Divertido, Urdaneta se encogió de hombros.
—Muy bien —dijo—, comeré aquí mientras él come allá...
No comió Urdaneta solo, sino que le acompañaron los dos embajadores y algunos principales. Durante la comida se sirvió vino de palmas en gran cantidad.
Andrés tomaba nota mental de lo que después escribiría muy expresivamente en su diario: «y me envió a decir que él comía y que comiese yo también. De rato en rato me mandaba vino de palmas, del cual bebían mis compañeros de mesa en tal cantidad que se caían de culo...,». Durante la comida, Urdaneta se enteró de que el rey seguía muy apenado por la muerte de una de sus favoritas y apenas pasaba un día sin que enviara al otro mundo, para acompañamiento de su esposa, una docena de súbditos de ambos sexos. Los cadáveres de aquellos desgraciados eran a continuación lanzados al mar para pitanza de los peces.
La estancia de Urdaneta en Gapi duró cuarenta días, durante los cuales averiguó que la isla de Tabuco, distante a unas treinta leguas, era la gran productora de hierro de la zona. Sería bueno, decidió Urdaneta, acercarse a esa isla y adquirir los productos de hierro directamente de ellos, sin intermediarios.
No obstante, los vientos contrarios le impidieron llevar a cabo ese proyecto, viéndose obligado a poner rumbo a Gapi de nuevo. Este fracaso, al ser conocido por el reyezuelo de esta isla, le indignó sobremanera. Tomó a mal que Urdaneta reservara lo mejor de sus mercancías para islas que él no dominaba, y ordenó aparejar su escuadra para apresar a los paraos del guipuzcoano.
Afortunadamente para la expedición, tuvieron noticias de las intenciones del rey y pudieron huir precipitadamente, aunque, eso sí, sin apenas aprovisionarse para la larga travesía de vuelta a Gilolo, que distaba más de cien leguas.
Durante esta travesía, así como en todas las demás, Urdaneta fue tomando nota de las corrientes y vientos, así como pequeños detalles que pudieran ayudarle a sobrevivir en la mar. Nunca mejor que en esta expedición pudo el joven aprender las técnicas que usaban los indígenas para encontrar el fluido necesario para proporcionar al cuerpo su sustento vital.
Además de beber su propia orina, los indígenas recogían todas las algas que encontraban flotando en el mar para masticarlas crudas lentamente, extrayendo todo el líquido que podían y escupiendo el resto. Por otra parte, aunque no se encontraban bancos de peces lejos de las islas, siempre había escualos que seguían a las embarcaciones, atraídos por el olor de la carne humana.
La captura de estos tiburones se efectuaba no sin grandes riesgos para los arponeadores, que llegaban incluso a introducir una mano en el agua para atraer a los escualos. Después de largas luchas, que a veces ponían incluso en peligro la estabilidad de la embarcación, el tiburón era subido al bote mientras todavía abría y cerraba las mandíbulas provistas de terroríficas hileras de afilados dientes. La carne correosa del tiburón se cortaba entonces en finas tiras y se repartía equitativamente entre la tripulación. Los hombres se metían en la boca trozos pequeños y los masticaban concienzudamente completamente cruda. El hígado del pez poseía una gran cantidad de líquido amarillento que sustituía al agua proporcionando al cuerpo el fluido necesario para la supervivencia.
Exhausto de fuerzas, pero contento por la aventura y la experiencia, Urdaneta llegó a Gilolo el 10 de julio de 1531.
Maika se había convertido en una niña alta de tez casi blanca con grandes ojos negros y cabello largo que le caía sobre los hombros.
—Papá, todavía no me has contado tu última aventura en Gapi.
Urdaneta cogió a su hija de la mano y caminó hasta un acantilado. Allí, mirando la inmensidad del mar sonrió.
—Bueno, hija, apenas acabo de volver. Te prometo que te contaré todos los detalles esta noche.
—¿Es verdad que comisteis tiburón crudo?
—Sí, hija.
—A mí no gusta la carne de tiburón. Es muy dura.
—A mí tampoco me gusta, pero cuando tienes hambre y sed se come y se bebe cualquier cosa.
—Un chico del pueblo me ha dicho que os bebíais la orina. ¿Es verdad eso?
—Sí.
—¡Qué asco! Yo no me bebería mi orina. Prefiero morirme.
Urdaneta acarició el largo pelo de su hija.
—A veces uno tiene que hacer cosas para sobrevivir que no haría normalmente.
—¿Bebéis orina en Castilla?
Andrés rió.
—No. A nadie se le ocurriría beber su orina, aunque dicen que cura muchas enfermedades.
—¿Y hay muchos tiburones en Castilla?
—No, allí no hay tiburones. Las aguas son mucho más frías.
—¿Y por qué son más frías?
Urdaneta se rascó la cabeza buscando una respuesta apropiada a una niña de cinco años.
—Pues porque el tiempo es diferente. Llueve más y nieva en invierno...
—¿Y qué es el invierno?, ¿y qué es nieva?
