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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (72 page)

BOOK: Los navegantes
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Como era muy típico por aquellas latitudes, las primeras luces de la aurora tiñeron de un íñigo intenso las aguas de un mar pacífico y, poco después, el enorme disco, de un amarillo brillante, se empezó a asomar primero lentamente, después con más insistencia, por encima del horizonte. Y enmarcado casi perfectamente en aquel segmento gualdo resaltaba la silueta de un navío con sus tres mástiles desnudos apuntando a un cielo apenas perceptible.

—Allí está —exclamó Urdaneta alborozado.

Cuando se acercaron lo suficiente, pudieron ver el nombre del barco escrito en su proa:
Florida
.

—¡Ah, del barco! —gritó Urdaneta.

No hacía falta ningún grito pues no había nadie de la tripulación que no estuviera observando la llegada de los dos paraos.

—¿Quiénes sois?

La voz provenía del puente de mando y pertenecía a un hombre alto, enjuto, de espesa barba negra, con los ojos negros e inquietos.

—Castellanos —respondió Urdaneta—, al servicio del emperador.

—Acercaos e identificaos.

Cuando estuvieron cerca, el guipuzcoano dio su nombre y el de los españoles que le acompañaban.

El hombre ordenó echar una escala para que pudieran subir los cuatros castellanos.

—Soy Álvaro de Saavedra —dijo—, enviado de Hernán Cortés para ayudaros.

—¿De Hernán Cortés?

—Sí, gobernador de su majestad de Nueva España.

—Así que venís de Nueva España —exclamó Urdaneta asombrado—. Pero,

¿cómo habéis sabido que estábamos aquí?

—Es una larga historia —dijo el capitán de la nave—. Quizá sea mejor que vayamos a vuestra isla y os contemos todo allí. ¿Quién es vuestro jefe?

—Hernando de la Torre. Todavía no sabe nada de vuestra presencia.

—Bien, pues le daremos una sorpresa.

—Os dejaré dos soldados para que os guíen hasta Tidor.

La nao castellana prosiguió su andadura guiada por los dos marinos.

—Se acercan tres naves pequeñas, capitán.

—Tú fuiste el que envenenó a nuestro capitán Carquizano, portugués traidor—escupió el joven enfurecido—. ¡Lucha como un hombre, ahora que no tienes veneno con que emponzoñar el agua! ¡Defiéndete, si puedes!

Mientras así hablaba, Urdaneta asestaba mandobles sobre el machete del portugués, que a duras penas podía defenderse, y la sangre que corría por sus brazos y piernas indicaba que no conseguía parar todos los golpes.

Por fin, con un gemido, cayó al suelo abatido por un golpe en la cabeza que su brazo cansado no pudo ya evitar.

Poco a poco, el combate fue decantándose a favor de los castellanos y los pocos sobrevivientes portugueses se lanzaron al agua para alejarse de la nave en dirección a los paraos del rey de Ternate. Éste, viendo a los portugueses perdidos, intentó en el último momento entrar en combate, pero no contaba con Urdaneta.

—Cargad las lombardas, rápido.

A los gritos del joven, respondieron los castellanos con una rociada de metralla que espantó a los nativos que se acercaban.

Con las dos naves en su poder, los vencedores se retiraron a Tidor.

Habían tenido cuatro bajas, y todos los demás estaban heridos, muchos de ellos de gravedad.

Los portugueses habían sufrido ocho bajas, seis de ellos cayeron prisioneros y los demás escaparon con diversas heridas.

CAPÍTULO XXXVI

LA FLORIDA

Aparejada y abastecida la nao la
Florida
, partió Álvaro de Saavedra de Tidor el 14 de junio de 1528 con una tripulación de treinta hombres. En la nave viajaban dos portugueses huidos de Ternate y otros seis lusitanos que habían caído prisioneros en la lucha del 4 de mayo. Sin embargo, estos portugueses no iban en calidad de prisioneros, sino como parte de la escasa dotación de la nave.

Estos hombres llevaban el encargo de informar desapasionadamente al emperador de lo acaecido en las islas Molucas, para que no creyera Carlos I que De la Torre exageraba en sus informes. Con varias Relaciones escritas, escasa dotación y setenta quintales de canela para su majestad, zarpó Saavedra. En contra de los consejos y el parecer de Urdaneta, el capitán de la nave ordenó poner rumbo sudoeste en cuanto estuvo en mar abierta. Sin embargo, no parecía que este viaje empezara con buen pie, pues ya a la tercera singladura se encontraron con calmas que duraron treinta días, recorriendo en ese tiempo apenas doscientas cincuenta leguas. Con este rumbo llegaron a una isla que llamaron Papúa. La gente allí era negra y con los cabellos crespos, e iba siempre desnuda; sin embargo, usaba armas de hierro y buenas espadas.

El capitán Saavedra era un hombre preocupado no sólo porque las provisiones empezaban a escasear, sino porque, en el fondo, temía que Urdaneta tenía razón.

—Debíamos haber tomado rumbo norte —comentó con el piloto Macías del Poyo.

