡Quién sabe si el malogrado conquistador lo hubiera hecho mejor!
—Pero al menos lo habría intentado.
Fray Esteban jugueteó con el vaso medio lleno de zumo.
—Eso sí —concedió—. Quizá lo que le faltó a Villalobos fue «jugárselo el todo por el todo». Cuando la
San Juan
volvió por segunda vez se derrumbó el mundo para él. Era la sexta vez que un navío fracasaba en su intento de volver a Nueva España. Consideró que era del todo imposible conseguirlo e hizo lo único que en ese momento le pareció lo más importante: salvar a la tripulación.
Urdaneta meneó la cabeza sin convencerse.
—En mi opinión tenía otras dos alternativas: volver a Castilla por el Cabo de las Tormentas, como hizo Elcano, o seguir intentando la vuelta a Nueva España por diferentes rutas.
—Tened en cuenta que nos era muy difícil conseguir provisiones. Apenas teníamos para subsistir, así que muchísimo menos podíamos pensar en un viaje de vuelta para seis navíos. Además, algunas de las naves estaban destrozadas.
Urdaneta insistió.
—Yo, en su lugar, habría optado por intentar una y otra vez volver a Nueva España. Incluso aunque ello significara conseguir bastimentos por la fuerza.
El fraile sorbió el sabroso zumo y chasqueó los labios.
—¿Creéis que hay una posibilidad de volver desde las islas de oriente?
—La hay. Es más, yo volvería desde allá, incluso con una carreta...
Esteban de Salazar se rascó el rasurado mentón.
—Pues si así lo creéis, no entiendo por qué no vinisteis en la expedición...
Urdaneta se arrellanó en su asiento.
—Me negué porque las islas Filipinas están dentro de la jurisdicción portuguesa.
—¿Qué os hace pensar eso?
—He sacado mis propios cálculos y estoy convencido de que todas las islas, no sólo las Molucas, sino también las Filipinas, caen dentro de la parte del mundo que Alejandro VI concedió a los portugueses en Tordesillas.
—Durante meses se reunieron los mejores cosmógrafos castellanos con los portugueses para discutir ese tema.
—Lo sé. A la vuelta de Elcano. Y también sé que no llegaron a ningún acuerdo. Fue un diálogo de sordos. Pues bien, yo creo que los portugueses tenían razón.
Fray Esteban vació el vaso de un último trago.
—¿Y no estaríais dispuesto a tomar parte en una futura expedición por el beneficio de la Corona?
Urdaneta adelantó el cuerpo sentándose en el borde de la silla.
—Hay grandes territorios e islas enormes por descubrir más al sur —dijo con los ojos brillantes por el entusiasmo—. La Nueva Guinea, por ejemplo, descubierta por Saavedra con la
Florida
en su segunda tentativa de vuelta, es sólo una de las muchísimas islas que están por explorar en esas latitudes. Si la Corona de Castilla quiere nuevas tierras debería dirigir sus expediciones hacia allá.
Andrés de Urdaneta, gobernador de Michoacán, leyó por segunda vez la carta que fray Junípero había traído de la capital de México. Las líneas parecían sobreponerse, debido al temblor de sus manos, mientras que las lágrimas, que de repente habían aparecido en sus ojos, hacían borrosas las palabras. La firma, sin embargo, era fácilmente distinguible como la de su hermana Margarita.
El gobernador buscó a tientas una silla en la que sentarse al ver que sus piernas le fallaban. Dejó la carta sobre la mesa, mientras su lengua trataba de humedecer unos labios resecos. Sus ojos febriles volvieron a releer las últimas líneas: «... y la pobre Mercedes murió en mis brazos pidiéndome que te dijera que te quería mucho, que rezaba por ti y que pediría a la Virgen por ti cuando estuviera con ella...».
Urdaneta no pudo seguir leyendo, las lágrimas que brotaban de sus ojos hacían de todo punto imposible distinguir las líneas siguientes. Un sollozo incontenible brotó de su garganta mientras que su cuerpo se agitaba convulsivamente. ¡Su pequeña Maika!, ¡su hijita querida había muerto!
