Con él llevaba un mosquete que cargó apresuradamente. Al llegar a la arena se adentró en el agua hasta la cintura y, alzando el arma, aplicó la mecha a la pólvora. El disparo atrajo inmediatamente la atención de los portugueses.
A grandes voces les explicó las intenciones del capitán castellano y Tayde envió un bote a recogerle.
—Nuestro capitán no tiene la mínima intención de disparar contra vosotros
—explicó el gallego cuando estuvo a bordo de la pequeña embarcación—. En realidad estamos un tanto obligados por los nativos, que nos exigen que luchemos contra vosotros.
—¿Dónde hay algún sitio para poder saltar a tierra sin que los nativos se enteren? —preguntó el portugués.
Vigo señaló al norte.
—A varias leguas de aquí hay un lugar abrupto en el que podéis desembarcar sin que se entere nadie. Podéis hacerlo a primera hora de la mañana.
Tayde asintió.
—Bien, regresemos a las naves. Mañana, con la salida del sol, desembarcaremos.
Nadie opuso resistencia al centenar de portugueses que desembarcaron con el mayor de los sigilos, fuertemente armados. Los gilolanos, estupefactos ante la actitud de los españoles, inesperada para ellos, desistieron de sus intenciones y se adentraron en los montes.
Los diecisiete castellanos que quedaban en Gilolo se fundieron en un estrecho abrazo con sus antiguos enemigos.
Apenas llegados a la fortaleza de Ternate, Pedro de Montemayor hizo entrega a Hernando de la Torre de los dos mil ducados, que a petición suya le enviaba el virrey de la India Nuño de Anaya. El capitán castellano se quedó con quinientos y los restantes se repartieron entre los demás.
No tuvieron que esperar mucho los castellanos para su repatriación, pues el 6 de febrero salía un convoy de naves para la India en el que partieron Hernando de la Torre, Pedro de Ramos, Juan Mencha Celemín, Juan de Perea, Lucas de Arbenga, Alonso de los Ríos y Pedro Montemayor.
Urdaneta se quedó en tierra con poderes de Hernando de la Torre e instrucciones de cobrar ciertos vales que debían los indios al emperador, al mismo De la Torre, a Urdaneta y a otros varios.
Sin embargo, cuando Urdaneta quiso hacer efectivos los vales, el capitán Tristán de Tayde le prohibió tajantemente cobrar nada a algunos de los reyes de las islas Molucas y a otras personas particulares que debían clavo al emperador de Castilla. Adujo, entre otros motivos, el que las islas pertenecían ahora a Portugal.
Con Urdaneta se quedaron el piloto Macías del Poyo y varios castellanos que habían formado familias con nativas.
—¿Cuándo vamos a Castilla, papá?
El joven Andrés dejó la pluma con la que estaba repasando los mapas que él mismo había dibujado de las islas. La mesa estaba cubierta de pergaminos sobre los que afanosamente había anotado corrientes, vientos, mareas, latitudes y un sinfín de pequeños detalles que podían ayudar a futuros navegantes, tales como la profundidad de los arrecifes, la flora y bancos de arena en mareas altas, lugares propicios para el desembarco, etcétera.
—No lo sé, Maika. No creo que tardemos mucho ya, pues hace casi un año que salieron los demás castellanos.
—¿Y eso es mucho tiempo?
Urdaneta cogió a su hija y la sentó sobre sus rodillas. Aunque la mayoría de los niños correteaban completamente desnudos por las islas, Urdaneta había insistido en que la pequeña llevara puesto una tela enrollada en la cintura como hacían algunas mujeres.
—Sí, hijita. Es mucho tiempo.
—Abuela dice que el viaje es muy largo; dice que tendremos que estar metidos en un barco muchas lunas.
Urdaneta acarició los suaves cabellos oscuros que le caían en cascada a la pequeña sobre su morena espalda.
—Así es, Maika. Tendremos que estar muchas lunas en uno de estos barcos.
—¿Y habrá más niñas con las que jugar?
Urdaneta sonrió tristemente mientras negaba con la cabeza.
—Me temo que no, pequeña.
La niña hizo un mohín de disgusto con la cabeza, y a continuación señaló los papeles que cubrían la mesa.
—¿Y qué es esto?
—Son mapas.
—¿Y qué es un mapa?
—Es el dibujo de las islas.
—¿Y para qué sirve?
—Sirve para indicar a los navegantes dónde están las islas y cómo son sus alrededores, las rocas, los arrecifes, de dónde sopla el viento...
—¿Me enseñarás algún día a dibujar como tú?
—Sí, hija. Algún día dibujarás como yo. Durante el viaje te enseñaré a escribir.
Una llamada en la puerta del pequeño cuarto que ocupaba Urdaneta en el fuerte interrumpió su conversación. A pesar de que la figura estaba a contraluz, Andrés de Urdaneta reconoció enseguida al hombre que se presentó ante él.
—¡Vaya, Bustamante!, ¿qué os trae por aquí?