El joven padre suspiró.
—Invierno es una época del año en que hace mucho frío. Y la nieve es una especie de lluvia blanca y fría. La gente lleva ropa para abrigarse del frío.
—¿Llevaré yo también ropa cuando esté allí?
Urdaneta perdió la mirada en el horizonte. Justo al otro lado del mundo, estaba Villafranca de Oria, el pequeño pueblo al que quizás algún día volvería con la pequeña Maika.
—Sí, hija. Tú también llevarás bonita ropa y aprenderás muchas cosas.
Apenas habían transcurrido dos semanas desde la vuelta de Urdaneta a Gilolo cuando otro acontecimiento tuvo lugar en las islas.
Los indígenas de Ternate ansiaban la libertad de su rey, aprisionado por Meneses, pero Pereira no parecía bien dispuesto a esta pretensión. El fracaso de repetidas gestiones acentuó la tensión entre portugueses e indígenas. De nuevo, sorprendentemente, comenzó a fraguarse la sublevación.
El 27 de mayo de 1531, sin previo aviso, una muchedumbre de indios sublevados asaltó la fortaleza portuguesa y acuchilló a Pereira y a sus ayudantes.
Con todo, los portugueses consiguieron, a costa de inauditos esfuerzos, recobrar la fortaleza; pero quedaron sitiados por los indígenas.
Cuatro días más tarde, unos comisionados de Ternate se trasladaron a Gilolo para solicitar la ayuda de los castellanos de manera apremiante. Contando con ella, los nativos se prometían seguro el triunfo, y, a cambio, ofrecían someterse al emperador. Sin embargo, le pareció a De la Torre una villanía aprovecharse de aquellas circunstancias tan difíciles para los portugueses y se sintió solidario con ellos. Además, el número de hombres a sus órdenes ascendía a cuarenta escasamente. De aceptar la propuesta, la victoria no se les habría escapado; pero, pensando razonablemente, el resultado decisivo no les podía sonreír a la larga. A nadie se le escapaba que la superioridad de los portugueses estribaba en la cercanía de sus bases a Malaca. De la Torre recordó a los comisionados su solemne juramento a los portugueses y, a pesar de la insistencia de aquéllos, les declaró de manera terminante no hallarse dispuesto a quebrantar su palabra.
Fonseca era un hombre alto, delgado. Su adorno capilar consistía enteramente en una barba negra y espesa, pues su cabeza estaba prácticamente desprovista de pelo alguno. Era el oficial más veterano en la guarnición, por lo que a la muerte de Pereira fue elegido capitán de los portugueses.
El nuevo comandante en jefe se hallaba en una situación dificilísima; sitiado totalmente, su única esperanza era la entrevista de los comisionados de Ternate con De la Torre. Se sabía perdido irremisiblemente con sólo que los españoles hicieran sentir su peso en la lucha. Además, les faltaban los víveres.
Para colmo, los atacantes, confiando en la ansiada ayuda española, redoblaban ferozmente sus acometidas. La única posibilidad que tenían los portugueses de seguir con vida en ese momento era, paradojas del destino, la ayuda de sus antiguos enemigos, los castellanos. Fonseca se decidió a jugar la última carta. Una noche oscura consiguió llegar a la isla de Gilolo en un parao y dirigirse al refugio de De la Torre.
Los dos hombres se encontraron cara a cara. Las tornas habían cambiado increíblemente y ahora les tocaba a los portugueses implorar ayuda para no ser exterminados. Fonseca fue el primero en hablar.
—Me imagino —dijo—, que no ignoráis la situación en que nos encontramos.
De la Torre sacó dos vasos y vertió en ellos un chorro de vino de palmera.
—Lo sé —dijo escuetamente.
Fonseca bebió un largo trago. Luego se secó la boca con el dorso de la mano.
—Entonces sabéis que tenéis nuestra suerte en vuestras manos.
—Así es.
—¿Y qué pensáis hacer?
De la Torre respondió con otra pregunta.
—¿Qué opciones tenemos?, ¿qué ganamos si os ayudamos?
Fonseca se enjugó el sudor que le corría por el rostro. Aunque no hacía una noche especialmente calurosa, notaba en todo el cuerpo una transpiración continua.
—¿Sabéis que el gobernador de la India enviará una armada completa en cuanto se entere de que han matado a todos los portugueses?
—Puede ser.
—Y, por otro lado —continuó Fonseca—, los castellanos no podéis esperar ayuda puesto que el emperador Carlos ha vendido sus derechos a las islas al rey Manuel.
—Eso lo decís vos.
Fonseca se pasó un sucio pañuelo por el cuello.
—Os aseguro que es verdad.
De la Torre pretendió reflexionar durante algún tiempo, aunque ya había decidido de antemano lo que iba a hacer.
—Haremos un trato —dijo—: nosotros os ayudamos ahora, y luego vosotros nos ayudáis a volver a Castilla. Necesitaremos un salvoconducto del gobernador de las Indias y dos mil ducados. También quiero un documento comprobatorio de la cesión de sus derechos a las islas de las Especias efectuada por Carlos I al rey de Portugal.