Apoyó la cabeza en su antebrazo y las lágrimas corrieron abundantes sobre el papel.
—¡Dios mío! —balbuceó—. ¿Por qué, Señor?, ¿por qué mi hijita? ¡No es justo!, ¡ella es una criatura inocente! ¡Llévame a mí si así lo deseas, pero a ella no, Señor! ¿Por qué, Dios mío?, ¿por qué?
Fray Junípero se acercó al hombre que tenía delante y apoyó una mano sobre su hombro. En los cuatro años que los agustinos llevaban en la misión de Michoacán, el contacto que Urdaneta había tenido con los cuatro religiosos era casi diario. Todos ellos sentían una gran estima por el gobernador.
—¡Andrés!, ¡hijo! ¡Siento haber sido yo el portador de tan infaustas noticias!
Urdaneta apenas advirtió que el fraile había dejado de lado el tratamiento de «excelencia» con el que siempre se dirigían a él, y le trataba como a un ser humano que sufría.
—¡Padre! —balbuceó levantando un rostro lleno de lágrimas—. ¿Por qué, padre? ¿Por qué Dios es tan injusto?
—¿Injusto, hijo? ¿Crees verdaderamente que Dios es injusto? ¿Cómo podemos saber nosotros cuáles son los designios del Señor? Nuestro Padre se sirve de caminos que a nosotros nos parecen muy intrincados para conseguir sus fines. Te aseguro, hijo mío, que si Dios ha llamado a su seno a tu hija, es por alguna razón que está fuera de nuestro alcance.
»Piensa que ahora ella es feliz en el cielo. Y piensa, también, que tú has salvado esa alma pura, que, de no ser por ti, se habría perdido irremisiblemente.
Urdaneta contuvo los sollozos que todavía le subían a la garganta.
—Su... Su madre decía que el Creador del mundo era lo que ella llamaba
«energía». Decía que no era una persona como nosotros, sino la «fuerza vital» que es todo lo que existe; el aire que respiramos, el agua que bebemos...
Fray Junípero sonrió comprensivamente.
—Nadie sabe cómo es Dios —dijo—. Nadie le ha visto. Pero sí conocemos a Jesús, su Hijo. Y él fue como nosotros. Él fue quien envió a sus discípulos a divulgar su Palabra por todo el mundo. Y ése es nuestro deber, hacer que todos los infieles oigan sus enseñanzas y se conviertan. Piensa que si salvas un alma salvas la tuya.
Durante los meses siguientes, los contactos de los agustinos con Urdaneta fueron diarios. El gobernador encontraba un gran consuelo en la compañía de los frailes de la misión. Además, secretamente disfrutaba cada vez más con las largas charlas y discusiones que mantenía con ellos. Por el hecho de ser los cuatro frailes los primeros clérigos que habían dado la vuelta al mundo, las discusiones sobre navegación y la posibilidad de encontrar la famosa ruta de vuelta de las islas del poniente se habían convertido en temas cotidianos.
Este día, sin embargo, aguardaba una sorpresa a los agustinos.
—Tengo algo que deciros, padres —declaró Urdaneta al entrar en la misión.
Fray Junípero sonrió.
—Vais a tomar parte en alguna expedición...
—Sí y no —dijo Urdaneta enigmáticamente—. Sí es una expedición, pero muy especial. Voy a hacerme agustino, como vuestras mercedes.
—¡Vaya! —exclamó fray Esteban de Salazar—. Esto sí es una sorpresa.
Hay que celebrarlo. Quedaos a comer con nosotros, sacaremos el último pellejo de vino de Castilla que vos mismo nos regalasteis hace cuatro años. Voy a buscarlo a la bodega.
Mientras fray Esteban iba a la bodega, fray Junípero pasó una mano por el hombro de Urdaneta.
—¿Estáis seguro del paso que vais a dar? —preguntó—. ¿Lo habéis pensado bien?
Urdaneta asintió.
—Lo he pensado muy bien. En realidad, durante los seis últimos meses no hago nada más que pensar en ello.