Los dos hombres apenas habían cruzado dos palabras desde que Urdaneta viniera a vivir al fuerte portugués, algo importante debía de haber movido al antiguo tesorero de la expedición a ir a verle. Sin pedir permiso, Bustamante se sentó en un pequeño taburete delante del escritorio de Urdaneta.
—Me acabo de enterar de que partís —dijo—, tú y Macías del Poyo, en el junco del mercader portugués Lisuarte Cairo hacia Banda.
Urdaneta sabía que el junco había cargado ya bastante clavo en Ternate y estaba a punto de partir.
—Pues sabéis más que yo...
Bustamante asintió. Desde su llegada a Ternate había montado un pequeño negocio entre las islas y las cosas le iban bien. Su relación con el gobernador portugués de Ternate le permitía estar al corriente de muchas cosas antes que los demás.
—El junco zarpa dentro de dos días. En él irán presos el rey de Ternate, su madre y otros dos personajes de la isla. Van a Malaca a ser juzgados por traición.
—Entiendo.
—Yo sólo he venido a despedirme. Sé que no nos hemos llevado bien últimamente, pero, en nombre de la persona que cambió nuestros destinos, quisiera que hiciéramos las paces antes de separarnos definitivamente.
—¿Os referís a Elcano?
Bustamente asintió lentamente recordando con nostalgia.
—¡Cuántas veces me acuerdo de él!, ¡qué diferentes habrían sido las cosas de estar él aquí...!
Urdaneta recordó al hombre que le había enseñado tanto durante el largo viaje a las Molucas.
—Sí —dijo pensativo—, era un bravo capitán que se hacía respetar. Pocos habrá como él.
—De eso puedo dar fe —aseguró el viejo cirujano—. Nunca habríamos llegado de vuelta a Castilla en aquel primer viaje si no hubiera sido por su entereza y por sus conocimientos marinos.
Los dos guardaron un momento de silencio mientras el recuerdo del navegante acudía a sus memorias. Por fin, Bustamante señaló los mapas sobre la mesa.
—Veo que sigues dibujando tus mapas. Sin duda, algún día serás un gran cosmógrafo, si sigues así.
Urdaneta se encogió de hombros.
—Espero que sean útiles a alguien.
—Lo serán, sin duda —exclamó el emeritense observando de cerca los dibujos—. Veo que se parecen mucho a los que hacía él.
—Él me enseñó todo lo que sé.
Bustamante guardó silencio un momento y después fijó sus ojos en la niña, que le miraba con ojos grandes e inteligentes.
—Ha crecido la niña —dijo por fin—. ¿Te la vas a llevar?
Urdaneta atrajo a la pequeña hacia sí.
—Sí. Quiero que reciba una educación cristiana. La llevaré a mi pueblo natal.
—Villafranca de Oria, ¿no?
—Eso es.
Bustamante titubeó un instante, por fin sacó una carta voluminosa.
—Te quería pedir un favor —dijo—. Tengo una hermana soltera en Mérida. No está demasiado lejos de Lisboa. Me gustaría que estuvieras con ella y le explicaras que estoy bien. Dile que incluso he montado un pequeño negocio comerciando entre las islas...
Urdaneta cogió la misiva lacrada.
—Se la daré —prometió.
—Bien —suspiró Hernando de Bustamante levantándose del taburete—. Te deseo un buen viaje. Y espero que hagas de tu hija una joven de alcurnia.
Urdaneta llegó a las islas de Banda el 5 de marzo de 1535. Allí se le presentaron los antiguos regentes de Tidor y Gilolo para pedirle que recabase del emperador castellano el envío de una nueva armada, ya que todos estaban dispuestos a favorecer a los castellanos y a acabar con el dominio portugués por lo intolerable que les resultaba. El joven aseguró que haría todo lo posible por conseguirlo, aunque interiormente sabía que, de ser cierto el acuerdo entre las dos monarquías, nunca se sacudirían los moluqueños el yugo portugués.
En Banda, el junco estuvo detenido hasta junio esperando tiempo favorable para la navegación. Por fin, zarparon con vientos de popa para Java, y anclaron en el puerto de Panaruca. Durante todo el recorrido Urdaneta no dejó un solo instante de cartografiar, con la ayuda del piloto Macías del Poyo, todas las islas, corrientes y vientos, añadiendo los bajíos y todo lo que pudiera ser útil para la navegación. Aprovechó también las largas horas en la cubierta del buque para enseñar a Maika los rudimentos de las letras. La niña poseía una inteligencia despierta y estaba siempre dispuesta a aprender.
Macías del Poyo movió la cabeza admirado al ver a la niña escribir en un papel con una pluma de ave.
—Esta jovencita va a ser una eminencia. ¡Casi ya sabe escribir mejor que yo!
Andrés sonrió.
—Sí, para cuando lleguemos a Castilla ya sabrá leer y escribir correctamente.
El 15 de noviembre, Urdaneta y los demás llegaron a Cochín en un junco portugués del comerciante Álvaro Presto, después de una estancia en Ceilán. En Cochín le esperaba una sorpresa.
—Ha llegado un emisario del virrey de la India —le informó Álvaro Presto—. Parece que quiere conoceros. Habéis llegado a ser toda una leyenda...