Fonseca no se podía creer lo que oía. Era todo lo más que podía ansiar.
Ayuda ahora y abandono de las islas por parte de los castellanos más adelante.
—De acuerdo —se apresuró a contestar—. Os ayudaré en todo lo que esté en mi mano para que lleguéis a Castilla sanos y salvos.
—Bien. Ordenaré que os proporcionen todos los víveres que necesitéis y mañana hablaré con los sublevados.
Pedro de Montemayor fue la persona designada para llevar la carta del capitán español al virrey portugués don Nuño de Anaya. En la misiva, De la Torre exponía con franqueza su situación y pedía para él y para su gente pasaportes para Europa. Solicitaba además la suma de dos mil ducados para pagar algunas deudas contraídas en las islas. Montemayor partió en un convoy portugués a mediados de enero de 1532. Una vez que conocieron en la corte del virrey la caballerosa conducta de los castellanos, todos rivalizaron en atenciones con su emisario.
Mientras aguardaban su regreso, los españoles, y en especial Urdaneta, se aventuraron en arriesgados cruceros por los mares cercanos a su refugio. A menudo, portugueses y españoles participaron en común en estas correrías, provechosas unas veces, desastrosas otras.
En julio de ese mismo año, Urdaneta organizó por su cuenta y riesgo una pacífica expedición a Tabuco, la isla del hierro, con magníficos resultados.
Hicieron trueque de cuentas de vidrio por objetos de hierro, tales como alfanjes y cuchillos, los cuales vendieron mucho más caros en las islas de Ambón y Randán.
A partir de la paz entre castellanos y portugueses la vida se hizo muy aburrida para aquéllos. Su principal actividad era la caza y la pesca, mientras los gobernantes de Gilolo cada día se preocupaban menos de ellos.
Por fin, el 4 de noviembre de 1533, fondearon dos navíos portugueses en Ternate. En una de estas naves venía el caballero Tristán de Tayde, sustituto del fallecido Gonzalo de Pereira, y con él llegó Pedro de Montemayor, que relató inmediatamente las atenciones y agasajos de que había sido objeto en la India, y en especial por parte del virrey Nuño de Anaya. Montemayor llegó a Gilolo acompañado de media docena de caballeros portugueses que traían regalos para el gobernador de la isla en agradecimiento al favor que había hecho a los portugueses juntamente con los castellanos.
Pedro de Montemayor saludó a sus compañeros entusiasmado por el viaje.
—Hemos conseguido todo lo que pedimos —aseguró a su jefe—. Nuño de Ayala me dio los dos mil ducados y un salvoconducto para todos nosotros. Todo fue honra y cortesía en palacio. Lo Único que no pudo darme fue ningún recado del emperador, pero me juró por su honor que era verdad lo de la cesión por parte del rey castellano de las islas Molucas.
De la Torre se volvió a sus hombres que se hallaban reunidos a su alrededor, ávidos de noticias.
—Creo —dijo— que deberíamos tomar una decisión sobre nuestro futuro en Gilolo. Quizá sería mejor pasarnos a Ternate, al fuerte portugués, mientras llega la hora de partir.
La mayoría de los castellanos votaron por hacer lo que sugería De la Torre, aunque hubo varios que, como Urdaneta, tenían algunos lazos de familia con nativas y prefirieron quedarse.
Como era natural, los nativos no tardaron en averiguar las intenciones de los castellanos y enviaron a un grupo de parlamentarios en actitud un tanto levantisca. Los nativos de Gilolo estaban decididos a todo trance a resistir contra los portugueses y exigieron al capitán español, cuando vieron que todo estaba perdido, que dejara, ya que no sus hombres, al menos su armamento. A fin de calmar los ánimos, De la Torre les prometió que emplazaría la artillería en la costa, aunque nada estaba más lejos de su pensamiento que hacer uso de las armas contra los portugueses. Sin embargo, la noticia de esta promesa llegó rápidamente a oídos de Tristán de Tayde, que montó en cólera.
—¡Juro por Dios que antes de dos días tomaremos a todos y no dejaremos a ninguno con vida!, ¡preparad todos los barcos que tengamos disponibles!,
¡mañana salimos para Gilolo!
El 1O de diciembre la armada portuguesa se presentó en Gilolo. El capitán portugués recorrió la isla en una ligera embarcación buscando el sitio más propicio para un desembarco.
Gonzalo de Vigo fue el primero en darse cuenta de sus intenciones.
—¡Capitán —gritó—, los portugueses están intentando desembarcar!
El rostro de De la Torre mostraba preocupación.
—¡Hay que darles a conocer que no tenemos intenciones hostiles contra ellos!
—¡Me acercaré a la playa —gritó el gallego— y trataré de ponerme en contacto con ellos!
Antes de que nadie pudiera decir nada, Gonzalo de Vigo se adentró corriendo en la espesura por el sendero que desembocaba en una pequeña cala.