—Tantas posibilidades hay que soplen vientos contrarios al norte como al sur.

—Pues, de momento, no hemos tenido mucha suerte dirigiéndonos hacia el sur. Probaremos rumbo norte cuando consigamos los bastimentos.

Sin embargo, no habían terminado los infortunios para la expedición.

—¡Capitán, el batel ha desaparecido!

Saavedra examinó con ojos ansiosos toda la playa por si se habían equivocado de lugar, pero no había duda, allá estaban todavía, en la arena, sus propias pisadas y las de los que le habían acompañado en la expedición. Pero no eran las únicas. Procedentes de otra dirección había varias que se entremezclaban, y que pertenecían a los que, indudablemente, se habían llevado el bote.

—¡Malditos hijos de perra!, ¿quiénes habrán sido los bastardos?

Nadie se atrevió a contestar, aunque en la mente de todos estaban los portugueses. Tenían que haber sido ellos o una partida de nativos. Pronto lo averiguarían.

—Tendremos que construir una balsa si queremos llegar hasta el barco.

¡Manos a la obra!

Cuando por fin llegaron a la nao, comprobaron que, efectivamente, habían sido seis los portugueses que se habían llevado la barca.

—Simón de Brito y Hernán Romero son los cabecillas —contó Macías de Poyo—. Siempre estaban confabulando, esos dos.

—¡Pues lo pagarán caro! ¡Juro por lo más sagrado que les colgaré en cuanto les ponga la mano encima!

Cuando hubieron terminado la aguada y conseguido algunas cabras y cerdos, el capitán Saavedra ordenó poner rumbo nordeste, con lo que llegaron a las islas de los Ladrones sin poderlas tomar. Por fin, forzado por los vientos contrarios, decidió poner rumbo al Moluco de nuevo y recaló en Tidor cinco meses después de su salida, tras penosa navegación.

Mientras tanto, habían llegado rumores a oídos de los castellanos de la llegada de algunos europeos a islas al sur de las Molucas.

Hernando de la Torre hizo llamar a Urdaneta una vez más.

—Quiero que vayas a ver qué hay de verdad en esos rumores. Parece que varios blancos han sido vistos en la isla de Guayameli.

—¿Y teméis que sean desertores de la
Florida
?, ¿no es eso?

—Sí, me temo que los portugueses se hayan amotinado o desertado. Temo por la suerte de la nave.

—Bueno —dijo Andrés—, iré a ver quiénes son y los traeré aquí.

—¡Buen muchacho! —sonrió De la Torre palmeando la espalda del joven

—, no sé lo que haría yo sin ti. Cuidaré de Maluka y la pequeña Maika mientras estés fuera.

El 14 de noviembre salió Urdaneta con otros dos compañeros en un parao. Fueron derechos a Zamafo, donde hicieron armar seis paraos, y atravesaron hasta Bichole, que era súbdita de Tidor; allá tomaron otros tres paraos con gente.

Cuando llegaron a Guayameli, fueron al lugar donde estaban los europeos y no tardaron en encontrarlos en uno de los poblados. Urdaneta les conoció inmediatamente y enseguida sospechó que eran culpables de alguna bellaquería.

—¿Habéis desertado del barco de Saavedra?

Aunque al principio no se atrevieron a responder, no tuvieron más remedio que reconocer que se habían llevado la barca.

—Saavedra nos trataba muy mal —se excusó Simón de Brito—. Sólo queríamos volver a las Molucas.

—¿Y dejasteis a la nave sin su batel?

Ninguno de los dos cabecillas respondió, pues sabían de sobra lo que significaba para un barco no poder disponer de un medio para desembarcar.

—Os llevaré a Tidor conmigo para juzgaros. El capitán De la Torre decidirá vuestro destino.

Los portugueses miraron a su alrededor buscando una salida, pero una treintena de nativos armados, mirándoles con caras de pocos amigos, les hizo ver lo inútil de su intentona.

Cuando Urdaneta llegó a Tidor con sus prisioneros se encontraron con que Saavedra había vuelto, al haber encontrado vientos contrarios. En cuanto el capitán de la nave vio a los portugueses, se abalanzó sobre ellos desenfundando su cuchillo.

—¡Hijos de perra! —exclamó enfurecido—. ¡Os voy a matar a todos!

¡Criminales! ¡Habéis puesto en peligro la vida de toda la tripulación! ¡Pagaréis por lo que habéis hecho...!

Y lo habrían pagado muy caro de no haber sido por la intervención conjunta de De la Torre y Urdaneta, que consiguieron desarmarle.

—Tendrán un juicio justo —exclamó el jefe de los castellanos—. No somos bárbaros.

El juicio se llevó a cabo durante los días siguientes, en los que, sin necesidad de tormento de ninguna clase, los desertores confesaron que se habían querido alzar con la nave, pero que al no poder hacerlo se fugaron con el batel.