Urdaneta acudió a palacio en compañía de su hija y Macías del Poyo. Allí le aguardaba otra sorpresa todavía más agradable.
—¡Andrés, Macías...!
Urdaneta abrió los ojos como platos al descubrir a su antiguo capitán Hernando de la Torre, que, junto con varios de sus compañeros, acudía a recibirles.
—¡Capitán!, ¡Alonso!, ¡Pedro!, ¡Martín!, ¡qué alegría volver a veros! ¿Pero, qué hacéis aquí todavía?, ¡os creía ya en Castilla!
De la Torre levantó los hombros en señal de impotencia.
—Llevamos un año aquí esperando algún barco que pueda llevarnos a Europa. De todas formas —añadió—, somos los invitados del virrey de las Indias, Nuño de Anaya, y nos tratan a cuerpo rey. No nos falta de nada.
En efecto, la comida que el representante del rey de Portugal les había preparado era digna del mejor de los embajadores que a menudo recibía. Hombre enjuto, de tez morena enmarcada por una cuidada barba negra que dejaba entrever las primeras canas, poseía unos ojos de mirada penetrante que desnudaban a la persona con quien hablaba.
—Tenía ganas de conoceros —reconoció al ver al joven Urdaneta—. ¡Me han hablado tanto de vos y de vuestras hazañas, que no estaba seguro de si hablaban de una persona o de una leyenda!
El joven sonrió halagado pero tratando de disimular su vanidad.
—Creo —dijo—, que en algún momento nos favoreció la suerte, aunque...
—se pasó la mano por las quemaduras de su rostro— quedan algunas huellas para hacérnoslo recordar toda la vida.
—Los hombres de acción deben estar orgullosos de sus cicatrices. Yo mismo tengo media docena de ellas por todo el cuerpo.
—¿Habéis sido soldado?
—Luché junto con Magallanes contra los turcos. Estaba con él cuando salvó a su amigo Serrano, que luego fue a vivir a las Molucas.
—He oído hablar de él. Fue una leyenda en las islas. Ayudó a mantener la paz durante muchos años.
—Dicen que habéis aprendido bien la lengua nativa.
Andrés sonrió.
—Me gustan los idiomas. Y además, tuve la suerte de tener una buena profesora.
El virrey asintió.
—Me han dicho que estuvisteis casado con una nativa.
Los ojos del joven se nublaron ligeramente mientras señalaba a la pequeña Maika, que, en silencio, observaba a los dos hombres.
—Sí, ella es nuestra hija.
Nuño de Anaya sonrió a la pequeña.
—Siento lo de su madre —dijo—. Oí una curiosa historia sobre unos marineros portugueses a los que les faltaba... un determinado miembro de su anatomía...
El rostro de Urdaneta se endureció.
—Habéis oído bien.
—Uno pasó por aquí hace poco más de un año de camino a Portugal. Creo que estaba considerando el profesar la vida religiosa...
En el puerto, un convoy se aprestaba para salir hacia Portugal. Los castellanos fueron informados de que serían repartidos entre los diferentes navíos del convoy.
Urdaneta y Macías del Poyo, junto con la pequeña Maika, viajaron en la nao
San Roque
pagando cincuenta ducados pero sin derecho a tener llave para los bastimentos que habían comprado para su sustento. Los portugueses les dieron para este fin dos fardos de arroz, un poco de pescado y dos sarafis, moneda de oro que valía trescientos maravedíes. Por su parte, Hernando de la Torre, junto con otros cuatro compañeros, se embarcaron en la nave
La Gallega
.
Antes de separarse, los castellanos se repartieron todos los papeles que pretendían que llegaran a manos del rey. De la Torre hizo una copia de la relación de los hechos que estaba en su poder para que la llevara Urdaneta consigo, por si él no llegaba con vida a Lisboa.
El 12 de enero de 1536 zarparon de Cochín, Andrés de Urdaneta con Maika y Macías del Poyo, junto con otras cuatro naves cargadas de especierías.
Antes de llegar a San Lorenzo se adelantó la
San Roque
por ser más marinera que las otras naos. El 30 de marzo sobrepasaron el Cabo de Buena Esperanza y muy pronto divisaron la isla de Santa Elena. Allí se detuvieron ocho días, que aprovecharon para hacer aguada y para que los viajeros cogiesen calabazas verdes, granadas, naranjas y algún pescado.
—¿Te has fijado, papá, en aquel hombre de barba larga?
Urdaneta miró a un viejo de larga melena que les contemplaba con desconfianza desde lo alto de una roca.
—Sí, hija. Lo vi ayer también. Parece que es el único ser humano que vive en la isla.
Partieron de Santa Elena para seguir viaje a Portugal, y, después de una breve recalada en las islas de Cabo Verde, llegaron a la ciudad de Lisboa el 26 de junio de 1536. A su llegada a la capital lusa, Urdaneta se encontró con la desagradable sorpresa de no ser autorizado a saltar a tierra por las autoridades portuarias. El oficial de la Guardia Mayor distribuyó seis hombres armados en cubierta antes de encararse con Urdaneta.