—Desde la muerte de vuestra hija...
—Sí, es como si su muerte hubiera sido un aviso, una especie de llamada que Dios me hizo para hacerme recapacitar sobre la vida tan baldía que estoy viviendo. Rodeado de criados en una gran mansión, mientras millones de indígenas, como mi hija, están sumidos en la más absoluta de las ignorancias, esperando a que vayan a llevarles la luz del Evangelio.
—Eso me parece muy bien, hijo mío. Pero ten en cuenta que vas a tener que hacer muchos sacrificios. Tendrás que renunciar a todos los placeres mundanos, llevar un simple hábito y comer muy frugalmente.
—Lo sé —replicó Urdaneta—. Vos mismo me dais ejemplo diario de lo que es la vida de un agustino.
—Espero que no quedéis defraudado —sonrió el clérigo—. Por otro lado, tendrás siempre la gran recompensa de tener una gran familia y la satisfacción de salvar almas para el cielo. Serás otro enviado de Jesús para bautizar a sus criaturas en su nombre.
Andrés de Urdaneta emitió sus votos religiosos en el convento agustiniano de la ciudad de México el 20 de marzo de 1553.
Yo, fray Andrés de Urdaneta, hijo legítimo de Juan de Ochoa de Urdaneta y doña Gracia de Ceráin, difuntos que Dios tenga en su gloria, vecinos que fueron de Villafranca, de la provincia de Guipúzcoa, que es en los Reinos de España, hago profesión y prometo obediencia a Dios todopoderoso y a la Gloriosa Virgen Santa María, su Madre, y al glorioso nuestro Padre San Agustín, y a vos, el venerable padre fray Agustín, de esta ciudad de México, en nombre y vez del muy venerable padre prior general de los Ermitaños de la Orden de nuestro glorioso Padre Santo Agustín y de sus sucesores, y de vivir sin propio y en castidad según la Regla de nuestro glorioso Padre Santo Agustín hasta la muerte.
Hecho en México, hoy, lunes, a veinte de marzo de mil y quinientos y cincuenta y tres.
FR. AGUSÍN DE CORUÑA
FR. DIEGO DE VERTAVILLO
FR. ANDRÉS DE URDANETA.
Luis de Velasco, nuevo virrey de Nueva España a la muerte de Antonio de Mendoza, era un hombre emprendedor y entusiasta. Aunque de edad avanzada, todavía mantenía recta la espalda y los hombros echados hacia atrás. El nuevo virrey era una persona culta y muy dada a mantener diálogos con las personas más prominentes del Nuevo Mundo y, entre estas personas, el virrey, tenía especial predilección por Urdaneta.
—Desde que os nombraron maestro de novicios en el convento de México, fray Urdaneta, no se habla de otra cosa en la capital que de vuestras aventuras en las Molucas —dijo Luis de Velasco—. No hay joven que no quiera emularos y buscar aventuras en esas islas cuyos usos, costumbres, riqueza y posibilidades les son tan conocidas o más que las de su propia patria.
—Creo que exageráis, excelencia —respondió Urdaneta con una sonrisa—.
Sólo hablo de mis aventuras cuando me preguntan sobre ellas.
—Lo cual sucede continuamente, por lo que veo. Aseguráis una y otra vez que no sería difícil volver de las islas del Poniente.
—Lo he dicho muchas veces y no me cansaré de repetirlo: Se podría volver, no con una nao, sino con una carreta.
—Sí, eso he oído. Debéis de estar muy seguro de tal posibilidad.
—Lo estoy. No hay más que fijarse en los vientos. Por alguna causa que todavía no conocemos, los vientos soplan de este a oeste en la línea ecuatorial, mientras que esa misma corriente de aire hace que veinte o treinta grados más al norte y al sur del ecuador, e1 viento sople en dirección opuesta.
—¿Es eso una teoría, o lo habéis comprobado?
—Lo comprobé una y otra vez durante mis viajes por las Molucas. Además del viento es necesario coger alguna corriente favorable. Y de éstas hay alguna a treinta grados al norte.