Después de escuchar a todos los testigos, De la Torre dictó una sentencia inapelable que condenaba a Simón de Brito a ser arrastrado por la ciudad de Tidor con pregón real que publicaba su delito, y más tarde a ser degollado y hecho su cuerpo cuartos, que deberían ser puestos en los cuatro cantones de la isla a fin de que todos los que pasasen por allí lo viesen y escarmentasen. A Hernán Romero le mandó ahorcar. La sentencia fue ejecutada el 17 de diciembre de 1528.

Andrés de Urdaneta miró a su mujer al trasluz de la ventana. Estaba dando el pecho a la pequeña Maika y había recobrado ya su espléndida figura.

—¡Qué suerte tiene la niña! —bromeó cogiendo entre sus dedos una de las manitas de la pequeña—. A mí también me gustaría tomar un poco...

Maluka sonrió.

—Pues toma, ahí tienes el otro.

Andrés no se hizo de rogar y aplicó sus labios al hinchado pezón de la joven poniendo su rostro junto al de su hija. El joven sintió cómo un chorro de un líquido ligeramente azucarado penetraba entre sus dientes.

—Bueno, bueno —bromeó Maluka—, deja algo para tu hija.

—¡Uf! —exclamó Andrés dejándose caer sobre la cama—. Me siento como si hubiera comido un buey...

Mientras los dos reían, Urdaneta no pudo evitar pensar en el futuro de su joven familia. ¿Qué decisión tomaría si tuviera la oportunidad de volver a su patria?

Las repetidas victorias de los castellanos producían en éstos la ilusión de haber resuelto definitivamente su situación. Pero la cercanía de su base de Malaca daba a sus adversarios la posibilidad de rehacer prontamente sus efectivos. Mientras que el número de castellanos había disminuido hasta sesenta, el de los portugueses era tres veces mayor. La única esperanza del capitán español era la
Florida
. Tenían que resistir hasta que recibieran refuerzos. Era imprescindible un segundo intento de la nave para llegar a tierras de la Corona de Castilla.

—Creo que deberíais ir a Castilla por el Cabo de las Tormentas, tal como hizo Elcano —aconsejó De la Torre a Saavedra.

Pero éste tenía ya decidida la ruta que Urdaneta le había sugerido.

—Volveremos a intentarlo. Esta vez cogeremos una ruta más al norte.

—¡Pero ya veis en qué estado se encuentra el casco de la nave!

Saavedra lo sabía muy bien. La broma había atacado la vieja madera de la nao y ya hacía agua en diversos sitios.

—Lo sé —dijo lacónicamente—. Habrá que echarle un forro de tablas en los costados y embadurnarlo bien con betumen.

Mientras calafateaban la nao volvieron a recoger provisiones para el largo viaje, y por fin, el 3 de mayo de 1529, zarpó la nave llevada por el piloto Macías de Poyo.

La intención de Saavedra fue al principio dirigirse al norte, pero tardó en tomar esa derrota; el día de San Juan llegó a la isla de Paine. Del Poyo había anotado en su diario que habían avanzado sólo doscientas leguas en cincuenta días. Saavedra, dándose perfecta cuenta de la poca distancia recorrida en comparación con la que aún le quedaba por recorrer, dudó si virar en dirección al Cabo de Las Tormentas; pero, tras algunas vacilaciones, persistió en su primitiva decisión.

En Paine se detuvieron hasta el primero de agosto, y en la fiesta de la Asunción llegaron a Urais, que está a la misma altura que Paine. El 29 de agosto tomaron la derrota de Nueva España. El 14 de septiembre arribaron en la isla de Ualán. Por ese tiempo Saavedra empezó a sentirse enfermo, y por eso se detuvieron en esta isla ocho días.

La acogida de los indígenas fue sumamente afectuosa. Rodeado de un millar de naturales, el jefe de la isla recibió a los navegantes con cánticos acompañados de rústicos instrumentos. Aquellos hombres ardían en deseos de conocer el manejo de los arcabuces y fueron complacidos en su anhelo. El disparo al unísono de media docena de armas produjo un efecto terrible. Primero cayeron por tierra, luego huyeron despavoridos en todas direcciones, para embarcar enseguida en sus paraos y trasladarse a otra isla cercana. Pasado algún tiempo se tranquilizaron y volvieron con igual confianza que anteriormente, incluso surtieron las despensas de la
Florida
con dos mil cocos, amén de otras provisiones, y ayudaron a repostar agua en los aljibes.

Al ver que Saavedra no mejoraba, Pedro Laso, que había tomado el mando de la nave, ordenó poner rumbo norte. Al llegar al grado 26 murió Saavedra, no sin antes convocar a sus oficiales y rogarles que navegasen en la misma dirección hasta ponerse en el grado 30, desde donde, si no hallaban tiempos favorables para continuar viaje hacia Nueva España, debían volver a Tidor y entregar el navío con todo lo que llevaban a Hernando de la Torre.

Sin embargo, las desgracias no habían terminado de cebarse en la nave.

Apenas una semana después de la muerte de Saavedra, moría Pedro Laso. El piloto Macías del Poyo y el maestre de la nao optaron por regresar de nuevo al punto de partida, a pesar de que estaban ya más cerca del continente descubierto por Colón que de las Molucas.

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